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Los teléfonos de las otras habitaciones sonaban, pero no les costó ignorarlos.

—Bien —dijo Don—. ¿Cómo se llamaba? ¿Lenore? ¿Ha dicho algo sobre el contenido del mensaje?

Sarah negó con la cabeza.

—No. Sólo que era decididamente de Sigma Draconis, y que parece que empieza, al menos, con el mismo conjunto de símbolos empleados la última vez.

—¿No te mueres por saber qué dice la respuesta? —preguntó Ángela.

Sarah extendió los brazos de un modo que decía «ayudadme a levantarme». Carl dio un paso al frente y lo hizo, ayudándola suavemente a ponerse en pie.

—Pues claro que me gustaría saberlo —dijo—. Pero todavía está llegando. —Miró a su nuera—. Así que vamos a preparar la cena.

Los hijos y nietos se marcharon a eso de las nueve. Carl, Ángela y Emily habían hecho limpieza después de la cena, así que Don y Sarah simplemente se sentaron en el sofá del salón disfrutando de la recuperada calma. En un momento determinado, Emily se había dedicado a desconectar la función de llamada de todos los teléfonos, y todavía estaban apagados. Pero la pantalla digital del contestador automático seguía cambiando cada pocos minutos. Don recordó otro viejo chiste, éste de sus años de adolescente, sobre un individuo al que le gustaba seguir a Elizabeth Taylor a los McDonald's para ver cambiar las cifras. Esas cifras habían estado en «cerca de noventa y nueve mil millones de raciones servidas» durante décadas, pero él recordaba la conmoción cuando por fin fueron sustituidas por «un billón servido».

A veces era mejor dejar de contar, pensó, sobre todo cuando cuentas hacia atrás en vez de hacia delante. Ambos habían llegado a los ochenta y siete años y llevaban sesenta juntos. Pero sin duda no estarían juntos para un septuagésimo aniversario; no era sólo cuestión de buenos deseos. De hecho…

De hecho, le sorprendía que hubieran vivido tanto, aunque tal vez hubieran estado aferrándose, esforzándose por llegar a las bodas de diamante. Toda su vida había leído sobre gente que se moría días después de cumplir ochenta, noventa o cien años. Se habían aferrado a la vida, literalmente a fuerza de voluntad, hasta el gran día, y luego se dejaban ir.

Don había cumplido ochenta y siete años hacía tres meses y Sarah lo había hecho cinco meses antes. No era esa fecha la que habían estado esperando. Pero ¡un sexagésimo aniversario de boda! ¡Qué raro era!

A él le hubiera gustado pasar el brazo por encima de los hombros de Sarah y permanecer sentado a su lado en el sofá, pero le dolía girar tanto el hombro y…

Y entonces se le ocurrió. Tal vez ella no hubiera estado aferrándose a su aniversario. Tal vez lo que la había mantenido con vida todo ese tiempo había sido esperar a ver qué respuesta enviaban los draconianos. Don deseó que el contacto se hubiera establecido con una estrella situada a treinta o cuarenta años luz de distancia, en vez de sólo a diecinueve. Quería que ella siguiera aguantando. No sabía qué haría si Sarah se dejaba ir y…

Y había leído esa noticia también, docenas de veces a lo largo de los años: el marido muere sólo días después que su esposa; la esposa finalmente parece renunciar y fallece poco después que su marido.

Don sabía que un día como aquél requería algún comentario, pero cuando abrió la boca lo que le salió fueron sólo dos palabras que, supuso, lo resumían todo:

—Sesenta años.

Ella asintió.

—Mucho tiempo.

El permaneció en silencio un buen rato antes de decir:

—Gracias.

Ella giró la cabeza para mirarlo.

—¿Por qué?

—Por… —Don enarcó una ceja y alzó un poco los hombros mientras buscaba una respuesta. Y luego, finalmente, dijo en voz muy baja—: Por todo.

Junto a ellos, en la mesita del sofá, el contador del contestador automático registró otra llamada.

—Me preguntó qué dirá la respuesta de los alienígenas —comentó Don—. Espero que no sea sólo una de esas malditas respuestas automáticas. «Lo siento, pero estaré fuera del planeta durante el próximo millón de años.»

Sarah se echó a reír y Don continuó con la broma.

—«Si necesitan ayuda, por favor contacten inmediatamente con mi ayudante Zagdorf en…»

—Eres un hombre extraordinariamente tonto —dijo ella, dándole una palmadita en el dorso de la mano.

Aunque sólo tenían teléfonos de voz, Sarah y Don disponían de un contestador automático moderno.

—Se han recibido cuarenta y ocho llamadas desde la última vez que revisó sus mensajes —dijo la suave voz masculina del aparato a la mañana siguiente, cuando estaban sentados en el comedor—. Treinta y nueve han dejado mensaje. Los treinta y nueve son para Sarah. Treinta y uno son de medios de comunicación. En vez de pasarlos por el orden recibido, sugiero que me dejen ordenarlos por cantidad de audiencia, empezando por las cadenas de televisión, la CNN…

—Y ¿las llamadas que no eran de periodistas? —preguntó Sarah.

—La primera era de su peluquera. La segunda del instituto SETI. La tercera es del Departamento de Astronomía y Astrofísica de la Universidad de Toronto. La cuarta…

—Reproduce la de la universidad.

Se escuchó una temblorosa voz femenina.

—Buenos días, profesora Halifax. Soy Lenore otra vez… ya sabe, Lenore Darby. Lamento telefonearle tan temprano, pero me ha parecido que alguien debía hacerlo. Todo el mundo está trabajando para interpretar el mensaje a medida que llega… aquí, a Mountain View, en el Alien, en todas partes… y, bueno, no va a creérselo, profesora Halifax, pero creemos que el mensaje está… —bajó la voz un poco, como si le diera vergüenza continuar—, cifrado. No sólo codificado para la transmisión, sino cifrado… ya sabe, revuelto de modo que no puede leerse sin una clave.

Sarah miró a Don, asombrada. Lenore continuó:

—Sé que no tiene ningún sentido que nos envíen un mensaje cifrado, pero parece que eso han hecho los draconianos. El principio del mensaje es matemático, redactado con ese conjunto de símbolos que usaron la otra vez, y los expertos informáticos dicen que es un algoritmo de cifrado. El resto del mensaje es un completo galimatías, presumiblemente porque en efecto ha sido cifrado. ¿Lo entiende? Nos han dicho cómo está cifrado el mensaje y nos han dado el algoritmo para descifrarlo, pero no nos han dado la clave para aplicarla al algoritmo. Es la locura más grande que…

—Pausa —dijo Sarah—. ¿Cuánto dura el mensaje?

—Otros dos minutos y dieciséis segundos —respondió la máquina. Luego añadió—: Es bastante charlatana.

Sarah sacudió la cabeza y miró a Don.

—¡Cifrado! —exclamó—. Esto no tiene ningún sentido. ¿Por qué motivo, en nombre de Dios, nos enviarían los alienígenas un mensaje que no podemos leer?

3

Sarah recordaba con cariño Seinfeld, aunque, lamentablemente, no había envejecido bien. A pesar de todo, uno de los monólogos de Jerry seguía siendo tan cierto hoy como lo había sido medio siglo antes. Cuando se trata de televisión, la mayoría de los hombres son cazadores que pasan de canal en canal, siempre al acecho de algo mejor, mientras que las mujeres son cuidadoras, contentas de quedarse en un solo programa. Pero aquel día Sarah se encontró cambiando de canal constantemente; el enigma del mensaje cifrado de Sigma Draconis aparecía en todas las televisiones y en la red. Vio reportajes de recaudadores de apuestas que pagaban a los ganadores que habían acertado el día en que se recibiría la respuesta, a fundamentalistas asegurando que la nueva señal era una tentación de Satán y a chiflados que declaraban haber descifrado ya la transmisión secreta.

Naturalmente, a ella le encantaba que hubiera habido una respuesta, pero mientras continuaba pasando canales en el gigantesco monitor de la repisa de la chimenea, reflexionó acerca de que también estaba decepcionada porque en todos los años transcurridos desde la detección del primer mensaje, no se había hallado ninguna otra fuente de radio alienígena. Como ella había dicho una vez en una entrevista muy similar a las que estaba buscando en aquel momento, era cierto que no estaban solos… pero seguían bastante aislados.