Él dejó escapar un gruñido. Odiaba tener que darle la razón. Pero no le quedaba más remedio.
– No sé quién más podría ser. Pero tu tío no va a ponerte la mano encima.
Ella sonrió por primera vez desde que habían entrado en el despacho.
– ¿Qué haría yo sin ti? -preguntó y, llevada por un impulso, se inclinó y le besó en la mejilla.
Él, desde luego, no quería averiguarlo, pero ambos sabían que Lacey sobreviviría perfectamente. Ya había demostrado que podía hacerlo.
Ty se concentró en arrancar el coche.
– Creo que deberíamos volver a casa de mi madre. Puedes salir a dar un paseo con Digger, descansar un poco esta tarde y luego venir conmigo al Night Owl. Tengo que hacer el turno de noche y tú tienes que salir a conocer gente.
– ¡Uy, una noche fuera! ¡Me muero de ganas! -Lacey se animó un poco e irguió los hombros al pensarlo-. ¿Crees que podré echarte una mano? Estoy harta de no hacer nada.
Otra señal de que su pequeño idilio pronto tocaría a su fin, pensó Ty.
– Estoy seguro de que podrás convencer al encargado de que te deje trabajar un poco.
Porque daba la casualidad de que esa noche el encargado era él, y no podía negarle nada a Lilly. Ni siquiera que regresara a Nueva York y a la vida que tanto amaba.
Marc se había tomado la mañana libre en el trabajo para ir a probarse el esmoquin de la boda, que seguía fijada para el primer día del mes siguiente. Naturalmente, no le había dicho aún a su futura esposa que el cumpleaños de Lilly unos días antes garantizaría el que no sólo no dispusiera del dinero de su herencia, sino tampoco de un lugar donde vivir. Lilly heredaría la mansión, como era lógico, y él se vería en la calle. Daba por sentado que su sobrina no permitiría que se quedara, y él jamás pediría semejante privilegio. Ciertamente, no se había ganado ningún derecho.
Ya había estado viendo alquileres de lujo más cerca de Albany. Por suerte, su salario le permitía llevar un tren de vida desahogado. No sabía, sin embargo, si Francie, para la que nada nunca parecía ser suficiente, se conformaría con eso. Marc ignoraba por qué la quería, pero así era. Con defectos y todo. Tal vez perderla sería su castigo por pecados pasados, pensó no por primera vez. También quería a Molly, la hija de Francie, y estaba seguro de que la perdería en cuanto ella asumiera la fea verdad sobre su relación pasada con Lilly.
Entró en la larga avenida que llevaba a la casa y al instante se dio cuenta de que tenía compañía. El Cadillac negro señalaba la presencia de un visitante impertinente. Un visitante al que había estado ignorando deliberadamente desde que recibiera su mensaje exigiendo una cita. Marc no tenía nada que hablar con Paul Dunne. En lo que a él concernía, aquel hombre había cavado su propia tumba al desviar fondos de la herencia de Lilly durante años.
Marc aparcó junto al coche de Dunne y salió al aire fresco del otoño.
– Has estado evitándome -dijo Dunne.
– Porque no tenemos nada de que hablar.
Dunne levantó una ceja.
– Por lo visto no vives en el mundo real, pero tengo intención de aclararte unas cuantas cosas, y voy a empezar ahora mismo.
Marc se metió las llaves en el bolsillo.
– ¿Sabes qué? No tengo tiempo para esto -dio media vuelta y echó a andar hacia la casa.
– Pues sácalo de alguna parte -Paul lo detuvo agarrándolo del brazo-. Lillian no puede vivir para ver su veintisiete cumpleaños.
Marc se volvió lentamente.
– ¿Estás loco? Malversar dinero ya es bastante grave. ¿Quieres añadir el asesinato a tu lista de hazañas?
Paul soltó una carcajada. Sus ojos parecían llenos de una determinación enloquecida.
– Claro que no. Pienso añadirlo a la tuya.
– Sí, ahora veo que has perdido la cabeza -Marc tuvo que hacer un ímprobo esfuerzo para no mostrar el temor que le causaban las palabras de Dunne. Debía mantener la calma y disuadirlo, pero primero tenía que descubrir qué estaba tramando.
Marc se quedó callado un momento a propósito, esperando la explicación de Dunne.
– La chica no puede heredar. Es así de sencillo.
– ¿Por qué? ¿Porque, en cuanto herede, descubriría que falta dinero y tú serás detenido y enviado a prisión? -nada haría más feliz a Marc.
– Porque preferiría de lejos que tú heredaras el cofre del tesoro. Tengo tantas cosas contra ti como tú contra mí. Lo que significa que sé que no me denunciarás a las autoridades -dijo Dunne con excesiva satisfacción. Se frotó las manos, no porque hiciera frío, pensó Marc, sino porque estaba seguro de llevar las de ganar.
Marc tragó saliva. Quería todas las cartas sobre la mesa. Sin sorpresas.
– ¿Qué es lo que crees saber?
Paul sonrió con expresión malvada.
– Sé que mentiste a Lillian sobre la edad a la que heredaría para poder manipularla y que te cediera el control del dinero, a ti, su querido tío. Y, como eso no funcionó, sé que tu verdadera personalidad salió a flote y que maltrataste a la pobre chiquilla. Y sé que básicamente se la vendiste a Florence Benson.
Marc se apoyó contra el maletero de su coche para no tambalearse.
Paul levantó la vista hacia el cielo despejado como si reflexionara.
Marc dudaba de que necesitara tiempo para pensar. Seguramente sólo quería prolongar la agonía.
– Ah, ¿he mencionado ya que estoy al corriente de cómo manipulaste y sobornaste a la gente del sistema de hogares de acogida para que Daniel Hunter fuera apartado de la casa de los Benson? En resumidas cuentas, lo sé todo sobre ti.
Mientras pensaba en todo lo que tenía que perder (su trabajo, su reputación y su prometida) el miedo comenzó a apoderarse de él, lentamente al principio, para estallar por fin en el interior de su cabeza.
– Muy bien -replicó-. Estamos en tablas. Tú no me denuncias a mí y yo no te denuncio a ti.
– Estupendo. Ahora, hablemos de cómo vamos a conseguir que heredes tú y no Lillian. Tienes que encargarte de ella. Y para siempre.
– Demonios, no -dijo Marc, sintiendo una náusea-. Prefiero que cuentes lo que sabes y arriesgarme con lo que puedes o no puedes probar a hacerte el trabajo sucio.
Paul irguió los hombros. Como si sintiera el miedo de Marc, se acercó a él, agobiándolo con su presencia.
– Ya he intentado hacer las cosas a mi modo, pero he llegado a la conclusión de que, cuando contratas a alguien, o se juegan algo importante o, si no, reina la incompetencia.
– ¿Hiciste que alguien intentara atropellada en el centro comercial? ¿Y que prendiera fuego al apartamento de Benson? -preguntó Marc, comprendiendo de pronto.
Paul ni confirmó ni negó sus acusaciones, pero Marc comprendió que había dado en el clavo.
– Eres repugnante -masculló.
– Soy práctico, como tú antes. La abstinencia ha embotado tu mente.
Marc sacudió la cabeza.
– Me ha hecho humano.
El administrador se encogió de hombros.
– Ocúpate de que Lillian sufra un desafortunado accidente o lo haré yo. ¿Y a quién crees que culparán cuando muera? A su tío, por supuesto -dijo al instante-. A fin de cuentas, tu reforma debe de ser fingida. Querías el dinero desde el principio, y así tendré que decírselo. Y ahora necesitas el dinero para mantener a esa avariciosa prometida tuya, o la perderás. A mí eso me parece un móvil. Ay, y no te preocupes por tu hermano. Yo me encargo de que reciba dinero suficiente para cuidar de su mujer. No harás más preguntas. Robert ha sido siempre un memo. Ni siquiera sabe cuánto dinero hay en el fondo fiduciario.
Una rabia antigua se apoderó de Marc al recordar los años que llevaba tratando con aquel hombre. Cada vez que necesitaba dinero, tenía que hablar con Paul. Le había pedido dinero años antes, y Dunne se lo había dado, usando los intereses del capital en depósito de Lilly. Marc había pagado a Florence Benson con ese dinero. No era de extrañar que Dunne se hubiera preocupado de averiguar para qué lo quería.