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—Ha sido en la entrada —informó Kabir, y al punto volvió a romperse un cristal.

—Espere aquí, comandante sahib. Iremos a echar un vistazo —intervino Azmaray.

—Y un cuerno —gruñó baba yan abriéndose paso—. No pienso quedarme encogido de miedo bajo mi propio techo.

Echó a andar hacia el vestíbulo seguido por Azmaray, Kabir Adel y los invitados. Por el camino, Adel vio a Kabir coger el atizador de hierro que utilizaban en invierno para avivar el fuego en la estufa. Y también vio a su madre corriendo hacia ellos pálida y cariacontecida. Cuando llegaron al vestíbulo, una piedra entró por la ventana y se estrelló contra el suelo entre añicos de cristal. La mujer pelirroja, la futura novia, se puso a dar alaridos. Fuera, alguien gritaba.

—¿Cómo demonios han burlado al guardia? —preguntó alguien detrás de Adel.

—¡Comandante sahib, no! —exclamó Kabir, pero el padre de Adel ya había abierto la puerta principal.

Fuera empezaba a oscurecer, pero estaban en verano y el cielo aún tenía un resplandor amarillo pálido. En la distancia, Adel vio luces aquí y allá; la gente de Shadbagh-e-Nau se disponía a cenar con sus familias. Las montañas en el horizonte se habían sumido en sombras, y la noche no tardaría en invadir todos los recovecos. Pero el manto de oscuridad no era aún suficiente para ocultar al anciano que vio Adel, al pie de la escalinata de entrada, con una piedra en cada mano.

—Llévatelo arriba —le dijo baba yan por encima del hombro a Aria—. ¡Ahora mismo!

La madre de Adel le rodeó los hombros y lo hizo subir las escaleras y recorrer el pasillo hasta el dormitorio principal que compartía con baba yan. Cerró la puerta con llave, corrió las cortinas y encendió el televisor. Condujo a Adel hasta la cama y se sentó a su lado. En la pantalla, dos árabes vestidos con kurtas y gorritos de punto arreglaban un enorme camión.

—¿Qué va a hacerle baba a ese hombre? —quiso saber Adel. No podía parar de temblar—. Mamá, ¿qué va a hacerle?

Alzó la vista hacia su madre y vio que una sombra le nublaba fugazmente el rostro, y de pronto supo con absoluta certeza que no iba a poder creer lo que ella iba a decirle.

—Va a hablar con él —respondió con voz temblorosa—. Va a razonar con quien sea que esté ahí fuera. Eso hace tu padre. Razona con la gente.

Adel, cabizbajo, empezó a sollozar.

—¿Qué va a hacer, mamá? ¿Qué va a hacerle a ese hombre?

Ella le repitió lo mismo una y otra vez, que no pasaría nada, que todo iría bien, que no iban a hacerle daño a nadie. Pero cuanto más lo decía, más lloraba Adel, hasta que acabó tan agotado que cayó dormido en el regazo de su madre.

«Ex comandante sale ileso de un atentado criminal.»

Adel leyó el artículo en el estudio de su padre, en el ordenador. Según el periódico, el ataque había sido «sanguinario» y el asaltante era un antiguo refugiado a quien se le sospechaban «vínculos con los talibanes». A medio artículo se citaba a su padre diciendo que había temido por la seguridad de su familia. «En especial por la de mi inocente hijito», fueron sus palabras. El artículo no revelaba el nombre del asaltante ni información sobre lo que le había ocurrido.

Adel apagó el ordenador. Se suponía que no debía utilizarlo, y además tenía prohibido entrar en el estudio de su padre. Un mes antes no se habría atrevido a hacer ninguna de las dos cosas. Volvió arrastrando los pies a su habitación, se tendió en la cama e hizo rebotar una y otra vez una vieja pelota de tenis contra la pared. Toc, toc, toc. Al poco rato, su madre asomó la cabeza y le pidió que parara, pero, aunque insistió, Adel no paró. Ella se quedó allí un momento y luego se fue.

Toc, toc, toc.

En apariencia, nada había cambiado. Un recuento por escrito de las actividades diarias de Adel habría revelado una vuelta a su ritmo habitual. Se levantaba a la hora de siempre, se lavaba, desayunaba con sus padres, recibía las clases de su profesor particular. Después comía y se pasaba la tarde tumbado viendo películas con Kabir, o entreteniéndose con videojuegos.

Pero todo era distinto. Quizá Gholam había entreabierto una puerta para él, pero era baba yan quien lo había empujado a cruzarla. En la mente del niño habían empezado a moverse engranajes antes inactivos. Le daba la sensación de haber adquirido, de la noche a la mañana, un sexto sentido que le permitía percibir cosas que antes no veía, cosas que llevaba años teniendo en las narices. Advertía, por ejemplo, que su madre tenía secretos. Cuando la miraba, prácticamente los veía reflejados en su cara. Veía los esfuerzos que hacía por ocultarle a él todo lo que sabía, todo lo que guardaba en su interior a buen recaudo, como ellos dos en aquella gran casa. Por primera vez, Adel veía la casa de su padre como una monstruosidad, una afrenta, un monumento a la injusticia, tal como, en privado, la veían los demás. En las ansias de la gente por complacer a su padre veía la intimidación y el temor sobre los que se sostenían el respeto y la deferencia. Pensaba que, de saberlo, Gholam se sentiría orgulloso de él. Por primera vez, Adel era plenamente consciente de las verdaderas fuerzas que habían gobernado siempre su vida.

Y también era consciente de los principios en conflicto que una persona alberga en su interior. Y no sólo su padre, su madre, o Kabir; también él mismo.

Ese último descubrimiento fue, en cierto sentido, el más sorprendente. La revelación de lo hecho por su padre —primero en nombre de la yihad y después de lo que él llamaba la justa recompensa del sacrificio— había tenido en él un impacto tremendo. Al menos durante unos días. Desde la noche de las pedradas en las ventanas, le dolía el estómago cada vez que su padre entraba en la habitación. Si lo encontraba hablando exaltado por el móvil o lo oía canturrear en la bañera, sentía un escalofrío y la garganta se le secaba. Si su padre le daba un beso de buenas noches, su reacción instintiva era rehuirlo. Tenía pesadillas. Soñaba que alguien recibía una paliza entre los árboles frutales de los huertos, el destello de un atizador de hierro subiendo y bajando, golpeando un cuerpo. Despertaba de esos sueños con un alarido atascado en el pecho. Lo sorprendían accesos de llanto en los momentos más inoportunos.

Y sin embargo...

Estaba ocurriendo algo más. Aquella nueva conciencia no se desvaneció y lentamente encontró compañía. Ahora era consciente de algo más, de otra parte de su ser que no desplazaba a la de antes sino que reclamaba espacio a su lado. Se sentía despertar a otra parte de sí, más problemática. La parte que, con el tiempo, aceptaría gradualmente, casi imperceptiblemente, esa nueva identidad que ahora le producía el mismo picor que un jersey de lana mojado. Adel veía que probablemente acabaría por aceptar las cosas, como había hecho su madre. Al principio se había enfadado con ella, pero ahora estaba más dispuesto a perdonarla. Quizá había aceptado porque le tenía miedo a su marido. O a cambio de la vida de lujo que llevaba. O, como Adel sospechaba, sobre todo por la misma razón por la que lo haría éclass="underline" porque debía hacerlo. ¿Qué otra opción tenía? Adel no podía huir de su vida, no más que Gholam de la suya. La gente aprendía a vivir con las cosas más inimaginables. Y eso mismo haría él. Su vida era así. Su padre era así y su madre era así. Y él era así, aunque acabase de descubrirlo.

Adel sabía que no podría volver a querer a su padre como antes, cuando dormía acurrucado entre sus fuertes brazos, feliz. Eso era inconcebible ahora. Pero aprendería a quererlo de nuevo, aunque fuera de un modo distinto, más confuso y complicado. Casi tenía la sensación de haber dado un salto gigantesco desde la infancia. No tardaría en aterrizar convertido en un adulto. Y cuando lo hiciera no habría vuelta atrás, porque ser adulto se parecía a lo que su padre había dicho una vez sobre ser un héroe de guerra. Una vez llegabas a serlo, lo eras hasta la muerte.