Pero si seguían adelante con lo que pedían los draconianos, los alienígenas pasarían de ser meras abstracciones a estar allí, en carne y hueso. Cierto, los que nacieran en la Tierra no sabrían nada de primera mano de su mundo original, pero sin duda estarían relacionados con él.
Don cerró el datacom, se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta y echó a andar de nuevo. Tal vez porque había estado pensando antes en primeros ministros, se le ocurrió que Pierre Trudeau ocupaba el cargo cuando él estaba en el instituto. Conocía muchos momentos sonados de Trudeau: su respuesta, «fíjense en mí», cuando le preguntaron hasta dónde llegaría para someter a los terroristas en la crisis de octubre de 1970; el corte de mangas a sus detractores desde su coche, en la Columbia Británica; el hecho de despenalizar la homosexualidad y decirle al país que «el Estado no tiene nada que hacer en los dormitorios de la nación». Pero lo que más había llamado siempre la atención era el famoso paseo de Trudeau por la nieve, solo, para reflexionar, sopesando su propio futuro contra el de la nación. El gran hombre decidió renunciar a la política esa noche y renunciar a su acta de diputado.
Trudeau era veinticuatro años más joven que él, pero estaba agotado, exhausto. Él sin embargo tenía energía de sobra, más años por delante de los que realmente podía imaginar; aquellos años futuros eran también una abstracción, como los alienígenas de Sigma Draconis. Sí, uno a uno los años se irían haciendo concretos, pero de momento tampoco ellos parecían del todo reales.
Salió del campo, dejó atrás la mole oscura del colegio y continuó su paseo. Alguien se le acercaba y sintió una pequeña descarga de adrenalina: el miedo de un viejo a las posibles consecuencias de un encuentro nocturno. Pero, a medida que la otra persona se hacía visible, vio que era un hombre calvo de mediana edad que parecía bastante aprensivo: para él lo aterrador era toparse con un hombre de veintitantos años. Sarah tenía razón: todo era relativo.
Don sabía que ella lo hubiese hecho en un abrir y cerrar de ojos, de haber podido: comprometerse a ayudar a crear y a criar a los niños dracos. Y Don también sabía que no hubiese tenido todo aquel tiempo por delante de no haber sido por ella. Así que tal vez le debía aquello a su esposa, y a McGavin también, porque después de todo era quien lo había hecho posible.
Continuó su camino y no tardó en llegar al pequeño supermercado. Era un 7-Eleven. Uno de tantos, todos de la misma cadena. Don era lo bastante mayor para recordar que abrían sólo desde las siete de la mañana hasta las once de la noche, en vez de las veinticuatro horas del día. Indudablemente, si hubiese tenido que empezar de nuevo con el negocio, la dirección de la cadena habría elegido un nombre menos restrictivo. Pero si una compañía gigantesca no había sido capaz de prever lo que le deparaba el futuro, que el tiempo que tenía que cubrir aumentaría enormemente, ¿cómo podía hacerlo él? Pero habían cambiado, se habían adaptado a pesar de todo. Y, mientras cruzaba las puertas de cristal, pasando de la oscuridad a la luz, pensó que tal vez él pudiera hacerlo también.
40
Cuando Don regresó a casa, Sarah estaba en el cuarto de baño preparándose para acostarse. Se reunió con ella allí y la abrazó suavemente por detrás mientras ella estaba delante del lavabo.
—Hola —le dijo.
—Muy bien —respondió él—. Lo haré.
—¿Hacer qué?
—Cuidaré de los niños dracos.
Don la abrazaba de manera lo suficientemente laxa para que ella pudiera darse la vuelta torpemente para mirarlo.
—¿De verdad?
—¿Por qué no?
—No puedes hacerlo por obligación, lo sabes. ¿Seguro que quieres?
—¿Cómo puedo estar seguro de nada? Voy a vivir tal vez hasta los ciento sesenta años. Eso es terra incógnita para toda la raza humana. Sé tanto sobre lo que será como… como lo que sé de lo que es ser un murciélago. Pero tengo que hacer algo y, como me ha dicho tu nieto esta noche, debería ser algo importante.
—¿Percy ha dicho eso?
Don asintió, y Sarah se quedó impresionada.
—De todas formas, tienes que quererlo —dijo ella—. Todo niño tiene derecho a ser querido.
—Lo sé. Y quiero hacerlo.
—¿Sí?
El sonrió.
—Seguro. Además, por fin no tendré que preocuparme de que los niños acaben teniendo mi nariz.
Don sospechaba que a sus vecinos ya no podía sorprenderles nada de lo que sucediera en su casa, pero se preguntó si alguno había visto el coche de alquiler de aspecto caro que aparcaba en el camino de acceso. Si así era, tal vez había centrado la pantalla en Cody McGavin apeándose y explorado su rostro para identificarlo. Era sin duda el hombre más rico que jamás había puesto el pie en la calle Betty Ann.
Don abrió la puerta principal y vio por la pantalla que McGavin caminaba hacia él, dividido en píxeles por la tela metálica de la puerta.
—Hola, Don —dijo McGavin, con su acento de Boston—. Me alegro de volver a verle.
—Hola —respondió Don, abriendo del todo la puerta—. ¿No quiere pasar?
Tomó el grueso abrigo de McGavin y vio cómo se quitaba sus caros zapatos, y luego lo acompañó escaleras arriba hasta el salón.
Sarah estaba sentada en el sofá. Don vio pasar por el rostro de McGavin un gesto fugaz, como si le sorprendiera cuánto había envejecido ella desde la última vez que la había visto.
—Hola, Sarah —dijo.
—Hola, señor McGavin.
Gunter salió de la cocina.
—Ah —dijo McGavin—. Veo que recibieron el Mozo que les envié.
Sarah asintió.
—Lo llamamos Gunter.
McGavin alzó las cejas.
—¿Como el robot de Perdidos en el espacio?
Don se sorprendió.
—Así es.
—Gunter —dijo Sarah, con su voz temblorosa de costumbre—, me gustaría que conocieras a Cody McGavin. Dirige la compañía que te fabricó.
Don se sentó junto a Sarah y observó con interés: la creación conociendo al creador.
—Hola, señor McGavin —dijo Gunter, tendiendo una mano azul mecánica—. Es un verdadero placer conocerle.
—Lo mismo digo —respondió McGavin, estrechándosela—. Espero que hayas estado trabajando mucho para ayudar a la doctora Halifax.
—Ha sido un enviado del cielo —dijo Sarah—. ¿Verdad, Gunter?
—Lo he intentado —le dijo el Mozo a McGavin—. Estaba con ella cuando hizo el descubrimiento. Estoy muy orgulloso.
—¡Ése es mi chico! —exclamó McGavin. Se volvió hacia los Halifax—. Máquinas maravillosas, ¿verdad?
—Oh, sí —respondió Sarah—. Por favor, tome asiento.
McGavin se acercó al sillón reclinable.
—Tienen una casa muy bonita —dijo, mientras se sentaba.
Don pensó en ello. McGavin era conocido por su filantropía. Él había visto fotos suyas visitando chozas del Tercer Mundo, y se sintió humillado de que su casa se pareciera más a una de ellas que a la famosa mansión de McGavin en Cambridge. Las paredes tenían desconchones, la escayola estaba descascarillada, la alfombra raída y manchada. El sofá, con sus bultos y sus arrugas, tal vez hubiera estado de moda a finales del siglo anterior, pero ahora parecía tremendamente anticuado y la tapicería de color vino brillaba en un montón de sitios.