—¿Qué ocurre? —preguntó Don—. ¿Qué pasa? —Se asomó a la abertura—. ¿Para qué son esos controles?
—Son los registradores mnemónicos maestros —respondió Albert. Metió la mano bajo el panel abierto hasta el interruptor de encendido y apagado oculto de Gunter, situado justo donde hubiera estado el ombligo, y lo empujó con fuerza.
—Hola —dijo la voz familiar, mientras el trazo de la boca se retorcía y cobraba vida—. ¿Habla usted inglés? Hola. ¿Habla español? Bonjour. Parlez-vous franqais? Konichi-wa. Nibongo-o hanashi-masu-ka?
—¿Qué es esto? —dijo Don—. ¿Qué está pasando?
—Inglés —le dijo Albert al robot.
—Hola —repitió el robot—. Ésta es la primera vez que me activan desde que salí de la fábrica, así que necesito hacerle unas cuantas preguntas, por favor. Primero, ¿de quién recibo instrucciones?
—¿De qué está hablando? —dijo Don—. ¿La primera vez? ¿Qué ocurre?
—Ha restaurado el sistema —dijo Albert, sacudiendo despacio la cabeza hacia delante y hacia atrás.
—¿Qué?
—Ha borrado su propia memoria y lo ha restaurado todo al modo por defecto, como recién salido de fábrica.
—¿Porqué?
—No lo sé. Nunca he visto a ninguno hacerlo hasta ahora.
—Gunter… —dijo Don, mirando los dos ojos redondos y vidriosos.
—¿Cuál de ustedes es Gunter? —preguntó el robot.
—No —dijo Don—. Tú eres Gunter. Ése es tu nombre.
—¿Es G-U-N-T-H-E-R? —preguntó la máquina.
Don sintió un nudo en el estómago.
—Lo hemos perdido, ¿verdad?
El hombre asintió.
—¿No hay manera de traerlo de vuelta?
—Me temo que no. Se ha borrado totalmente.
—Pero…
Y entonces Don lo comprendió. Había tardado más que el propio Gunter, pero lo comprendió. La única… la única persona que estaba con Sarah cuando había desentrañado el mensaje draco era Gunter. Aquel técnico no estaba allí para hacerle una revisión al Mozo. Había ido a sondear en la memoria de Gunter, para robar la clave de descifrado para McGavin. El multimillonario había querido controlarlo todo… y con la clave hubiese podido hacerlo y quedarse con la creación de los niños draco para sí y apartar a Don del proceso.
—Lárguese —le dijo Don al robotista.
—¿Disculpe?
Don se enfureció.
—Lárguese inmediatamente de mi casa.
—Señor Halifax, yo…
—¿Cree que no sé para qué lo han enviado aquí? Lárguese.
—Sinceramente, señor Halifax…
—¡Ahora mismo!
Albert parecía asustado; Don era físicamente veinte años más joven que él y veinte centímetros más alto. Recogió su maletín de aluminio y subió corriendo las escaleras, mientras Don ayudaba torpemente a Gunter a ponerse en pie.
Don estaba seguro de lo sucedido. Después de llamar a McGavin para comunicarle que Sarah había muerto, éste se había acordado de la última vez que había visto a Sarah. Repasándolo mentalmente, habría caído en la cuenta de que Gunter tenía que haberla visto usar la clave de descifrado y que, por tanto, probablemente sabía cuál era.
Don estaba lívido cuando le dijo a su teléfono que llamara a McGavin. Después de dos timbrazos, una voz que conocía respondió:
—Robótica McGavin. Despacho del presidente.
—Hola, señorita Hashimoto. Soy Donald Halifax. Me gustaría hablar con el señor McGavin.
—Lo siento, pero no puede ponerse ahora mismo.
Don habló con rabia controlada.
—Por favor, transmítale un mensaje. Dígale que tengo que hablar con él hoy mismo.
—No le puedo asegurar cuándo podrá devolverle la llamada el señor McGavin y…
—Usted transmítale el mensaje —dijo Don.
El teléfono de Don sonó dos horas más tarde.
—Hola, Don. La señorita Hashimoto me ha dicho que llamó…
—Si vuelve a intentar una treta como ésa, le juro que lo dejaré completamente al margen —dijo Don—. ¡Dios, creíamos que podíamos confiar en usted!
—No sé de qué me está hablando.
—Déjese de jueguecitos. Sé lo que intentaba con Gunter.
—Yo no…
—No lo niegue.
—Creo que debería calmarse, Don. Sé por lo mucho que ha pasado últimamente y…
—Claro que he pasado por mucho. Dicen que nadie muere del todo mientras lo recordamos. Pero ahora uno de aquellos que recordaban a Sarah perfectamente ya no está.
Silencio.
—¡Maldita sea, Cody! No podemos hacer esto si no confiamos en usted.
—Ese robot es mío —dijo McGavin—. Es un préstamo de mi compañía… así que todo lo que hay en su memoria es de mi propiedad.
—Ya no hay nada en su memoria —replicó Don.
—Yo… lo sé —dijo McGavin—. Lo siento. Si hubiera pensado por un momento que él… —Silencio durante un rato, y luego—: Ningún robot había hecho una cosa así.
—Podría usted aprender una lección de él —contestó Don bruscamente—. Una lección de lealtad.
McGavin se envaró; sin duda casi nunca le hablaban así.
—Bueno, puesto que le prestamos el Mozo a Sarah, para ayudarla, tal vez yo debería…
Don sintió que el pulso se le aceleraba.
—No, por favor… no se lo lleve. Yo…
McGavin todavía parecía furioso.
—¿Qué?
Don se encogió de hombros, aunque era imposible que McGavin pudiera verlo.
—Es de la familia.
Una larga pausa, luego, una audible toma de aire.
—De acuerdo —dijo McGavin—. Si eso arregla las cosas entre nosotros, puede quedárselo.
Silencio.
—¿Estamos de acuerdo, Don?
Él seguía furioso. Si realmente hubiera tenido veintiséis años, podría haber seguido peleando. Pero no los tenía; sabía cuándo debía dar marcha atrás.
—Sí.
—Muy bien. —McGavin recuperó lentamente la calma—. Porque estamos haciendo buenos progresos con el vientre artificial, pero, Dios, es difícil. Hay que fabricar cada componente desde cero, y aplicando tecnologías que mis ingenieros desconocen por completo…
Don contempló el salón. En la repisa de la chimenea había docenas de tarjetas de pésame, cada una diligentemente impresa y dobladas por Gunter. Don lamentó la desaparición del correo en papel, pero suponía que enviar cadenas de datos que podían ser reconstruidos por el receptor era adecuado dadas las circunstancias.
Una de las tarjetas de pésame estaba sujeta por el trofeo que la UAI le había concedido a Sarah. Otra apoyada contra la foto de su boda, de manera que le tapaba a él. Se acercó a la repisa, retiró esa tarjeta y miró a Sarah y a sí mismo tal como habían sido, en su caso la primera vez que tuvo veintitantos años.
Había flores también, reales y virtuales. Un jarrón de rosas en la mesita situada entre el sofá y el sillón reclinable; una proyección de claveles rojos flotaba sobre la mesita de café. Don recordó cuánto le gustaba a Sarah plantar flores en su juventud, cómo seguía dedicándose a la jardinería a los setenta años, cómo describió una vez el Very Lar ge Array como el lecho de flores de Dios.
Mientras seguía mirando las tarjetas, advirtió por el rabillo del ojo que algo se movía. Se dio la vuelta y vio la redonda cara azul de Gunter.
—Lamento que su esposa haya muerto —dijo el robot, y su línea emoticonal se curvó hacia abajo por los extremos de un modo que podría haber sido cómico en otras circunstancias, pero que en aquel momento parecía conmovedoramente sincero.