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Así que lo había oído deambular por allí.

– ¿Has desayunado? -le preguntó Ty.

Ella negó con la cabeza.

– ¿Y tú?

– Todavía no.

– ¿Qué te parece si vienes conmigo a sacar a Digger y compramos algo de comer? -sugirió ella.

– Buena idea.

Lacey le puso la correa a Digger, sacó una bolsa de plástico de un cajón de la cocina y juntos bajaron las escaleras y salieron a la calle. El sol acababa de alzarse sobre los altos edificios y el aire conservaba aún parte de su relente.

A Digger no pareció importarle. Echó a correr, refrenada por la correa que sujetaba Lilly, y se detuvo sólo cuando llegó a un árbol y a un trocito de tierra.

Ty sacudió la cabeza y se rió.

– ¿Qué puedo decir? Es un animal de costumbres -dijo Lilly-. Y éste es su sitio favorito.

Después de que la perra acabara y Ty le quitara la bolsa a Lilly para recoger sus excrementos y tirarlos a la basura, dieron tranquilamente un paseo por las calles. A Lilly, que conocía a casi todas las personas con que se cruzaban, todo le resultaba familiar. La dependienta del Starbucks la conocía por su nombre, al igual que el dueño del quiosco de la esquina. Por el camino, señaló algunos edificios donde trabajaba y se detuvo a acariciar a unos perros a los que paseaba entre semana.

Ty tuvo la clara impresión de que quería que viera con sus propios ojos cómo era su vida, dónde y cómo vivía. Y, ahora que lo había visto, sabía con toda certeza lo bien que le había ido sola y lo contenta que vivía allí, en la ciudad.

Ty se detuvo en la acera.

– Bueno, ¿qué ha hecho que te decidas a volver? ¿Cuál ha sido el empujoncito final? -preguntó. Ella se paró a su lado.

– No es fácil de explicar -se mordió el labio inferior-. Tengo muchas razones para no irme contigo, pero tengo al menos las mismas para volver.

– ¿Hay alguna posibilidad de que me cuentes alguna?

Ty ladeó la cabeza y se protegió los ojos del sol con las manos. Quería meterse dentro de su cabeza y comprender qué la movía.

– Tú mismo me diste la mayoría de los argumentos. Les debo a mis padres el no dejar que mi tío les robe. Y me debo a mí misma el defender que es mío. Pero, sobre todo, creo que enfrentarme a él me permitirá tener la sensación de que algo ha acabado.

El asintió con la cabeza.

– Nunca has dado por terminada esa parte de tu vida, ¿verdad?

Ella sacudió la cabeza.

– No puedo olvidar que volví del revés la vida de mucha gente.

Algunas de esas personas, como la madre de Ty, habían ayudado a poner las cosas en marcha, pensó él. Aquel asunto era tan complejo porque, al acoger a Lilly, su madre había acabado salvándole la vida. Pero ello también les había proporcionado mucho dinero, pensó Ty.

Miró a Lilly. Ella tenía el ceño fruncido como si estuviera preocupada. Su angustia por los disgustos que había causado era evidente. Ty sintió la necesidad de asegurarle que había hecho lo correcto.

– Esas personas te querían. Hicieron lo que querían hacer. Nadie los forzó, y tienes que admitir que fue asombroso que nos saliéramos con la nuestra -sonrió al recordar la emoción aventurera de aquella época.

Ella rompió a reír.

– Es muy propio de ti el convertirlo en una travesura emocionante.

Ty sonrió amargamente, porque, hasta el momento en que ella se marchó, había sido exactamente eso.

Lacey toqueteaba con nerviosismo el colgante que había escondido bajo su camisa. Llevaba siempre la pequeña joya alrededor del cuello; sólo se la quitaba cuando se duchaba, por miedo a que se fuera por el desagüe y se perdiera para siempre. La noche anterior no la llevaba puesta porque se había dado un largo baño, pero esa mañana había vuelto a ponérsela alrededor del cuello. No podía explicar sus motivos, más allá de una cuestión de sentimentalismo, pero sabía que siempre se sentía mejor cuando lo llevaba puesto.

Ese día en particular. Mientras empezaba a hacer los preparativos para marcharse de la ciudad, era como si la pequeña joya le diera valor para resucitar a Lilly.

Y lo necesitaba más de lo que había creído. Lacey nunca había salido de Nueva York. Nunca había dejado su empresa en otras manos, a no ser que estuviera enferma, cosa que rara vez sucedía. Sus días estaban definidos por el negocio y las necesidades y el horario de cada cliente. Estaba a punto de emprender la segunda mayor aventura de su vida.

Una aventura en la que no podía embarcarse sin asegurarse primero de que su empresa estaba en buenas manos hasta que volviera. Eligió a Laura, una de sus empleadas más antiguas, para que se quedara a cargo de todo. Le dio una lista actualizada de clientes, los horarios y algunos consejos para tratar con sus trabajadores y sus diversos caracteres. Hizo lo mismo con cada cliente.

Luego se ocupó de las pequeñas cosas que suponía el tomarse unas vacaciones, como pedirle a su vecina que le recogiera los periódicos y el correo, y avisar a algunos amigos para que no se preocuparan si no sabían de ella durante una breve temporada.

Había hecho la maleta y Ty había metido una bolsa de comida para Digger en el coche. Las cosas típicas que hacía la gente antes de emprender un corto viaje, salvo que nada en su situación podía considerarse ni remotamente normal.

Temía la última llamada que debía hacer y esperó hasta el último minuto para darle a Alex la noticia. Mientras Ty veía la televisión en la otra habitación, marcó el número de su apartamento, que se sabía de memoria. Él contestó a la primera llamada.

– Duncan -dijo.

– Soy yo -Lacey apretó con fuerza el teléfono.

– Hola, nena. ¿Cómo estás? No esperaba que me llamaras esta noche -dijo él con voz alegre y cálida.

Lacey no solía llamarlo durante el día porque siempre estaba ocupado y ella rara vez pasaba mucho tiempo en un mismo sitio.

– Bien -respiró hondo, pero no logró calmar sus nervios-. Bueno, la verdad es que no es cierto. Anoche tuve visita. Una persona del pueblo donde nací. Tengo que volver unos días para arreglar algunas cosas. Sé que te aviso con poco tiempo, pero estoy segura de que lo entiendes.

– No, no puedo decir que lo entienda, porque no sé nada de tu pasado, pero espero que cuando vuelvas me cuentes todos los detalles. Porque guardar secretos no es bueno para una relación y hay muchas cosas que no sé -Alex carraspeó-. Y no puedo ayudarte a superar lo que te impide decirme que sí si no confías en mí.

Ella tragó saliva con esfuerzo.

– Lo sé. Y te lo contaré todo -prometió. ¿Qué mejor momento para compartir su historia que tras haberla afrontado?

– Muy bien -él parecía aliviado-. Esa persona de la que has hablado. ¿Es alguien de quien yo haya oído hablar? -preguntó. Era evidente que intentaba sonsacarle algo antes de que se fuera.

Ambos sabían que ella nunca había mencionado el nombre de nadie.

– No. Nunca te he hablado de… él -Lacey cerró los ojos con la esperanza de que no le pidiera más explicaciones.

Nunca le había hablado de Ty porque sus sentimientos hacia él estaban demasiado próximos a su corazón. Eran demasiado íntimos para compartirlos con nadie, y menos aún con otro hombre.

– Un hombre al que nunca has mencionado -la voz de Alex bajó y adquirió un tono de enfado que ella nunca había oído antes-. ¿Debería preocuparme? -le espetó.

– No -Lilly sacudió la cabeza, que de pronto le estallaba-. No tienes que preocuparte por nadie. Sólo es un viejo amigo -en el fondo sabía que esta última afirmación era una descarada mentira.

A ella le preocupaba Ty y los sentimientos renovados que le inspiraba. Pero ¿cómo iba a decírselo a Alex por teléfono para marcharse luego?

Levantó la vista y vio que Ty esperaba en la puerta. Sintió una náusea al darse cuenta de que la había oído. En un solo día, su vida se había complicado insoportablemente.

El levantó una mano y ella tapó el teléfono.

– El coche está mal aparcado fuera -le recordó él.