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– ¿Eso es lo que te molesta?

– Me alegro de que la frustración sexual te haga tanta gracia.

– Antes de que volviera Lilly veías a Gloria con frecuencia, así que no creo que sea sólo frustración. Tal vez debas explorar otras posibilidades -sugirió Hunter.

¿Y exponerse a sufrir cuando Lilly retomara su vida?

– No, gracias. Tengo que dejarte -dijo.

– A mí puedes evitarme, pero a Lilly no -contestó su amigo-. Y, por cierto, no olvides darle mi mensaje y preguntarle si quiere que la ponga en contacto con un abogado especialista en herencias.

– Lo haré. Una cosa más.

– ¿Sí?

– Tal vez quieras ver qué tal está tu amiga Molly -Ty estaba tan preocupado con su propia frustración que había olvidado hablarle del incidente del centro comercial, de modo que procedió a contárselo-. La policía no tiene pistas, salvo que Lilly y Molly vieron un coche oscuro con matrícula de otro estado.

– ¿Les ha pasado algo?

– Las dos están bien, pero…

Ty oyó un clic y se encontró sujetando un teléfono mudo. Se echó a reír, consciente de que Hunter ya estaba marcando el número de Molly Gifford, una mujer que, por la razón que fuera, no quería saber nada de él.

En lo que concernía a las mujeres, ambos tenían últimamente mucho en común y, como decía el antiguo refrán, desgracia compartida, menos sentida.

Pero Hunter no le había dado tiempo a explicarle con detalle lo ocurrido, incluido el hecho de que aquel presunto accidente le daba muy mala espina. Había llamado a Derek por el camino, al salir de casa de su madre. Derek, que había estado vigilando a Dumont, aseguraba que éste no había salido de casa durante el tiempo que Lilly y Molly habían permanecido en el centro comercial. Lo único que ofrecía su información era una coartada para Dumont. Pero ello no significaba que el tío de Lacey no hubiera contratado a alguien para que le hiciera el trabajo sucio.

Por segunda vez en una semana, Hunter se descubrió llamando a la puerta de Molly, sólo que esta vez tenía un buen motivo. Quería ver con sus propios ojos que estaba bien.

¿Qué clase de imbécil estaba a punto de arrollar a dos mujeres en un aparcamiento?, se preguntaba. Al ver que ella no contestaba, volvió a llamar más fuerte.

– Podrías ser un poco más considerado con los vecinos -dijo Anna Marie, asomada a su puerta-. ¿Por qué armas tanto jaleo?

– Espero no haberte estropeado la cena -refunfuñó Hunter.

– Estaba echando una cabezadita antes de irme a la cama y me has despertado. Me gusta dormir un rato a esta hora y quedarme despierta luego para ver el programa de Johnny Carson.

– Ahora es el programa de Jay Leño -le recordó él.

– Bueno, yo prefería a Johnny.

– ¿Molly está en casa? -preguntó él.

Anna Marie movió la cabeza de un lado a otro.

– Ya no. Vino antes y estaba muy nerviosa porque habían estado a punto de atropellada en el centro comercial. Seguro que por eso has venido.

– Sí -y no le sorprendió que la principal fuente de habladurías del pueblo también se hubiera enterado.

– Unos veinte minutos después volvió a salir y no ha vuelto desde entonces. Hoy no has tenido suerte. A no ser que quieras pasar el rato conmigo hasta que vuelva Molly.

– Gracias, de todos modos -Hunter se dio la vuelta y se dispuso a bajar del porche.

– ¿No quieres saber dónde ha ido? -dijo Anna Marie tras él, y añadió sin esperar respuesta-: La oí hablar por teléfono y dijo que iba a ir a cenar con su madre.

Hunter se detuvo en el césped del jardín delantero. Tuvo que refrenarse para no preguntarle si había obtenido aquella información aplicando un vaso a la pared.

– La llamaré luego.

– Siempre puedes pasarte por el Palace de Saratoga. Ahí es donde ha ido. Con su madre y Marc Dumont -prosiguió Anna Marie-. Oí decir a Molly que era su restaurante de lujo favorito.

Anna Marie había oído bien. El Palace era propiedad de un chef que se había trasladado recientemente desde Manhattan para abrir un lujoso establecimiento en el centro de Saratoga.

Era aquél un lugar que alguien con el pasado de Hunter no frecuentaba fácilmente. Hunter, de todos modos, no tenía derecho a entrometerse en la reunión familiar de Molly.

– Creo que hablaré con ella mañana -dijo, poniendo así fin a las esperanzas de Anna Marie de obtener nuevos cotilleos que airear.

– Como quieras -ella retrocedió.

– Espera, Anna Marie -dijo Hunter antes de que entrara en la casa.

– ¿Sí?

– El caso Barber -dijo él, refiriéndose al caso cuya vista se había adelantado. El que de modo tan convenientemente iba a impedirle ayudar a Lilly.

– ¿Qué pasa con él? Ya te dije que el juez Mercer pidió personalmente el cambio.

– ¿Es posible que alguien presionara al juez para que lo adelantara?

Anna Marie se encogió de hombros.

– No creo, porque la fecha original coincide con el inicio de sus vacaciones.

– Unas vacaciones muy repentinas.

– ¿Conoces a la señora Mercer? Incluso yo, si me dijera que saltara, preguntaría que hasta dónde -se estremeció exageradamente-. Es una de las personas más mandonas que he conocido. Quería irse de vacaciones y el juez lo ha arreglado todo para que fuera la semana que ella quería. Sin hacer preguntas.

Hunter, en cambio, tenía numerosas preguntas. Por desgracia tenía también un caso para el que prepararse, lo cual significaba que Ty tendría que hacer averiguaciones por su cuenta.

– Deberías entrar. Hace frío aquí fuera.

– Yo soy de sangre caliente -la mujer sonrió.

Hunter se echó a reír y volvió a su coche. Unos minutos después llamaría a Ty desde el móvil, pero en ese momento estaba pensando en Molly. Si se había sentido lo bastante bien como para ir al Palace, debía de estar, todo lo más, algo impresionada por el incidente, razonó, aliviado.

Llamó a Ty, le puso al corriente y arrancó el coche. Mientras conducía hacia su casa, se descubrió preguntándose si a Molly le gustaba aquel restaurante nuevo, tan ostentoso, o si sólo se había dejado llevar por la elección de su madre. En cuanto a Dumont, no le sorprendía que el viejo intentara complacer a su futura esposa. El Palace era uno de esos sitios que la gentuza como Dumont quería ver y en los que quería ser vista. Pudiera permitírselo o no.

Lacey oyó a Ty pasearse por la casa durante las primeras horas de la noche. Lo oyó hablar por teléfono con Derek, que al parecer estaba vigilando a su tío, aunque Lacey ignoraba con qué fin. Ella tampoco se había dejado engañar por su fachada de buen hombre, pero lo ocurrido en el centro comercial había sido un accidente. Su tío era un cruel, pero ¿atropellada? Lacey sacudió la cabeza, incapaz de creer aquella teoría.

Aunque no estaba tan cansada como para irse a dormir, decidió quedarse en su cuarto hasta que el ardor que había surgido entre Ty y ella se enfriara. No podía impedir que su cuerpo reaccionara ante él, pero necesitaba desconectar su mente. El problema era que no podía.

Cuando estaba con Ty, se acordaba de la muchacha que se había montado en un autobús hacia Nueva York sin idea de lo que la esperaba allí. Se sentía más osada y aventurera. Más dispuesta a admitir que su relación estable y formal con Alex a veces la aburría. Se estremeció al pensar en aquella certeza que no deseaba afrontar. Quizá no estuviera comprometida con Alex, pero estaba vinculada a él a distintos niveles. Lo suficiente como para pensar en el matrimonio. Lo cual significaba que no debería estar pensando en hacer el amor con Ty.

Pensaba en ello, sin embargo. A menudo. Tanto que incluso en ese momento sintió un temblor entre los muslos. Había razones, aparte de la existencia de Alex, para eludir aquellos deseos. Su negocio lo era todo para ella. Era su razón para levantarse por las mañanas y lo que la ayudaba a conciliar el sueño por las noches, agotada y ansiosa porque llegara el día siguiente. Y su negocio estaba en Nueva York, no en Hawken's Cove.