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Abdulá sabía que Padre se culpaba por lo de Omar. Si hubiese encontrado más trabajo o mejor, podría haberle conseguido al bebé mejor ropa de invierno, mantas más gruesas, quizá hasta una estufa para calentar la casa. Eso pensaba Padre. No le había dicho una palabra sobre Omar desde el entierro, pero Abdulá sabía que era así.

Recordaba haberlo visto una vez, días después de la muerte de Omar, de pie bajo el enorme roble, solo. El roble se alzaba imponente sobre toda Shadbagh y era el ser vivo más viejo de la aldea. Padre decía que no le sorprendería que hubiese presenciado la marcha del emperador Babur con su ejército para tomar Kabul. Según contaba, se había pasado media infancia a la sombra de su gigantesca copa o trepando por sus grandes ramas. Su propio padre, el abuelo de Abdulá, había atado largas cuerdas a una rama gruesa y colgado de ellas un columpio, un artilugio que había sobrevivido a incontables e intensivas sesiones y al anciano en sí. Padre decía que solía columpiarse por turnos con Parwana y su hermana Masuma, cuando eran pequeños.

Pero últimamente Padre siempre estaba demasiado cansado de trabajar cuando Pari le tiraba de la manga para que la columpiara.

—Quizá mañana, Pari.

—Sólo un ratito, baba. Por favor, levántate.

—Ahora no. En otro momento.

La pequeña acababa por desistir, le soltaba la manga y se alejaba, resignada. A veces el delgado rostro de Padre se desencajaba al verla marchar. Y entonces se daba la vuelta en el catre, se tapaba con la colcha y cerraba los fatigados ojos.

Abdulá no lograba imaginarlo columpiándose. No conseguía imaginar que hubiese sido un niño alguna vez, como él. Un niño. Sin preocupaciones, ágil como el viento, corriendo por los campos con sus compañeros de juego. Padre, con sus manos llenas de cicatrices, su rostro surcado por profundas arrugas de cansancio. Padre, que podría haber nacido con una pala en la mano y tierra bajo las uñas.

Aquella noche tuvieron que dormir en el desierto. La cena consistió en pan y el resto de las patatas hervidas que les había preparado Parwana. Padre encendió un fuego y puso agua a calentar para preparar té.

Abdulá se tendió junto a la hoguera y se arrebujó bajo la manta de lana detrás de Pari, que tenía los piececitos muy fríos.

Padre se inclinó sobre las llamas y encendió un cigarrillo.

Abdulá se volvió boca arriba y Pari se movió para encajar la mejilla en el familiar hueco bajo su clavícula. El niño inspiró el olor a cobre del polvo del desierto y contempló el cielo, tachonado de titilantes estrellas como cristales de hielo. Una delicada luna creciente parecía sostener la sombra fantasmal de su plenitud.

Volvió a pensar en tres inviernos atrás, cuando la oscuridad lo había invadido todo y el viento había proferido su lento y largo silbido a través de los resquicios de la puerta y las grietas en el techo. Fuera, la nieve había desdibujado los contornos de la aldea. Las noches eran largas y sin estrellas, y los días muy cortos y sombríos, con un sol que apenas asomaba, y cuando lo hacía, su aparición era breve como la de una estrella invitada. Recordó el fatigado llanto de Omar y luego su silencio, y después a Padre tallando con tristeza una tabla de madera bajo una hoz de luna como la que brillaba ahora sobre ellos; una tabla que luego hincó a golpes en la tierra dura y helada en la cabecera de la pequeña sepultura.

Y ahora el otoño se acercaba a su fin una vez más. El invierno ya acechaba a la vuelta de la esquina, aunque ni Padre ni Parwana hablaban de él, como si mencionarlo pudiera precipitar su llegada.

—¿Padre? —dijo Abdulá.

Al otro lado de la hoguera, el hombre profirió un leve gruñido.

—¿Dejarás que te ayude? A construir la casa de invitados, quiero decir.

Una espiral de humo se elevaba del cigarrillo. Tenía la mirada fija en la oscuridad.

—¿Padre?

Él se movió en la roca donde estaba sentado.

—Supongo que podrías ayudarme a preparar la argamasa —contestó.

—No sé cómo se hace.

—Yo te enseñaré, ya aprenderás.

—¿Y yo? —quiso saber Pari.

—¿Tú? —respondió Padre sin apresurarse. Dio una calada al pitillo y hurgó en el fuego con un palo. Una nube de pequeñas chispas danzarinas se elevó en la negrura—. Tú estarás a cargo del agua. Te asegurarás de que nadie tenga sed, porque un hombre no puede trabajar si tiene sed.

Pari no dijo nada.

—Padre tiene razón —intervino Abdulá. Notó que Pari quería ensuciarse las manos, retozar en el barro, y que la tarea que Padre le había asignado la decepcionaba—. Si no te ocupas de traernos agua, nunca conseguiremos acabar la casa de invitados.

Padre ensartó el asa de la tetera en el palo y la levantó del fuego. La dejó a un lado para que se enfriara.

—Te diré lo que haremos —dijo—. Tú me demuestras que puedes ocuparte del agua, y yo me encargo de conseguirte otra tarea.

Pari levantó el mentón para mirar a su hermano con la cara iluminada por una sonrisa desdentada.

Abdulá la recordó de bebé, cuando dormía sobre su pecho y a veces, cuando él abría los ojos en plena noche, la encontraba sonriendo en silencio con esa misma expresión.

La había criado él. Era la verdad. Aunque él mismo fuera todavía sólo un crío de diez años. Cuando Pari tenía meses, era él quien se despertaba por las noches con su llanto y sus quejidos, él quien la paseaba y la mecía en la oscuridad. Era él quien le cambiaba los pañales, quien la bañaba. No le correspondía a Padre hacer esas cosas: era un hombre, y siempre estaba demasiado cansado por culpa del trabajo. Y Parwana, ya embarazada de Omar, no se desvivía precisamente por atender a Pari. Nunca tuvo la paciencia o la energía suficientes. Y así, a Abdulá le había tocado cuidarla, pero no le importaba. Lo hacía con mucho gusto. Le encantaba haberla ayudado a dar sus primeros pasos, haber sido el testigo boquiabierto de su primera palabra. Le parecía que ésa era su misión, la razón por la que Dios lo había creado, para que estuviera ahí y cuidase de Pari cuando Él se llevara a su madre.

Baba —dijo Pari—, cuéntanos una historia.

—Se hace tarde.

—Por favor.

Padre era un hombre reservado por naturaleza. Rara vez pronunciaba más de dos frases seguidas. Pero en ocasiones, por razones que Abdulá desconocía, algo se abría en su interior y las historias brotaban de él. Unas veces, con Abdulá y Pari embelesados mientras Parwana armaba ruido con los cacharros en la cocina, les contaba historias que su abuela le había transmitido de niño, transportándolos a tierras pobladas por sultanes, yinns, malévolos divs y sabios derviches. Otras veces se inventaba las historias, las creaba sobre la marcha, y esos relatos reflejaban una capacidad de imaginar y soñar que siempre sorprendía a Abdulá. Padre nunca le parecía más presente, más vibrante, real y sincero que cuando contaba esas historias, como si los relatos fueran agujeritos en su mundo opaco e inescrutable.

Pero la expresión de Padre le reveló a Abdulá que esa noche no habría historia.