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Porque Alex la había inutilizado para ningún otro hombre, afirmó aquella molesta voz interior.

El tiempo fue pasando y el flujo de clientes bajando. Cuando la puerta se abrió, ella levantó la cabeza con ansiedad con la esperanza de que algún cliente la distrajera durante la media hora que faltaba para cerrar.

– Hola, Shea.

La sonrisa de bienvenida murió en sus labios mientras los traidores latidos empezaban a acelerarse al verlo.

Echó un vistazo a su reloj.

– Voy a cerrar.

– Ya lo sé. Acabo de venir de ver a Norah. Me dijo que podría pillarte antes de que salieras.

– Si has venido aquí a darme las buenas noticias acerca del contrato, ya las sé. David ha estado aquí. Lo que no tengo muy claro es la razón por la que has cambiado de idea tan de repente.

– No lo he hecho. Sólo he tomado una decisión.

– Ya sé lo que estás haciendo, Alex, y no funcionará. Preferiría establecerme en otro edificio. No pienso dejar que me manipules con ese contrato.

– ¿Manipularte? ¿De qué forma?

Shea lanzó una exclamación de exasperación y levantó la cabeza.

– ¿Como la de que hagas lo que te pido o no te alquilaré el edificio? -terminó él mirándola fijamente.

– Yo lo veo más como «te alquilo el edificio en esas condiciones tan maravillosas y ahora es tu turno de hacerme a mí un pequeño favor».

– ¿Como casarte conmigo?

Alex soltó una carcajada suave y áspera.

– Creo que quizá tengas razón, Shea, cuando has dicho que once años eran mucho tiempo, que la gente cambiaba. Quizá yo no haya avanzado con los tiempos. En lo que a mí respecta, el matrimonio era algo que tenía que ver con el amor. Y sigue siéndolo.

A Shea se le hizo un nudo en la garganta. ¿Qué derecho tenía Alex a hablar de amor?

– Ese es otro de mis problemas, verás -continuó Alex-. Intenté dejar de amarte, pero no he tenido mucho éxito hasta la fecha. Pero eso no tiene nada que ver con el maldito edificio industrial -clavó los ojos en ella-. Acepta el alquiler, Shea. Por el bien de tu negocio. O déjalo. Dile a Aston que me comunique tu decisión.

Se dio la vuelta en forma abrupta y cerró la puerta en silencio tras él.

Ella miró de nuevo su reloj de muñeca y cruzó la puerta abierta de la extensa nave. La informalidad no era muy propia de Bill Denham. Le había hecho toda la carpintería de su primera fábrica y siempre había sido competente y puntual. Que era por lo que le sorprendía que se retrasara quince minutos.

Desenrolló los bocetos que había realizado y revisó algunas de las medidas, lista para discutirlas con el carpintero.

Pero, por supuesto, su atención se distrajo de nuevo, como llevaba pasándole con frecuencia desde el fin de semana. Desde aquellos momentos en la tienda antes de que Alex se hubiera ido. Y ella le hubiera dejado partir.

Shea suspiró y se pasó la mano por el pelo suelto. Esa mañana había estado demasiado cansada como para recogérselo y se sentía pálida y fea.

Una furgoneta oxidada se paró frente a la puerta abierta y Bill Denham saltó de la cabina y avanzó hacia Shea.

– Perdona que llegue tarde, Shea -dijo al reunirse con ella-. Venía de camino desde Mullumbimby y tuve que dar una buena vuelta. Hay un atasco enorme por un accidente y nos desviaron a todos.

– Oh, espero que nadie haya salido herido.

– Tenía muy mal aspecto con todo aquel humo. Después, he oído la radio y parece que un tanque de gasolina derrapó y alcanzó a un coche y un autobús. Eso es todo lo que han dicho, aparte de avisar a todo el mundo de que evite esa carretera.

– ¿Has dicho que un autobús? -preguntó Shea con una oleada de pánico-. ¿Cuánto hace que ha pasado?

Bill se encogió de hombros.

– No estoy seguro. Entre tres cuartos y una hora, supongo.

El pánico de Shea fue en aumento. Había creído oír sirenas al salir de la autopista, pero no había pensado en ello.

– No sería un autobús escolar, ¿verdad? -preguntó con suavidad.

Bill se rascó el pelo canoso.

– Es un poco pronto para un autobús escolar, ¿no crees?

– El equipo de fútbol del colegio de mi hijo estaba jugando en Ballina hoy. Yo -se le encogió el estómago de ansiedad-. Mira, Bill. Tengo que irme. Tengo que averiguar si Niall está allí. Lo siento. Te llamaré.

Antes de que el hombre tuviera tiempo de comentar nada, Shea le había puesto los bocetos en las manos y estaba fuera en dirección al coche.

Que no le hubiera ocurrido nada a Niall, suplicó una y otra vez por el camino. No tuvo que ir muy lejos antes de llegar al corte, donde la policía desviaba los coches con urgencia hacia otra carretera comarcal. Agitada, aparcó el coche y corrió hacia el grupo de policías.

El olor ácido de la gasolina y el humo inundaba el aire y picaba la garganta. No conocía al policía que desviaba el tráfico, pero sí al oficial que estaba de pie al lado de un coche hablando por la radio. Posó el micrófono en cuanto Shea se acercó a él.

– ¡Rick! El autobús del accidente, ¿era un autobús escolar? -preguntó jadeante.

El policía estiró una mano para tranquilizarla.

– Los chicos están bien, Shea -empezó.

Shea se apoyó contra el coche para no caerse.

– ¿Estaba Niall en ese autobús? ¡Oh, no!

– Ninguno de los chicos ha sufrido daños -le aseguró el joven policía-. Están sólo un poco conmocionados.

– Tengo que ir allí. ¿Puedes dejarme pasar con el coche?

– Sube al coche patrulla y yo te llevaré.

Shea le dio las gracias mientras él la ayudaba a entrar al asiento del pasajero. El oficial hizo entonces una seña a los otros policías y, cuando pasaron la curva, Shea soltó un gemido de horror.

Las luces rojas y azules destellaban por todas partes y, detrás del tanque volcado, cubierto ahora de una capa de espuma, la hierba y los árboles estaban ennegrecidos por el fuego.

Pero Shea apenas se dio cuenta de la escena mientras buscaba frenética el autobús amarillo. Apretó los puños cuando lo vio. El autobús había salido de la carretera y se había detenido entre la hierba alta con el morro enterrado en una masa de arbustos.

Los chicos estaban de pie en un grupo a cierta distancia, contemplando a los bomberos maniobrar con el inmenso camión y el tanque roto.

– Es difícil de creer que todos hayan salido ilesos, ¿verdad? -dijo el policía al detener el coche-. Si el tanque hubiera estado lleno de gasolina, la historia podría haber sido muy diferente.

Shea apenas le oyó mientras saltaba del coche y salía corriendo hacia el grupo de niños. Casi gimió de alivio cuando vio la cabeza rubia de Niall. Estaba de pie al lado de Pete y, cuando la vio, esbozó una sonrisa de sorpresa. Shea lo rodeó con sus brazos y lo abrazó con fuerza.

– ¿Qué estás haciendo aquí, mamá? -preguntó Niall en cuanto le soltó-. ¿Te fue a buscar la policía?

– Oí lo del accidente y pensé…

Shea se detuvo para abrazarlo de nuevo.

– ¡Mamá! -protestó Niall con suavidad-. Estoy bien. De verdad. Pero me pondré malo si sigues apretándome con tanta fuerza.

Shea soltó una carcajada rota y tuvo que hacer un esfuerzo para no abrazarlo de nuevo. En vez de eso, se dio la vuelta hacia los otros chicos.

– ¿Cómo estáis vosotros? ¿Estás bien, Pete?

El mejor amigo de Niall asintió.

– Seguro, señora Finlay. Pero nos hemos asustado un poco. Debería haber visto levantarse el tanque. Era impresionante.

Los otros chicos asintieron.

– El entrenador tuvo que desviar al autobús para no chocar contra ese coche -continuó otro de los chicos-. Y entonces se salió de la carretera. Como en las películas.

– Tuvimos que salir todos por la ventanilla de emergencia -le contó Niall-. Alex la rompió.