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Cortó la comunicación y se guardó el aparato en el bolsillo.

– ¿Y bien? -quiso saber Paul, cuyos pies rozaban la línea amarilla.

– ¡Le devolveré su teléfono cuando se vaya de aquí! -dijo Brisson con aire altanero-. Su utilización está prohibida en el recinto del hospital, como seguramente ya le habrá notificado Cybile.

Paul se cuadró delante del médico y le impidió el paso.

– Bien, de acuerdo, se lo devuelvo; pero usted tiene que jurarme que saldrá al aparcamiento si tiene que hacer más llamadas -prosiguió Brisson, ya no tan fiero.

– ¿Qué ha dicho su colega? -preguntó Paul, arrancando el móvil de las manos del interno.

– Que tengo toda su confianza, cosa que evidentemente no puede decir todo el mundo.

Brisson señaló con el dedo la inscripción que delimitaba la zona reservada exclusivamente al personal médico.

– Si vuelve a cruzar una sola vez al otro lado de esta línea, aunque sea para recorrer diez centímetros de este pasillo, Cybile llamará a la policía y haré que se lo lleven. Espero haber sido lo bastante claro.

Y Brisson dio media vuelta y se alejó por el pasillo. La enfermera jefe Cybile se encogió de hombros.

Lauren acababa de ordenar el ingreso del último herido de la refriega en el bar.

Una enfermera en prácticas le pidió que examinara a un paciente. Le hubiese bastado mirar el tablón de los horarios, estalló Lauren, para comprobar que su guardia terminaba a las dos de la mañana. Puesto que eran casi las tres, era imposible que la persona a la que se estaba dirigiendo la joven enfermera fuese Lauren. Emily Smith la miró con expresión contrita.

– Está bien, vamos, ¿en qué cabina está el enfermo? -preguntó, siguiéndola con resignación.

El chiquillo se quejaba de dolor de oído y tenía fiebre muy alta. Lauren lo examinó y diagnosticó una otitis aguda.

Prescribió una receta y le rogó a Betty que ayudase a la joven en prácticas a administrar los cuidados adecuados. Agotada, por fin abandonó Urgencias, sin tomarse tiempo siquiera para quitarse la bata.

Mientras atravesaba el aparcamiento desierto, Lauren soñaba con un baño, un edredón y una gran almohada. Consultó su reloj; su próxima guardia empezaba dentro de dieciséis horas. Habría necesitado dormir el doble para resistir hasta el fin de semana.

Tomó asiento detrás del volante y se abrochó el cinturón.

El coche se alejó por Potrero Avenue y giró en la calle Veintitrés.

Le gustaba conducir por San Francisco en plena noche, cuando la ciudad en calma era toda para ella. El asfalto desfilaba bajo las ruedas del cabriolé. Encendió la radio y metió la tercera. El Triumph avanzaba bajo la bóveda estrellada de un magnífico cielo estival.

El Ayuntamiento estaba reparando unas tuberías en el cruce de McAllister Street y la circulación estaba cortada. El jefe de obra se inclinó hacia la puerta del Triumph; a su equipo le faltaban sólo unos minutos. La calle era de sentido único y Lauren pensó en dar marcha atrás, pero renunció ante la presencia de un coche de policía que estaba señalizando la zona donde trabajaban los obreros.

Vio la silueta del Mission San Pedro Hospital reflejada en el retrovisor, ya que el edificio estaba a dos bloques de casas a su espalda.

El conductor cerró la lona del camión municipal antes de subir a la cabina. En uno de los lados del vehículo, un anuncio sobre prevención en carretera ponía en guardia al ciudadano: «Basta un segundo de negligencia…».

El policía le hizo una seña a Lauren indicándole que ya podía pasar y se coló entre las máquinas de la obra, que estaban abandonando el centro de la calzada para reagruparse junto a la acera. Pero en el semáforo, la joven cambió de dirección. De pronto, recordó que jamás había conocido a un estudiante más pagado de sí mismo que Brisson.

Apoyado en el cristal que daba al aparcamiento, Paul reflexionaba. Una ambulancia con las siglas del centro hospitalario y las luces apagadas se detuvo en una plaza reservada a los vehículos de emergencia. El conductor bajó, cerró la puerta con llave y entró en el vestíbulo del hospital. Después de saludar a la enfermera de guardia, colgó su llavero de un pequeño clavo fijado en la pared de la garita. Cybile le entregó la llave de una sala de exploración, él le dio las gracias y fue a acostarse a una de las cabinas desocupadas.

Paul estaba mirando la ambulancia al otro lado de la cristalera cuando un Triumph verde fue a aparcar a su lado.

Reconoció de inmediato a la joven que, con paso decidido, se dirigía hacia las puertas de Urgencias. La vio dar media vuelta, quitarse la bata y arrojarla dentro del maletero del coche. Instantes después, entraba en el vestíbulo. Paul fue a su encuentro.

– La doctora Kline, supongo…

– ¿Es usted quien me ha llamado?

– Sí, ¿cómo lo sabe?

– No hay nadie más en el vestíbulo. Y usted, ¿cómo ha sabido quién era yo?

Incómodo, Paul clavó la mirada en la punta de sus zapatos.

– Llevo dos horas rogando a todos los dioses de la tierra que alguien venga en mi ayuda, y usted es el primer Mesías que se ha presentado… He visto cómo se quitaba la bata en el aparcamiento.

– ¿Está Brisson por aquí? -quiso saber Lauren.

– No anda muy lejos, está arriba.

– ¿Y su amigo?

Paul señaló la primera cabina detrás de la garita de la enfermera.

– ¡Vamos allá! -dijo Lauren, arrastrándole.

Pero Paul vaciló. En su altercado con Brisson le había prohibido franquear la línea amarilla a la entrada del pasillo, bajo pena de hacer que le expulsara la policía. Se preguntaba si, en caso de infracción, Cybile ejecutaría la sentencia. Lauren suspiró; aquella actitud de pequeño sargento encajaba muy bien con el interno al que había conocido en el cuarto curso de la facultad. Invitó a Paul a no complicar más la situación; iría a su encuentro ella sola y se presentaría como la novia del paciente.

– Me dejarán pasar -lo tranquilizó.

– Al menos será mejor que procure llamarle por su nombre; lo de «paciente» podría despertar sospechas.

Paul temía que Brisson no se tragara sus argucias.

– Hace muchos años que no nos hemos visto, y teniendo en cuenta el tiempo que pasa contemplándose a sí mismo, dudo que reconociera el rostro de su propia madre.

Laureen fue a presentarse a la garita de Cybile. La enfermera de guardia dejó su libro y salió de su jaula de cristal.

La zona que estaba a sus espaldas sólo era accesible para el personal médico. Pero en veinte años de carrera había adquirido un olfato infalible: que la joven a la que estaba acompañando al box fuese o no la novia del paciente, poco importaba. Ante todo, era una médica. Brisson no podría reprocharle nada.

Lauren entró en la habitación donde estaba descansando Arthur. Estudió los movimientos de la caja torácica. La respiración era lenta y regular, y el color de la piel, normal.

Con el pretexto de cogerle la mano a su novio, Lauren le comprobó el pulso. El corazón latía más lento que en el examen anterior. Si lograba sacarlo de aquel atolladero, le practicaría un electrocardiograma de control, de buen grado o a la fuerza.

Se acercó al panel luminoso donde estaban colgadas las radiografías del cráneo. Le preguntó a Cybile si eran «las fotos» del cerebro de su prometido las que estaban expuestas en la pared.

Cybile la miró, dubitativa, y levantó los ojos al cielo.

– Voy a dejarla con su «prometido»; supongo que necesitarán intimidad.

Lauren le dio las gracias de todo corazón.

En el umbral de la puerta, la enfermera se dio la vuelta y miró a Lauren de nuevo.

– Puede estudiar las placas más cerca, doctora; lo único que le aconsejo es que termine su examen antes de que Brisson vuelva. No quiero tener problemas. Dicho esto, espero que sea usted mejor médica que comediante.

Lauren oyó sus pasos alejándose por el pasillo. Se acercó a la pantalla para estudiar las radios atentamente. Brisson era aún más inútil de lo que había imaginado. Un buen interno habría sospechado un derrame hemorrágico en la parte posterior del cerebro. El hombre que yacía en la cama debía ser operado lo antes posible; incluso dudaba que el cerebro no se hubiese afectado por el tiempo perdido. Para confirmar su diagnóstico, había que practicarle un escáner con la mayor urgencia.