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Sarah había apurado su vaso de agua. El robot apareció silenciosamente con otro y lo sustituyó por el vaso vacío.

McGavin miró a Don.

—La prensa lo ha interpretado todo mal desde el primer día. La mayor parte de la comunidad del SETI tampoco lo ha entendido. No se trata de que la Tierra esté hablando con el segundo planeta de la estrella Sigma Draconis. Los planetas no hablan entre sí, lo hacen las personas. Una persona concreta de Sigma Draconis II envió el mensaje y una persona concreta de este planeta (usted, doctora Sarah Halifax) descubrió lo que había preguntado y organizó la respuesta. Los demás, todos los demás de aquí y todos los de Sigma Draconis que puedan sentir curiosidad por lo que dicen, hemos estado leyendo por encima de su hombro. Tiene usted un amigo por correspondencia, doctora Halifax. Da la casualidad de que soy yo, no usted, quien paga los sellos, pero es su amigo por correspondencia.

Sarah miró a Don y luego de nuevo a McGavin. Tomó otro sorbo de agua, quizá para concederse unos cuantos segundos para pensar.

—Es una interpretación… inusitada —dijo-—. Debido al tiempo que pasa entre que se envía un mensaje y se recibe la respuesta, el SETI es algo que depende de las civilizaciones, no de los individuos.

—No, no, se equivoca—dijo McGavin—=. Mire, ¿cuáles son los fundamentos del SETI? Sin duda uno de ellos es que casi cualquier raza con la que contactemos será más avanzada que nosotros. ¿Por qué? Porque, a estas alturas, sólo hace ciento cincuenta y tres años que desarrollamos la radio, cosa que no es nada en comparación con los catorce mil millones de años de edad que tiene el Universo. Es prácticamente una certeza que cualquier civilización con la que entremos en contacto será una que llevará usando la radio mucho más tiempo que nosotros.

—Sí—dijo Sarah.

—¿Y? —añadió Don.

—Pues que los lapsos breves de vida serán algo a lo que sólo estarán sometidas las razas poco sofisticadas. ¿Cuánto tiempo creen que pasa desde que una raza desarrolla la radio hasta que decodifica el ADN o sea cual sea su material genético? ¿Cuánto tiempo hasta que desarrolla las transfusiones de sangre y los trasplantes de órganos y la clonación de tejidos? ¿Cuánto antes de que pueda curar enfermedades cardíacas u otras comparables a las que la evolución la haya sometido? ¿Cien años? ¿Doscientos? Sin duda no más de trescientos o cuatrocientos, ¿no es así? ¿No es así? —Miró a Sarah, presumiblemente esperando que asintiera. No lo hizo y, al cabo de un momento, él continuó de todas formas—. Igual que todas las razas con las que contactemos conocerán casi con certeza la radio desde hace más tiempo que nosotros, cada raza con la que contactemos habrá expandido, casi con la misma certeza, su tiempo de vida más allá del exiguo puñado de años que la naturaleza le concedió originalmente. —Abrió los brazos—. No, no es razonable: la comunicación entre dos planetas no es algo que empiece una generación y continúe la siguiente y otra recoja todavía más tarde. Incluso con los amplios marcos de tiempo impuestos por la velocidad de la luz, la comunicación interestelar sigue siendo una comunicación entre individuos. Y usted, doctora Halifax, es nuestro individuo. Ya demostró, hace todos esos años, que sabía cómo piensan. Nadie más lo consiguió.

Ella respondió en voz baja.

—Yo… me alegro de ser el, bueno, el rostro público para nuestra respuesta al mensaje actual, si lo creen necesario, pero después…

Alzó sus estrechos hombros levemente, como diciendo que el resto era obvio.

—No —dijo McGavin—. Necesitamos tenerla aquí durante mucho tiempo.

Sarah se puso nerviosa; Don lo notó, aunque McGavin no pudiera. Alzó su vaso y agitó el contenido para que los cubitos de hielo tintinearan.

—¿Qué quieren hacer? ¿Disecarme y ponerme tras un cristal?

—Dios mío, no.

—Entonces, ¿qué? —exigió saber Don.

—Rejuvenecerla —respondió McGavin.

—¿Cómo?—dijo Sarah.

—Rejuvenecerla. Vuelta atrás. La volveremos a hacer joven. Sin duda habrá oído hablar del proceso.

Don sí que lo había oído y Sarah también, seguro. Pero sólo un par de cientos de personas se habían sometido hasta el momento al tratamiento, y todas eran apestosamente ricas.

Sarah dejó el vaso sobre la mesa de granito, cerca de donde se apoyaba McGavin. Le temblaba la mano.

—Eso… eso cuesta una fortuna —dijo.

—Yo tengo una fortuna —contestó McGavin simplemente.

—Pero… pero… no sé —dijo Sarah—. Yo… quiero decir, ¿funciona?

—Míreme —dijo McGavin, abriendo de nuevo los brazos—. Tengo sesenta y dos años, según mi partida de nacimiento. Pero mis células, mis telómeros, mis niveles de radicales libres y todos los indicadores dicen que tengo veinticinco. Y, si cabe, me siento aún más joven.

Don debió de quedarse boquiabierto ante la sorpresa.

—¿Creía que me había hecho un lifting facial o algo por el estilo? —dijo McGavin, mirándolo—. La cirugía plástica es un parche de software. Es un arreglo rápido y torpe que a menudo crea más problemas de los que resuelve. Pero el rejuvenecimiento… bueno, es como reescribir un código: es un verdadero arreglo. No sólo vuelves a parecer joven; eres joven. —Sus finas cejas escalaron hacia su ancha frente—. Y eso es lo que le estoy ofreciendo. El tratamiento de rejuvenecimiento completo.

Sarah parecía aturdida y pasó un momento antes de que respondiera.

—Pero… pero esto es ridículo —dijo por fin—. Nadie sabe siquiera si funciona de verdad. Quiero decir, que es cierto que usted parece más joven, tal vez incluso se sienta más joven, pero hace muy poco que existe el tratamiento. Nadie que lo haya probado ha vivido más allá del lapso de vida natural. No hay ninguna prueba de que este proceso alargue realmente la vida.

McGavin hizo un gesto de rechazo.

—Se han hecho montones de pruebas con animales de laboratorio. Todos vuelven a ser jóvenes y luego han envejecido de manera perfectamente normal. Hay ratones e incluso prosimios que han vivido sin dificultad toda su vida ampliada. En cuanto a los humanos, bueno, a excepción de unos cuantos indicadores extraños como anillos de crecimiento en mis dientes, mis médicos me dicen que ahora tengo físicamente veinticinco años y que envejezco de manera natural a partir de ese punto. —Abrió los brazos—. Créanme, funciona. Y se lo estoy ofreciendo.

—Señor McGavin —dijo Don—, de verdad que no uro que…

—No sin Don —dijo Sarah.

—¿Qué? —dijeron McGavin y Don a la vez.

—No sin Don —repitió Sarah. Su voz tenía una firmeza que Don no oía desde hacía años—. Ni siquiera lo tomaré en consideración a menos que también le ofrezca lo mismo a mi marido.

McGavin se echó hacia delante hasta ponerse de pie. Se situó detrás de la mesa, dándoles la espalda, y contempló su creciente imperio.

—Es un tratamiento muy caro, Sarah.

—Y usted es un hombre muy rico —respondió ella.

Don contempló la espalda de McGavin, más o menos recortada contra el cielo brillante. Por fin, McGavin habló.

—Le envidio, Don.

—¿Por qué?

—Por tener una esposa que lo ama tanto. Tengo entendido que ustedes dos llevan casados más de cincuenta años.

—Sesenta —dijo Don—. Lo celebramos hace dos días.

—Yo nunca… —empezó a decir McGavin, pero volvió a guardar silencio.

Don tenía un vago recuerdo de un sonado divorcio de McGavin, años antes, y de un desagradable pleito para intentar invalidar los acuerdos prenupciales.

—Sesenta años —continuó McGavin por fin—. Cuánto tiempo…

—Yo no lo he notado —dijo Sarah.

Don oyó a McGavin inhalar y resoplar.