– Como el que te tranquiliza comer galletas Oreo. Que te gustan frías y duras, recién salidas de la nevera, aunque vayas a mojarlas en leche hasta reblandecerlas. Y que las mojas cinco segundos en la leche para que no ablanden demasiado. Así -mientras hablaba, tomó una galleta, la mojó en la leche fría y se la tendió para que la probara.
Ella abrió la boca y mordió. La galleta se desmigajó en parte y en parte se fundió en su boca, exactamente como le gustaba. Sus labios rozaron la punta del dedo de Ty y aquel roce accidental hizo que una inesperada oleada de sensaciones físicas se apoderara de ella.
Se rió para no dar importancia a aquello y se limpió la boca con una servilleta, pero no eran ganas de reír lo que sentía. Sus pechos parecieron hincharse y una turbación que le aceleraba el pulso corría por sus venas con violencia, acompañada por un pesado palpito entre sus muslos. Logró sofocar lo que sin duda habría sonado como un gemido orgásmico. Porque, de algún modo, las galletas que comía en momentos de ansiedad se habían vuelto eróticas y compartir recuerdos con un amigo de antaño se había convertido en algo mucho más sensual.
Por la mirada enturbiada de Ty, dudaba de que ésa hubiera sido su intención. Él se cohibía, y ella echaba de menos la cercanía que habían compartido cuando eran adolescentes y no se pensaban tanto las cosas.
Entre ellos había habido algo especial, algo conforme a lo que nunca habían actuado, ya fuera porque temían romper una amistad que representaba la única estabilidad en sus jóvenes vidas, o porque ninguno de ellos sabía qué hacer con lo que sentían. Tal vez incluso entonces comprendían de manera inconsciente que el sexo no bastaba por sí solo.
Aunque Lacey tenía que reconocer que, en ese momento, la idea de practicar sexo le resultaba terriblemente atractiva. Aun así, nunca habían tenido ocasión de arañar la superficie de ese primer amor, que sentimentalmente había dejado en ambos el deseo de algo más. O así había sido en su caso, al menos. Nunca había sabido en realidad qué sentía Ty, si de verdad ella le gustaba o si sólo disfrutaba siendo su héroe.
Al menos ahora eran adultos capaces de tomar decisiones y de afrontar las consecuencias, pensó Lacey. Consecuencias que, en su caso, incluían el hecho de que Ty apareciera justo cuando ella tenía una proposición matrimonial de otro hombre a la que todavía no había contestado.
– Háblame de lo que pasó después de que «desaparecieras» -dijo Ty, y Lacey agradeció que su voz la distrajera de sus pensamientos y de sus deseos.
Por lo visto, él no pensaba llevar las cosas más allá y Lacey se descubrió sintiéndose al mismo tiempo decepcionada y aliviada.
– Mira a tu alrededor. Me ha ido bien -mejor que bien, como demostraba su negocio.
Pero, mientras hablaba, se dio cuenta de que aquélla era la segunda vez esa noche en que se descubría defendiendo su pequeño apartamento y su vida. Y ello sin motivo alguno. Ty no había subestimado quién era ni en lo que se había convertido. Ella no estaba acostumbrada a ponerse a la defensiva. Normalmente, se sentía muy orgullosa de todo lo que había conseguido.
La presencia de Ty le recordaba las cosas buenas y malas de su pasado y la obligaba a afrontar lo diferente que había resultado ser su vida a como la imaginaba de niña. Aquello no era lo que sus padres habrían querido para ella, pero, dados sus motivos y las cosas por las que había pasado, estaba segura de que ellos también habrían estado orgullosos de su hija. Otra razón por la que su empresa significaba tanto para ella. Era algo tangible que podía señalar para probar que Lilly Dumont había sobrevivido.
Ty asintió con la cabeza.
– Te ha ido muy bien, pero lo que veo ahora no me dice nada de cómo has llegado hasta aquí.
Ella respiró hondo. Prefería mantener el pasado tras ella, pero, como su cómplice que había sido antaño, Ty tenía derecho a algunas respuestas. Y tal vez hablar de ello la ayudara a liberarse de parte del dolor que aún llevaba dentro.
Miró sus manos entrelazadas y recordó aquella noche oscura con suma facilidad.
– Salí del pueblo y estuve andando cerca de media hora, hasta que me encontré con tu amigo. El que había robado el coche del tío Marc. Fuimos hasta un sitio donde nadie me reconociera. Luego tomé un autobús que iba a Nueva York.
– Como habíamos planeado.
– Exacto -sin embargo, nadie había planeado más allá de aquello-. Me quedé dormida en el autobús y, cuando llegamos, era casi de día. Tenía el poco dinero que Hunter y tú me habíais dado. Una noche dormí en un albergue juvenil y otra en una estación de autobuses.
Él dio un respingo.
Ella no hizo caso y siguió hablando.
– Lavé platos y fui tirando. Al final, conocí a alguien que limpiaba apartamentos. Trabajaba para una mujer hispana que contrataba a chicas inmigrantes: Para entonces yo ya tenía las manos tan ásperas del detergente y el agua que logré convencerla de que valía para el trabajo. Eso me salvó la vida, porque me había quedado sin sitios gratis o baratos donde dormir y cada vez me costaba más eludir a los vigilantes de las estaciones de tren y de autobús.
– Dios mío, Lilly, no tenía ni idea.
La angustia descarnada de su voz tocó un lugar muy hondo dentro de ella. No quería que Ty se sintiera responsable por algo que no era culpa suya. Él le había salvado la vida y ella nunca lo olvidaría.
Ty estiró un brazo y la agarró de la mano. Aquello llegaba con diez años de retraso y, sin embargo, era justo lo que necesitaba Lacey en ese momento.
– Nadie lo sabía -Lacey cerró los dedos sobre su mano y su calor y su fuerza le dieron ánimos para continuar-. Pero luego las cosas mejoraron. La mujer que me contrató (Marina, se llamaba), me dejó dormir en su apartamento, en el suelo, hasta que encontré un alquiler barato.
– ¿Fue muy duro?
Lacey no quería disgustarle, pero era él quien había preguntado.
– La casa tenía habitantes. Había cucarachas en las paredes -intentó no sentir náuseas al recordarlo-. Y en la puerta de al lado vivía un borracho. Le gustaba pasearse por los pasillos en plena noche. Las cerraduras de la puerta de mi apartamento no funcionaban y el conserje no hacía caso cuando le pedía que las arreglara. No podía permitirme pagar a un cerrajero, así que cada noche arrastraba una cómoda hasta la puerta para asegurarme.
– Dios -repitió él. Se pasó una mano por la cara.
Ella no sabía qué decir, así que permaneció en silencio.
Por fin. Ty preguntó:
– ¿Y cómo es tu vida ahora?
Un tema mucho más sencillo, pensó ella, y sonrió.
– Tengo una empresa. Se llama Trabajos Esporádicos y presta servicios a hombres y mujeres que trabajan y están muy ocupados -dijo con orgullo-. Tengo unos quince empleados, dependiendo del día y del humor que tengan. Paseamos perros, limpiamos apartamentos, compramos comida, todo lo que una persona muy ocupada necesite que hagamos. Con el tiempo he acumulado una clientela fiel y he podido aumentar los precios. Las cosas me van bastante bien.
Él sonrió.
– Has prosperado mucho.
En opinión de Lacey, no había tenido más remedio que seguir adelante.
– Te admiro, ¿sabes?
Las palabras de Ty la pillaron por sorpresa, pero al mismo tiempo la reconfortaron. Aun así, no buscaba su lástima, ni su admiración.
– Sólo hice lo que tuve que hacer para sobrevivir. ¿Y tú? -le preguntó.
Quería saber por qué había dejado la universidad, cuando ésta había sido durante mucho tiempo su meta. ¿Y qué explicaba la diferencia en su tono de voz cuando le había hablado de su madre? Había sido un matiz muy sutil, pero ella lo había notado de todos modos. Se preguntaba cuál era la causa.
– ¿Ty? ¿Qué fue de Hunter y de ti cuando me marché? -preguntó, llena de curiosidad por saber qué había ocurrido durante esos años.
– Esa historia vamos a dejarla para otro día -él bajó la mirada y de pronto, al darse cuenta de que seguía agarrándola de la mano, sus ojos se agrandaron.