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Cuando hubo acabado con la limpieza, mamá se puso su único atuendo supuestamente elegante, el que llevaba cada 15 de agosto, el día de la Dormición, en la iglesia Panagía Evangelistria, cuando los peregrinos acudían a Tinos de todas partes del Mediterráneo para rezar ante el famoso icono. Hay una fotografía de mi madre con ese atuendo: el vestido largo y soso, de un tono dorado oscuro y cuello redondo, el jersey blanco encogido, las medias y los zapatos negros de tacón. Mamá parece la típica viuda severa de rostro adusto, cejas pobladas y nariz respingona, muy rígida y con actitud hoscamente piadosa, como si también fuese una peregrina. Yo también salgo en la foto, muy tieso junto a mi madre, llegándole a la cadera. Llevo pantalón corto, camisa blanca y calcetines largos también blancos. Se ve, por mi cara de pocos amigos, que me han dicho que permanezca bien derecho, que no sonría, y se nota que me han lavado la cara a conciencia y peinado el pelo con agua, contra mi voluntad y con mucho revuelo. Se advierte una corriente de resentimiento entre nosotros. Se nota en lo rígidos que estamos los dos, con los cuerpos apenas en contacto.

O quizá los demás no lo capten, pero yo sí, cada vez que veo esa fotografía; la última fue hace dos años. No puedo evitar advertir el recelo, la impaciencia, el esfuerzo. No puedo evitar ver a dos personas juntas por pura obligación genética, condenadas ya a provocar el desconcierto y la decepción de la otra, destinadas a desafiarse mutuamente.

Desde la ventana del dormitorio, vi a mamá salir hacia el puerto de Tinos, donde atracaba el ferry. Con una bufanda al cuello, caminaba como si embistiera el día azul y soleado. Era una mujer menuda, de huesos pequeños y cuerpo de niña, pero si la veías venir, más te valía apartarte de su camino. La recuerdo llevándome al colegio todas las mañanas; ahora está jubilada, pero era maestra. Cuando caminábamos, nunca me cogía de la mano. Las otras madres sí llevaban a sus hijos de la mano, pero ella no. Decía que tenía que tratarme como a cualquier otro alumno. Ella iba delante, ciñéndose el cuello del jersey, y yo trataba de seguirle el paso con la fiambrera en la mano, a veces corriendo para alcanzarla. En la clase, siempre me sentaba al fondo. Recuerdo a mi madre en la pizarra, y cómo podía dejar clavado a un alumno que se portase mal con una sola mirada furibunda, como una piedra lanzada con una honda con puntería quirúrgica. Era capaz de dejarte seco con una simple expresión sombría o un súbito silencio.

Mamá creía en la lealtad por encima de todo, aunque fuera a costa de la abnegación. Especialmente a costa de la abnegación. También creía que lo mejor era decir siempre la verdad, sin tapujos ni aspavientos, y cuanto más desagradable fuera esa verdad, antes tenías que confesarla. No tenía paciencia para la debilidad de carácter. Era, y es, una mujer que no sabe de disculpas, una mujer sumamente voluntariosa, alguien con quien no convenía pelearse, aunque la verdad es que nunca he entendido, ni siquiera ahora, si ese temperamento suyo era un don divino o si lo adoptó por pura necesidad, teniendo en cuenta que su marido murió apenas un año después de que se casaran y tuvo que criarme sola.

Volví a quedarme dormido cuando mamá se fue. Desperté sobresaltado al oír una resonante voz de mujer. Me incorporé en la cama y ahí estaba, toda pintalabios y polvos, perfume y curvas esbeltas, un anuncio de compañía aérea que me sonreía a través del fino velo de un casquete. Se había plantado en el centro de la habitación, con su vestido minifalda verde neón y una maleta de piel a sus pies, con su cabello caoba y sus largas piernas. Me sonreía con expresión radiante y hablaba con alegría y aplomo.

—¡De modo que tú eres el pequeño Markos! ¡Odie no me dijo que fueras tan guapo! Ah, y veo algo suyo en ti, en los ojos... Sí, creo que tenéis los mismos ojos, seguro que os lo han dicho ya. Qué ganas tenía de conocerte. Tu madre y yo éramos como... ah, pero seguro que Odie te lo ha contado, así que ya imaginarás lo emocionada que me siento al veros a los dos, al conocerte, Markos. ¡Markos Varvaris! Bueno, yo soy Madaline Gianakos, y debo decir que estoy encantada.

Se quitó un guante de satén que le llegaba hasta el codo, de esos que yo sólo había visto llevar a damas elegantes en las revistas cuando salían de fiesta, fumaban en la escalinata de la ópera o bajaban con ayuda de un caballero de una limusina negra, con el rostro iluminado por los flashes. Tuvo que tironear de cada dedo hasta conseguir quitárselo, y entonces se dobló levemente por la cintura y me tendió la mano.

—Encantada —dijo. Su mano suave estaba fría, a pesar del guante—. Y ésta es mi hija, Thalia. Cariño, saluda a Markos Varvaris.

La niña estaba en el umbral de la habitación, junto a mi madre, y me miraba con rostro inexpresivo; era desgarbada y paliducha, de cabello lacio. Aparte de eso, no recuerdo ningún detalle más. No sé decir de qué color era el vestido que llevaba aquel día, si es que llevaba vestido, ni qué clase de zapatos, ni si se había puesto calcetines, reloj, collar, anillo o pendientes. No sé decirlo porque, si uno estuviera en un restaurante y de pronto alguien se desnudara, se subiera de un salto a la mesa y empezara a hacer malabarismos con las cucharas de postre, no sólo se quedaría mirándolo, sino que sólo sería capaz de ver eso. La máscara que cubría la mitad inferior del rostro de aquella niña era así: eliminaba la posibilidad de mirar cualquier otra cosa.

—Thalia, saluda, cariño. No seas maleducada.

Me pareció advertir una leve inclinación de la cabeza.

—Hola —respondí con la lengua como papel de lija.

Hubo una onda expansiva en el aire. Una corriente. Me sentí asaltado por algo que era emoción y temor, algo que brotaba y se enroscaba en mi interior. La miraba fijamente, consciente de ello, pero no podía parar, no podía apartar la mirada de aquella máscara de tejido azul celeste, de las dos cintas paralelas que la ceñían a la nuca, del estrecho corte horizontal sobre la boca. Supe en aquel instante que no soportaría ver qué ocultaba la máscara. Y también que me moría de ganas de verlo. Mi vida no podría seguir su curso natural, su ritmo, hasta que viera por mí mismo qué era tan terrible, tan espantoso, para que fuera necesario protegernos a mí y a los demás de ello.

No me pasó por la cabeza la otra posibilidad, la de que la máscara estuviera destinada a proteger a Thalia de nosotros; al menos no se me ocurrió en aquel vertiginoso primer encuentro.

Madre e hija se quedaron arriba deshaciendo las maletas mientras mamá rebozaba filetes de lenguado en la cocina para la cena. Me pidió que preparara una taza de elliniko para Madaline, y eso hice; y también que se la subiera, y eso hice, en una bandeja y con un platito de pastelli.

Han pasado varias décadas, y todavía me recorre una oleada de vergüenza, como un líquido caliente y pegajoso, cuando me acuerdo de lo que ocurrió entonces. Ahora soy capaz de ver la escena como si fuera una fotografía, congelada. Madaline fuma ante la ventana, contemplando el mar con unas gafas de sol, de pie con una mano en la cadera y los tobillos cruzados. Su casquete está sobre el tocador. Sobre éste hay un espejo en el que se ve a Thalia, sentada en la cama de espaldas a mí. Está inclinada haciendo algo, quizá desabrochándose los zapatos, y advierto que se ha quitado la máscara. Está a su lado sobre la cama. Un escalofrío me recorre la espalda y de pronto me tiemblan las manos, y eso hace que la taza de porcelana tintinee en el platillo, y a su vez que Madaline se vuelva hacia mí y Thalia alce la mirada. La veo reflejada en el espejo.

La bandeja se me escurre entre las manos. La porcelana se hace añicos, el café se derrama y la bandeja cae con estrépito escaleras abajo. Y de pronto se ha desatado el caos: yo, a gatas en el suelo, vomito sobre los fragmentos de porcelana, Madaline repite «Vaya por Dios» y mamá se precipita escaleras arriba exclamando «¿Qué ha pasado? ¿Qué has hecho, Markos?».