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La noche que Madaline anunció su partida, mamá y ella compartieron en la cocina una botella de vino, que Madaline consumió en su mayor parte, mientras Thalia y yo estábamos arriba, echando una partida de tavli. Le había tocado empezar y ya había colocado la mitad de las fichas en su lado del tablero.

—Tiene un amante —anunció Thalia al tiempo que lanzaba el dado.

—¿Quién? —pregunté con brusquedad.

—Quién, dice. ¿Tú qué crees?

En el transcurso del verano, había aprendido a interpretar las expresiones de Thalia a través de sus ojos, y ahora me miraba como si estuviera parado en medio de la playa preguntando dónde estaba el agua. Intenté sobreponerme lo mejor que pude.

—Ya sé quién —repuse con las mejillas ardiendo—. Me refiero a quién es su... ya sabes. —Era un chico de doce años. Palabras como «amante» no formaban parte de mi vocabulario.

—¿No lo adivinas? El director.

—Iba a decírtelo.

—Elias. Es un caso. Lleva el pelo todo engominado como en los años veinte. Y un bigotito fino. Debe de pensar que le da un aire libertino. Es ridículo. Se cree un gran artista, por supuesto. Y mi madre también lo cree. Deberías verla cuando está con él, tan tímida y sumisa, como si tuviera que besar el suelo que pisa y colmarlo de atenciones porque es un genio. No entiendo cómo no se da cuenta.

—¿Va a casarse con él la tía Madaline?

Thalia se encogió de hombros.

—Mi madre tiene un gusto pésimo para los hombres. Pésimo. —Cogió el dado y pareció reflexionar sobre sus palabras—. Excepto en el caso de Andreas, supongo. Él es bueno. Bastante bueno. Pero acabará dejándolo, claro. Siempre se enamora de los cabrones.

—Como tu padre, quieres decir.

Thalia frunció ligeramente el cejo.

—Mi padre era un completo extraño al que conoció de camino a Ámsterdam, en una estación de tren durante una tormenta. Pasaron una tarde juntos. No tengo ni idea de quién es. Y ella tampoco.

—Recuerdo que dijo algo acerca de su primer marido. Que le daba a la botella. Di por sentado que era tu padre.

—No, ése era Dorian —repuso—. Otra perla. —Colocó otra ficha en sus casillas del tablero—. Le pegaba. Podía pasar de mostrarse simpático y agradable a montar en cólera en un abrir y cerrar de ojos. Era como el tiempo. ¿Sabes cuando cambia de repente? Pues él era igual. Se pasaba la mayor parte del día bebiendo, tirado en casa sin hacer nada de provecho. El alcohol lo volvía muy despistado. Dejaba el grifo abierto, por ejemplo, y provocaba una inundación. Recuerdo que una vez olvidó apagar el fuego y casi se quema toda la casa.

Thalia levantó una pequeña torre con una pila de fichas. Durante un rato se dedicó a enderezarla en silencio.

—Lo único que Dorian quería en esta vida era a Apollo. Todos los chicos del barrio le tenían miedo, a Apollo, me refiero. Y eso que casi ninguno lo había visto, sólo lo habían oído ladrar. Pero con eso tenían bastante. Normalmente Dorian lo dejaba al fondo del patio, encadenado. Le daba de comer grandes trozos de cordero.

Thalia no me contó nada más, pese a lo cual imaginé la escena sin dificultad. Dorian inconsciente, el perro olvidado, vagando suelto por el patio. Una puerta mosquitera abierta.

—¿Cuántos años tenías? —pregunté con un hilo de voz.

—Cinco.

Entonces le hice la pregunta que me rondaba desde que había empezado el verano.

—¿Y no hay nada que... quiero decir, no pueden...?

Ella apartó la mirada.

—Por favor, no preguntes —repuso en tono grave, con lo que intuí un profundo dolor—. Me aburre hablar de eso.

—Lo siento —dije.

—Te lo contaré algún día.

Y lo hizo, más adelante. La operación chapucera, la terrible infección postoperatoria que derivó en septicemia, hizo que sus riñones dejaran de funcionar, causó fallo hepático y devoró el segundo injerto de tejido, obligando a los cirujanos a retirar no sólo la piel injertada, sino buena parte de lo que le quedaba de mejilla izquierda y también de mandíbula. Las complicaciones la mantuvieron en el hospital casi tres meses. Estuvo a punto de morir. Debería haber muerto. Después de aquello, no consintió que volvieran a tocarla.

—Thalia —le dije—, también siento lo que pasó el día que te conocí.

Ella levantó los ojos, que habían recuperado su habitual brillo travieso.

—Haces bien en sentirlo. Pero ya lo sabía, antes incluso de que vomitaras por todo el suelo.

—¿Qué sabías?

—Que eras un idiota.

Madaline se marchó dos días antes de que empezaran las clases. Llevaba un ajustado vestido de tirantes amarillo pastel que ceñía su esbelta figura, gafas de sol con montura de carey y un pañuelo de seda blanco anudado para que no se le alborotara el pelo. Iba vestida como si le preocupara que alguna parte de sí misma pudiera desgajarse, como si intentara mantenerse entera en el sentido más literal de la palabra. En el puerto de Tinos, nos abrazó a todos. A Thalia la que más, pegando los labios a su coronilla en un largo y sostenido beso, sin quitarse las gafas de sol.

—Abrázame —la oí susurrar.

Thalia hizo lo que pedía su madre con ademán rígido.

Cuando el transbordador zarpó con una sacudida y un ronco bocinazo, dejando atrás una estela de agua revuelta, pensé que Madaline se colocaría en la popa para decirnos adiós y lanzarnos besos. Pero se dirigió rápidamente hacia la proa y tomó asiento sin mirar atrás.

Cuando llegamos a casa, mamá nos pidió que nos sentáramos. Se plantó delante y dijo:

—Thalia, quiero que sepas que no tienes por qué seguir usando esa cosa en esta casa. No lo hagas por mí. Ni por él. Hazlo sólo si a ti te apetece. No tengo nada más que decir al respecto.

Fue entonces cuando comprendí, con súbita claridad, lo que mamá ya sabía. Que era Madaline la que necesitaba la máscara, era ella la que sentía vergüenza.

Durante mucho rato, Thalia no movió un solo músculo, no dijo una sola palabra. Luego, despacio, alzó las manos y desanudó las cintas que le sujetaban la máscara sobre la nuca. Se la quitó. La miré a la cara y sentí el involuntario impulso de retroceder, igual que haría ante un súbito estrépito. Pero no lo hice. No aparté la mirada. Y me propuse no pestañear.

Mamá anunció que yo también seguiría mis estudios desde casa hasta que Madaline regresara, para que Thalia no tuviera que quedarse sola. Nos daba clase por la tarde, después de cenar, y nos ponía deberes que hacíamos por la mañana, mientras ella estaba en la escuela. El plan parecía factible, al menos en teoría.

Pero no tardamos en comprobar que estudiar en casa, sobre todo cuando mamá no estaba, era tarea casi imposible. Había corrido la voz de que Thalia tenía el rostro desfigurado, y la gente no paraba de llamar a la puerta, espoleada por la curiosidad. Cualquiera diría que de pronto se habían agotado la harina, los ajos, incluso la sal, en toda la isla, y que nuestra casa era el único lugar para abastecerse de todo ello. Apenas se esforzaban en disimular su propósito. En cuanto abría la puerta, escudriñaban el espacio a mi espalda, alargaban el cuello, se ponían de puntillas. La mayoría de aquellas personas ni siquiera eran vecinos nuestros. Recorrían kilómetros por una taza de azúcar. Yo nunca los invitaba a pasar, huelga decirlo. Me brindaba cierta satisfacción cerrarles la puerta en las narices. Pero también me hacía sentir descorazonado, abatido, consciente de que si me quedaba allí, mi existencia se vería tocada de un modo irreversible por aquella gente. Al final, también yo acabaría convirtiéndome en uno de ellos.