Mientras yo me dedicaba a mis tareas y no podía hacerle compañía, no tenía mucho con lo que entretenerse. Escuchaba música. A menudo debía conformarse con mirar por la ventana y contemplar los pájaros posados en los árboles, el cielo y las nubes, oír las voces de los niños que jugaban en la calle, los pregones de los vendedores de fruta que tiraban de sus burros al grito de «¡Cerezas! ¡Cerezas frescas!».
Cuando le anuncié la sorpresa preguntó de qué se trataba, y entonces deslicé una mano por debajo de su nuca. Le dije que primero había que ir abajo. En aquellos tiempos no me costaba cargarlo, pues era joven y ágil. Lo levanté sin esfuerzo y lo llevé hasta el salón de la planta baja, donde lo acomodé en el sofá con delicadeza.
—¿Y bien? —preguntó.
Salí al vestíbulo y regresé al salón empujando la silla de ruedas. Llevaba más de un año tratando de convencerlo para que se comprara una, a lo que él se negaba en redondo, hasta que había decidido tomar la iniciativa y se la había comprado de todos modos. En cuanto la vio, Suleimán empezó a negar con la cabeza.
—¿Es por los vecinos? —le pregunté—. ¿Te avergüenza lo que pueda decir la gente?
Me ordenó que lo llevara arriba.
—Pues a mí me importa un rábano lo que digan o piensen los vecinos —repuse—. Así que lo que haremos hoy es salir a pasear. Hace un día precioso y nos vamos a dar una vuelta, y no se hable más. Porque si no salimos de esta casa acabaré volviéndome loco, ¿y qué sería de ti si me volviera loco de verdad, eh? Y, francamente, Suleimán, deja ya de lloriquear. Pareces una vieja.
Ahora lloraba y reía al mismo tiempo, y seguía diciendo que no una y otra vez, incluso cuando lo cogí en volandas, lo senté en la silla de ruedas, lo tapé con una manta y salí con él por la puerta principal.
Llegados a este punto, debo decir que en un primer momento busqué de veras a alguien que me sustituyese. No se lo comuniqué a Suleimán, sin embargo; me pareció oportuno no darle la noticia hasta haber encontrado a la persona adecuada. Varias vinieron a interesarse por el puesto. Yo solía hablar con ellos fuera de la casa, para no levantar las sospechas de Suleimán. Pero la búsqueda se reveló mucho más compleja de lo que había previsto. Algunos candidatos eran a todas luces de la misma pasta que Zahid, y a ésos —los veía venir de lejos, pues no en vano llevaba toda una vida tratando con los de su calaña— los despachaba sin contemplaciones. Otros no daban la talla en la cocina —como he mencionado ya, Suleimán era bastante quisquilloso con la comida—, o bien no sabían conducir. Muchos de ellos tampoco sabían leer, lo que suponía un grave impedimento, pues Suleimán se había acostumbrado a que le leyera todos los días al caer la tarde. Algunos me parecían impacientes, otro reparo importante en lo que respectaba al cuidado de Suleimán, que podía resultar exasperante y, a ratos, se mostraba caprichoso como un niño. De otros, la intuición me decía que carecían del temperamento necesario para asumir aquella ardua tarea.
Así que, tres años después, seguía en la casa, tratando de convencerme de que me iría en cuanto me hubiese asegurado de que el destino de Suleimán quedaba en buenas manos. Tres años después aún era yo quien le lavaba el cuerpo con un paño humedecido día sí, día no, quien le cortaba el pelo, lo afeitaba o le cortaba las uñas. Era yo quien le daba de comer y lo ayudaba a colocarse la cuña y lo limpiaba del mismo modo que se limpia a un bebé, y lavaba los pañales sucios que le ponía con imperdibles. En ese tiempo, fuimos desarrollando un lenguaje tácito basado en la familiaridad y la rutina e, inevitablemente, nuestra relación se fue tiñendo de una informalidad impensable en otros tiempos.
Así pues, en cuanto logré que aceptara la silla de ruedas, retomamos el antiguo ritual de los paseos matutinos. Yo lo sacaba de la casa y empujaba la silla calle abajo, y por el camino saludábamos a los vecinos con los que nos íbamos cruzando. Uno de ellos era el señor Bashiri, un joven recién licenciado en la Universidad de Kabul que trabajaba para el Ministerio de Asuntos Exteriores. Junto con su hermano y las esposas de ambos se habían instalado en una gran vivienda de dos plantas tres números más allá, en la acera de enfrente. A veces nos lo encontrábamos mientras arrancaba el motor del coche por la mañana, antes de irse a trabajar, y siempre me detenía a saludarlo. A menudo llevaba a Suleimán hasta el parque de Shar-e-Nau, donde nos sentábamos a la sombra de los olmos y contemplábamos el ajetreo del tráfico: los taxistas aporreando el claxon, los timbres de las bicicletas, los rebuznos de los burros, los peatones que se cruzaban con temeridad suicida delante de los autobuses. Suleimán y yo nos convertimos en una presencia habitual en las calles del barrio, en el parque, y a menudo nos parábamos a intercambiar algún comentario cordial con revisteros y carniceros, o unas palabras amables con el joven policía que dirigía el tráfico. También dábamos conversación a los taxistas, apoyados en el coche a la espera de clientes.
A veces lo acomodaba en el asiento de atrás del Chevrolet, metía la silla de ruedas en el maletero y nos íbamos en el viejo coche hasta Paghman, donde siempre encontraba un apacible prado verde y un riachuelo que fluía, alegre y cantarín, a la sombra de los árboles. Después del almuerzo, Suleimán probaba suerte con los lápices, pero era una lucha, pues el infarto había afectado su mano hábil, la diestra. Aun así, valiéndose de la izquierda era capaz de recrear árboles, colinas y campos de flores silvestres con más talento del que yo tendría jamás pese a conservar intactas mis facultades. Cuando se cansaba, se quedaba dormido y dejaba caer el lápiz. Entonces yo le cubría las piernas con una manta y me tumbaba en la hierba junto a la silla de ruedas. Oía la brisa meciendo los árboles y contemplaba el cielo, los jirones de nubes que planeaban en lo alto.
Antes o después, mis pensamientos me llevaban hasta Nila, de la que ahora me separaba todo un continente. Evocaba el suave brillo de su pelo, su forma de mecer el pie, de aplastar las colillas con el tacón de la sandalia. Pensaba en la curva de su espalda, en la turgencia de sus pechos. Anhelaba estar cerca de ella, dejarme envolver por su olor, notar el palpitar de mi corazón siempre que me tocaba la mano. Había prometido escribirme, y aunque habían pasado años y seguramente ni se acordaba de mí, no puedo negar que sentía una punzada de ansiedad cada vez que llegaba el correo.
Recuerdo un día que habíamos ido hasta Paghman. Yo estaba sentado en la hierba, estudiando el tablero de ajedrez. Corría el año 1968, la madre de Suleimán había muerto meses atrás, y aquél fue también el año en que tanto el señor Bashiri como su hermano fueron padres por primera vez, de sendos varones a los que habían llamado, respectivamente, Idris y Timur. A menudo veía a los jóvenes primos en sendos cochecitos cuando sus madres los sacaban de paseo por el barrio. Ese día, Suleimán y yo habíamos empezado una partida de ajedrez que había quedado suspendida al vencerle el sueño. Yo intentaba hallar el modo de recuperarme tras su agresiva jugada inicial cuando me preguntó:
—Dime, Nabi, ¿cuántos años tienes?
—Bueno, más de cuarenta —contesté—. Eso lo sé seguro.
—He pensado que deberías casarte, antes de que pierdas tu atractivo. Ya empiezas a tener canas.