Más tarde, a medida que me fui haciendo mayor, dejé de tenerlo tan claro. Al recordar la escena, creía percibir cierta afectación en la pausa que Madaline había hecho al mencionar a su primer marido, en cómo había bajado los ojos, en su voz entrecortada, el leve temblor de los labios, igual que creía percibirla en su imparable energía, sus ocurrencias, su desbordante y arrolladora simpatía, la sutileza con que envolvía incluso los desaires, atenuados por un tranquilizador guiño y una carcajada. Quizá se tratara en ambos casos de una afectación premeditada, o quizá no lo fuera en ninguno de los dos. Llegó un momento en que me sentía incapaz de distinguir lo que era real de lo que era actuación, lo que al menos me hacía pensar en ella como una actriz infinitamente más interesante.
—¿Cuántas veces vine corriendo a tu casa, Odie? —dijo Madaline. De nuevo la sonrisa, la risa torrencial—. Pobres, tus padres. Pero esta casa era mi refugio. Mi santuario. Es verdad. Una pequeña isla dentro de otra.
—Siempre has sido bienvenida —apuntó mamá.
—Fue tu madre la que puso fin a las palizas, Markos. ¿Te lo ha contado alguna vez?
Contesté que no.
—No puedo decir que me sorprenda. Así es Odelia Varvaris.
Mamá doblaba el volante del delantal y volvía a alisarlo sobre el regazo con gesto absorto.
—Una noche llegué aquí con la lengua sangrando, un mechón de pelo arrancado de cuajo, el oído todavía zumbándome a causa de un golpe. Esa vez me había zurrado de lo lindo. ¡Me dejó hecha un cisco! Un verdadero cisco... —A juzgar por su tono, Madaline bien podría haber estado hablando de una comida espléndida o una buena novela—. Tu madre no me pregunta nada porque lo sabe, cómo no va a saberlo. Se queda mirándome un buen rato, mientras yo sigo allí plantada, temblando, y luego dice, lo recuerdo como si fuera ayer: «Bueno, hasta aquí hemos llegado.» Y añade «Vamos a hacerle una visita a tu padre, Maddie», y yo empiezo a suplicarle que no lo haga. Temía que nos matara a las dos, pero ya sabes cómo se pone tu madre a veces.
Dije que sí, lo sabía, y mamá me miró de soslayo.
—Se negaba a escucharme. Tendrías que haber visto su mirada. Seguro que sabes a qué me refiero. Y entonces se echó a la calle, pero no sin antes coger la escopeta de caza de tu abuelo. Y todo el rato, de camino a mi casa, yo intento detenerla, convencerla de que no me había hecho tanto daño. Pero no me escuchaba. Llegamos a mi casa y allí está mi padre, en la puerta, y entonces Odie empuña la escopeta, le planta la boca del cañón en la barbilla y le suelta: «Como vuelvas a hacerlo, vendré y te meteré una bala en la cara.»
»Mi padre parpadea y se queda mudo. No logra articular palabra. Y ahora viene lo mejor, Markos. Miro hacia abajo y veo un pequeño cerco, un charco de... bueno, supongo que ya te lo imaginas, un pequeño cerco que se va expandiendo en el suelo, entre sus pies descalzos.
Madaline se apartó el pelo de la cara y dijo, al tiempo que volvía a encender el mechero:
—Y ésta, querido, es una historia verídica.
No hacía falta que lo dijera. Sabía que lo era. Reconocí en ella la inquebrantable determinación de mamá, su lealtad pura y simple, sin fisuras. El impulso, la necesidad de combatir las injusticias, de alzarse en defensa de los oprimidos. Y sabía que era cierto por el rezongo que emitió sin despegar los labios al escuchar el último apunte de Madaline. No lo aprobaba. Seguramente le parecía de mal gusto, y no sólo por motivos obvios. En su opinión, hasta quienes habían sido unos miserables en vida merecían un mínimo respeto después de muertos. Y más tratándose de familia.
Mamá se removió en la silla y dijo:
—Y si no te gusta viajar, Thalia, ¿qué te gusta?
Todas las miradas convergieron en la joven. Madaline llevaba mucho rato hablando, y recuerdo haber pensado, en el patio moteado por el sol que se colaba entre el follaje, que era tal su capacidad para llamar la atención, para atraerlo todo hacia su centro como un torbellino, que la presencia de Thalia había pasado completamente inadvertida. También sopesé la posibilidad de que hubiesen adoptado esa dinámica por pura necesidad, el numerito de la hija retraída que se veía eclipsada por una madre egocéntrica y sedienta de protagonismo. De que el narcisismo de Madaline respondiera quizá a un acto de bondad, a un instinto de protección maternal.
Thalia farfulló algo.
—¿Perdona? —dijo mamá.
—Levanta la voz, cariño —sugirió Madaline.
Thalia se aclaró la garganta con un sonido ronco, gutural.
—La ciencia.
Por primera vez, me fijé en el color de sus ojos, verdes como un prado virgen, en la intensa tonalidad de su pelo oscuro, y me percaté de que había heredado el cutis inmaculado de su madre. Me pregunté si habría sido mona alguna vez, o incluso guapa como Madaline.
—Háblales del reloj de sol, cariño —propuso Madaline.
Thalia se encogió de hombros.
—Thalia construyó un reloj de sol —explicó Madaline—. En el patio trasero. El verano pasado. Sin que nadie la ayudara. Ni Andreas, ni mucho menos yo —añadió con una carcajada.
—¿Ecuatorial u horizontal? —preguntó mamá.
Advertí un destello de sorpresa en los ojos de Thalia. Un momentáneo desconcierto. Como cuando alguien pasea por una ajetreada calle de una ciudad extranjera y capta de pronto algún retazo de conversación en su propia lengua.
—Horizontal —contestó con su extraña voz líquida.
—¿Qué usaste como estilo?
Los ojos de Thalia se posaron en mamá.
—Corté una postal.
Aquélla fue la primera vez que intuí lo bien que podrían llevarse las dos.
—De pequeña, se dedicaba a desmontarlo todo —explicó Madaline—. Le gustaban los juguetes mecánicos, cosas que tuvieran engranajes internos. Pero no para jugar con ellos, ¿verdad que no, cariño? No, lo que hacía era destrozarlos, todos aquellos juguetes carísimos, los abría en cuanto se los regalábamos. Yo me ponía hecha una furia, pero Andreas, justo es reconocerlo, me decía que la dejara, que lo que hacía era propio de una mente curiosa.
—Si te apetece, podríamos construir uno juntas —sugirió mamá—. Un reloj de sol, quiero decir.
—Ya sé cómo hacerlo.
—Esos modales, cariño —le reconvino Madaline, extendiendo y luego doblando una pierna, como si hiciera estiramientos antes de ensayar un número de baile—. La tía Odie sólo intenta ser amable.
—Quizá otra cosa, entonces —insistió mamá—. Podemos construir algo distinto.
—¡Ah, por cierto! —exclamó Madaline con un grito ahogado, exhalando el humo del cigarrillo precipitadamente—. No puedo creer que aún no te lo haya dicho, Odie. Tengo que darte una noticia. A ver si lo adivinas.
Mamá se encogió de hombros.
—¡Voy a retomar mi carrera de actriz! ¡En el cine! Me han ofrecido un papel protagonista en una superproducción. ¿Te lo puedes creer?
—Felicidades —respondió mamá sin mostrar demasiado entusiasmo.
—Me he traído el guión. Dejaré que lo leas, Odie, pero temo que no te guste. ¿Crees que hago mal? Me hundiría por completo, no me importa que lo sepas. Nunca lo superaría. Empezamos a rodar en otoño.
A la mañana siguiente, después del desayuno, mamá me dijo en un aparte:
—A ver, ¿qué te pasa? ¿Qué mosca te ha picado?
Le dije que no sabía de qué me hablaba.