Lacey se pasó una mano por el pelo. Alex no la estaba escuchando y ella estaba cada vez más irritada, sobre todo porque no quería hacerle daño teniendo que decirle claramente lo que ocurría.
Él, sin embargo, no le dejaba elección.
– Alex, siento hacer esto por teléfono, pero hemos terminado.
Él soltó una risa áspera.
– Oh, no, de eso nada.
Ella se encabritó.
– ¿Cómo dices?
– Lo que quiero decir es que tienes que pensar lo que estás diciendo.
– Eso es lo único que he hecho desde que me pediste que me casara contigo. Pensar. Y la verdad es que no debería haberme pensado la respuesta. Si te quisiera como te mereces que te quieran, la respuesta habría sido automática -la tristeza por los buenos momentos y la ternura que habían compartido la embargó, pero en el fondo sabía que por fin estaba haciendo lo mejor para ambos.
– Lacey, por favor, deja de decir tonterías. Sea lo que sea lo que está pasando en ese pueblo de paletos…
– Hawken's Cove no es un pueblo de paletos -sintió una pequeña punzada de sorpresa y dolor.
Pero ¿qué esperaba? Había roto con él por teléfono. ¿Creía que él lo entendería y le desearía una vida larga y feliz?
Sin embargo, Alex nunca había sido grosero con ella. Claro que ella tampoco había estado nunca en desacuerdo con él. Al menos, no en algo tan trascendental.
– Pues está claro que esa gente te está haciendo un lío. Volverás a entrar en razón en cuanto regreses.
Ella apretó la mandíbula.
– No cuentes con ello -contestó.
Alex chasqueó la lengua.
– Nadie te querrá nunca como te quiero yo -sus palabras sonaban más como una amenaza que como la mentira que eran, en opinión de Lacey.
– Lo siento, Alex. Te aprecio mucho y sé que te mereces mucho más de lo que puedo darte. Algún día lo comprenderás y me darás las gracias por haber entrado en razón antes de que cometamos un error -dijo ella, intentando mantener la dignidad frente al dolor y la ira de Alex.
– Lo dudo. Y no creo ni por un instante que hayamos acabado.
Lacey se estremeció al oírlo.
– Te equivocas. Hemos terminado -dijo. Necesitaba que ello oyera una vez más-. Adiós, Alex -desconectó la línea y puso el teléfono sobre la cama.
Le dolía terriblemente la cabeza. Volvió en silencio al dormitorio y entró de puntillas. Se metió bajo las mantas y, al acurrucarse entre las almohadas, inhaló el olor reconfortante de Ty.
Se dijo que había hecho lo correcto. Le había contado a Alex la verdad en cuanto ella misma la había sabido. No podía hacer nada más. El tiempo curaría el dolor que él pudiera sentir por su rechazo.
Miró a Ty, se acercó a él y le rodeó la cintura con un brazo buscando consuelo. Porque el tiempo también le diría qué le deparaba a ella el destino.
Ty sacó la sartén del armario, la engrasó con aceite para preparar su patética versión de una tortilla y la colocó sobre la placa. Abrió la nevera para sacar los huevos y descubrió que no había. Masculló una maldición y se puso a registrar la cocina en busca de algo que hacer de desayuno. Pero los armarios también estaban vacíos. No había cereales porque el día anterior se había acabado una caja de Cheerios, ni leche, porque Lilly vivía a base de leche y galletas, y él se acordaba ahora de que no había huevos porque también se los había comido ella. Había prometido ir a comprar algunas cosas después del trabajo, pero se le había olvidado por completo.
Estaba demasiado acostumbrado a vivir solo y a no rendirle cuentas a nadie. La mayoría de las mañanas tomaba un café y un bollo en la cafetería que había junto a su oficina. Pero no todas las mañanas se despertaba abrazado a Lilly, tan contento que no quería moverse.
Cuanto más tiempo había pasado a su lado, con el sexo apretado contra su espalda, más se había excitado. Estaba a un tiempo contento y excitado. Y aquello había bastado para que volviera en sí, sobresaltado, y se obligara a salir de la cama.
No podía acostumbrarse demasiado a sentirse bien. A tener a Lilly a su lado. Sabía muy bien lo rápidamente que cambiaban las cosas, y no para mejor. Ella se iría antes de que se diera cuenta. Así que decidió que era preferible dar vueltas por la cocina fría que desear cosas imposibles.
Al echar una última mirada al frigorífico, comprendió que tendría que ir a hacer la compra si querían comer algo. Además, Digger volvería pronto y también necesitaría pienso, se dijo mientras miraba sus cuencos vacíos. Paseó la mirada por la cocina, miró la sartén colocada encima de la placa, los cuencos de la perra en el suelo, y finalmente volvió a la habitación donde una bella mujer yacía dormida en su cama.
Agarró su chaqueta y se fue en busca de comida, aire fresco y, con suerte, un poco de cordura.
Hunter tiraba de Digger por la acera, delante del bar Night Owl. La perra se paraba cada vez que captaba un olor extraño y Hunter se preguntaba cómo se las ingeniaba Lilly para sacarla todas las mañanas y llegar a tiempo al trabajo. Él llevaba así cuarenta minutos y la perra no había hecho aún sus cosas.
Teniendo en cuenta que se había despertado cara a cara con Su Olorosidad, como había bautizado a Digger, estaba deseando devolvérsela a su dueña.
– ¿Hunter?
Oyó que lo llamaban y al darse la vuelta vio que Molly salía del nuevo Starbucks que había abierto junto al bar.
– Hola -dijo, y su corazón se aceleró al verla vestida con vaqueros ceñidos, camisa de manga larga dorada y un fular a juego que realzaba los reflejos de su pelo.
Ella miró a Digger, que había empezado a husmearle los pies.
– ¿Has adoptado un perro? -preguntó.
– Dios mío, no. El chucho es de Lilly. Ahora iba a devolvérsela y a librarme por fin de ella.
Una sonrisa se dibujo en los labios de Molly.
– Ah, así que te agobian tantas mujeres.
– ¿He dicho yo eso? -preguntó él, riendo.
– Considéralo una intuición femenina -Molly bebió un sorbo de su café.
– ¿Qué tal fue la fiesta de anoche? -preguntó Hunter.
Mientras ella estaba en la fiesta, con Ty y Lilly, él se hallaba rodeado de recipientes de comida china para llevar y archivos llenos de documentos legales. Se había quedado trabajando hasta tarde para preparar la defensa de un hombre acusado del robo de un coche que había llevado a la muerte de una persona. Al final, la estrategia de Hunter se reducía a la confianza en la disposición de su cliente a asumir riesgos con la esperanza de que el jurado se tragara su historia.
Molly se encogió de hombros.
– Estuvo bien. No me gustan mucho las fiestas, pero todos parecían estar pasándoselo en grande -apartó la mirada de la de él.
Hunter se preguntó si las cosas en la mansión se habían desarrollado tan felizmente como a ella le gustaría creer. Ty y Lilly se lo dirían con toda certeza.
– Tengo que llevar a Digger a casa, pero me preguntaba si…
– ¿Sí? -sus ojos se agrandaron.
– Ahora mismo no tengo mucho tiempo libre porque me han adelantado una vista, pero uno tiene que comer y es muy triste hacerlo solo -reconciliarse con Molly no era fácil, pero la noche anterior había decidido que no tenía elección.
– ¿Ésa es tu patética forma de pedirme una cita? -preguntó ella.
– Pues sí. No es una de esas preguntas en broma para que me dejes plantado con dos palmos de narices -dijo, muy serio-. Ni me refiero a llevar la comida a tu casa para que Anna Marie pueda escucharnos y tomar apuntes. Me refiero a una conversación de verdad.
La víspera, mientras planificaba la defensa de su cliente, sus pensamientos volvían una y otra vez hacia Molly y hacia los paralelismos que había entre aquel caso y su propia vida. ¿Podía pedirle a otra persona que se arriesgara cuando él era incapaz de hacer lo propio? En aquel momento había decidido perseguir lo que quería y arriesgarse al rechazo que llevaba años evitando.