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—Hola —dijo, en voz baja.

Sarah ladeó levemente la cabeza y dejó escapar un suspiro que pretendía ser la misma palabra como respuesta.

Guardaron silencio un rato. Luego, en voz muy baja, Sarah comentó:

—Lo hicimos bien, ¿verdad?

—Pues claro —respondió él—. Dos hijos magníficos. Has sido una madre maravillosa. —Le apretó la mano un poco más fuerte; parecía muy frágil y tenía cardenales en el dorso por las agujas que le habían insertado aquel mismo día—. Y has sido una esposa maravillosa.

Ella sonrió un poco, probablemente todo lo que le permitía su precario estado.

—Y tú has sido un mara…

Él la interrumpió, incapaz de soportar las palabras.

—Sesenta años. —Eso fue lo que le salió a Don, pero luego se dio cuenta de que también él hablaba de su matrimonio.

—Cuando yo… —Sarah hizo una pausa, dudando en decir o no «cuando yo esté muerta». Optó por no hacerlo—. Cuando yo ya no esté, no quiero que te entristezcas demasiado.

—Yo… no creo que pueda evitarlo —dijo él en voz baja.

Ella asintió de manera casi imperceptible.

—Pero tienes lo que nadie ha tenido jamás. —Lo dijo sin remordimiento, sin amargura—. Estuviste casado durante seis décadas, pero aún tienes más tiempo por delante para superar… para superar la pérdida de tu esposa. Hasta ahora, nadie que hubiera estado casado tanto tiempo ha disfrutado jamás de ese lujo.

—Las décadas no serán suficientes —dijo él, la voz quebrada—. Ni los siglos bastarían.

—Lo sé —dijo Sarah, y giró la muñeca para poder apretarle la mano; la mujer moribunda consolando al hombre vivo—. Pero hemos tenido suerte de poder estar tanto tiempo juntos. Bill no pudo estar tanto tiempo con Palm.

Don nunca había creído en aquellas tonterías, pero sintió la presencia de su hermano, un fantasma que flotaba ya en su habitación, quizá preparado para guiar a Sarah en su viaje.

Sarah volvió a hablar, aunque resultaba evidente que le costaba un gran esfuerzo.

—Tuvimos más suerte que la mayoría.

Él reflexionó un momento. Tal vez ella tuviera razón. A pesar de todo, tal vez la tuviera. ¿Qué había pensado, el día de su sexagésimo aniversario de boda, mientras esperaba a que llegaran los chicos? «Ha sido una buena vida…», y desde entonces no había sucedido nada que cambiara eso.

Ella permaneció callada, mirándolo. Por fin, sacudió ligeramente la cabeza.

—Te pareces mucho a cuando nos conocimos por primera vez, hace tantos años.

Él ladeó la cabeza, rechazando la idea.

—Entonces estaba gordo.

—Pero tú… —Sarah buscó una palabra, la encontró—: Tu intensidad es la misma. Es la misma y…

Dio un respingo. Al parecer un aguijonazo de dolor había sido lo bastante agudo para abrirse paso a través de los medicamentos que le había suministrado Bonhoff.

—¡Sarah!

—Estoy… —Calló antes de decir la mentira de que se encontraba bien—. Sé que ha sido difícil para ti este último año. —Hizo una pausa, como agotada de hablar, y Don no tenía nada para llenar el vacío, así que simplemente esperó hasta que ella recuperó fuerzas para continuar—. Sé que… posiblemente no querías estar con una mujer tan vieja, siendo tan joven.

Don sentía el estómago tan apretado como el puño de un boxeador.

—Lo siento —dijo, casi en un susurro.

No supo si ella lo había oído o no. Pero consiguió dedicarle una sonrisita.

—Piensa en mí de vez en cuando. Yo no… —Carraspeó, pero él lo interpretó como tristeza, no como un empeoramiento—. No quiero que la única persona que piense en mí dentro de 18,8 años sea mi amigo por correspondencia de Sigma Draconis.

—Te lo prometo —dijo él—. Estaré pensando en ti constantemente. Estaré pensando en ti eternamente.

Ella sonrió de nuevo.

—Nadie podría hacer eso —dijo con un hilo de voz—, pero de toda la gente que conozco en el mundo, tú eres la que más podría acercarse.

Dicho esto, su mano quedó flácida en la suya.

Don la soltó y la sacudió levemente.

—¡Sarah!

Pero no hubo respuesta.

42

Por la mañana, Don y Emily, que había llegado a medianoche y dormido en su antigua habitación mientras su padre lo hacía en el sofá, empezaron a hacer las llamadas telefónicas de rigor a familiares y amigos. Don también se encargó de avisar a Cody McGavin. La señorita Hashimoto le pasó la llamada de inmediato, en cuanto le dijo el motivo.

—Hola, Don —dijo McGavin—. ¿Qué ocurre?

Don lo dijo sencilla, directamente:

—Sarah falleció anoche.

—Oh, Dios… Oh, Don, lo siento.

—El funeral será dentro de tres días, aquí, en Toronto.

—Déjeme… no, maldición. Tengo que estar en Borneo. Lo siento muchísimo.

—No importa —dijo Don.

—Yo, bueno, detesto mencionarlo —dijo McGavin—, pero… tiene usted la clave de descifrado, ¿verdad?

—Sí —repuso Don.

—Bien. Tal vez debería darme una copia. Ya sabe, por seguridad.

—Está segura —dijo Don—. No se preocupe.

—Es que…

—Tengo que hacer más llamadas, pero he supuesto que querría saberlo —le dijo.

—Se lo agradezco infinito, Don. Y, una vez más, mis condolencias.

Cuando llegó la llamada de Robótica McGavin diciendo que era la hora de la revisión de mantenimiento de su Mozo, Don resistió las ganas de rechazarla.

—Bien —dijo—. ¿A qué hora estarán aquí?

—Cuando usted quiera —respondió la voz masculina.

—¿No hay que solicitar estas cosas con semanas de antelación?

La persona que había al otro lado de la línea se echó a reír.

—No los clientes prioritarios del señor McGavin.

La furgoneta azul oscuro apareció puntualmente a las once de la mañana, tal como había pedido Don. Un pulcro hombrecito de unos cuarenta y cinco años llegó a la puerta cargado con un pequeño maletín de aluminio.

—¿Señor Halifax?

—Así es.

—Me llamo Albert. Lamento molestarle. Nos gusta revisar las cosas periódicamente. Comprenda; es mejor cortar los problemas en su inicio que dejar que se produzca un fallo importante del sistema.

—Claro —dijo Don—. Pase.

—¿Dónde está su Mozo? —preguntó Albert.

—Arriba, creo. —Don lo acompañó hasta el salón y luego dijo en voz alta—: ¡Gunter!

Normalmente, Gunter aparecía en un periquete: Jeeves con esteroides. Pero en aquella ocasión no lo hizo, así que Don tuvo que gritar su nombre.

—¡Gunter! ¡Gunter!

Como siguió sin haber respuesta, Don miró al robotista, un poco avergonzado, como si su propio hijo se estuviera portando mal delante de los invitados.

—Lo siento.

—¿No estará fuera? —preguntó Albert.

—Tal vez. Pero sabía que iba a venir usted…

Don subió las escaleras, seguido de Albert. Miraron en el estudio, en el dormitorio, en el cuarto de baño, en el de aseo y en el antiguo cuarto de Emily. Pero no había ni rastro de Gunter. Bajaron las escaleras y miraron en la cocina y el salón. Nada. Luego fueron al sótano y…

—¡Oh, Dios! —dijo Don, corriendo hacia el robot caído. Gunter yacía boca abajo en el suelo.

El robotista corrió también y se arrodilló.

—Está apagado —dijo.

—Nunca lo apagamos —comentó Don—. ¿Puede haberle fallado la batería?

—¿Después de menos de un año? —dijo Albert, como si Don hubiera sugerido un absurdo—. No es probable.

El robotista le dio la vuelta a Gunter.

—Mierda —dijo. Había un pequeño panel abierto en el centro del pecho de Gunter. Albert se sacó una linternita del bolsillo de la camisa y lo iluminó con ella—. Maldita sea, maldita…