Justo en el momento en que llegamos al salón repiquetea un horrible teléfono de color marfil imitación de un modelo antiguo y corre presurosa a descolgarlo dejándonos mudas y de pie, como suspendidas en el espacio, se queda absorta escuchando y, como ni nos mira, puedo ofrecer un guiño tranquilizador a Reme, que tiembla como un flan y teme que tal vez ya nos hayan descubierto, nada más aterrizar, y estén llamando para avisarla. Pero no, según sus réplicas la cuestión parece mucho más banal, algo sobre una permanente y mechas rubias y pechos colosales que me lleva a deducir que se trata de un «cambio de imagen» para alguna afortunada que haya pasado la criba. Eso, que discuta lo que quiera mientras yo me dedico a escudriñarla: ojos furiosamente subrayados de negro para realzar una mirada verde desvaída, morros de volumen imposible en alguien de su edad, body de estampado animal y carísimos zapatos a juego, uñas largas como garras impecables y pulseras de oro por decenas con dijes colgando que imagino recuerdo de todos los hímenes que haya vendido, uno por cada chica drogada, prostituida y exprimida. Casi me dejo hipnotizar por el ritmo cadencioso de los colgantes de su muñeca cuando aparta el auricular que le nubla el rostro y la percibo con claridad y constato que se ha hecho carne mi sospecha, la que concebí desde que entré y la vislumbré de refilón. La conozco, sé quién es, la he visto antes. Cuando cuelgue debo concentrarme y rezar para que no me recuerde y descubra en este teatrillo de ilusiones que acabamos de inaugurar.
– Bueno, queridas… Me gustaría que nos presentáramos, porque lo cierto es que no sé quién es quién y, la verdad, tampoco acabo de ubicaros por las descripciones que me disteis hace unos días -obviamente se refiere a mí, y lo dice escrutándome con excesiva atención, con abierta curiosidad.
– Yo soy Serena -afirmo tomando la iniciativa y siguiendo, como habíamos ensayado, punto por punto el guión-. Y ésta es mi amiga Paula.
– Encantada de conoceros -sonríe gélida Virtudes-, pero… Tengo una duda, ¿no eras más joven? No te ofendas, cariño -me dice-, es que yo creía que iba a venir una chica de, no sé, dieciocho años, y tú eres mona, no lo niego, pero cuántos tienes, ¿veinticinco?
– Espero que no te importe -comento fingiéndome muy segura de mí misma y mirándola a los ojos para que vea que no me da miedo, que no estoy en absoluto acojonada y soy una tía muy lanzada-. Sé que no doy el tipo que buscas y me paso unos años del perfil, pero necesito la pasta y estoy dispuesta a todo, por eso te mentí cuando hablé contigo.
– Es que… nos vienes «un poquito» mayor. ¿Tienes algo de experiencia en este negocio? ¿A qué te dedicas?, ¿de qué vives?
– Soy modelo, poso desnuda para los alumnos de Bellas Artes. Ahí conocí a Paula -señalo con la cabeza a Reme-, que es estudiante, de primero, y aunque no tiene los dieciséis que te prometí, sí es menor porque todavía le faltan unos meses para cumplir los dieciocho. Mi otra amiga, la aspirante a actriz de la que te hablé por teléfono, no ha querido venir al final, se ha rajado, pero yo creo que Paula da el tipo que buscas y, como también necesita la pasta, pensé que te gustaría conocerla.
– Si ella me parece genial, pero tú… Lo siento, no me encajas.
– Mira, yo no le hago ascos a nada -me lanzo, osada, consciente de que éste es mi ahora o nunca- y más de un trabajito les he apañado a profesores de la facultad. Soy muy abierta y me atrevo a hacer cosas que tus niñas ni saben que existen. Piénsatelo. No te defraudaré -y lo digo tan convencida que Virtudes parece evaluarlo un segundo o dos.
– Lo que está claro es que tienes arrestos y eres extraordinaria fingiendo, porque fuiste tú con quien hablé por teléfono, ¿no?, y me colaste totalmente la trola de la niña inocente. Si además fueras buena en la cama serías la bomba… Está bien -decide-, te haré una prueba, pero no te prometo nada.
– Muchas gracias -me humillo arrebolada como si ella fuera un hada madrina que acabara de concederme un don fabuloso, unos senos atómicos, un clítoris cantor o algo igualmente mágico para una aspirante a puta como yo.
– Ahora sentémonos. Tú ahí, querida -ordena a Reme-, y tú aquí, bien cerca, para que te vea mejor -me sugiere, y palmea concluyente en el hueco que queda a su lado en el sofá blanco tapizado en capitoné-. Tu cara me suena de algo, y además me provocas una enorme curiosidad con ese carácter tuyo tan fogoso. Dime, ¿nos hemos visto antes?
– No creo que frecuentemos los mismos lugares -y siento su mirada e imploro para que no me relacione con la mujer sin maquillar, gafas de sol, vaqueros gastados, chaqueta de cuero y botas viejas que hace sólo dos días, en el cementerio de Tres Cantos, pidió por el alma del Culebra frente a ella y no, no parece reconocerme porque ahora soy otra, bien acicalada, con los labios bañados en burdeos y los párpados ahumados en gris antracita, con el traje chaqueta negro ajustado en la cintura marcando caderas, las medias de rejilla, los zapatos de tacón con los que yo sí sé correr, la camisa blanca y los rizos sedosos y milagrosamente esponjosos gracias al secador de manos de comisaría, quién lo diría. Y aunque soy otra me observa, me analiza y sé que debo hablar, decir algo, cambiar el rumbo de la conversación porque seguro que esta hija de puta es una excelente fisonomista y presiento que la operación comienza a naufragar.
– No me hagas caso -dice al fin tras el intenso escrutinio-, conozco a tantas chicas que a veces, y no os ofendáis, me parecéis todas iguales.
– Ja, ja -me río tontamente porque no me queda otro remedio.
– Es cierto -interviene Reme, que parece deseosa de romper el hielo-. En la facultad nosotros decimos lo mismo de los modelos porque cuando se desnudan no es que sean iguales, es que ya no tienen cara.
Me sorprende su acertada intervención, ya me veía llevando sola el peso de la conversación y excusándola ante Virtudes porque es tan cortada, tan joven, tan inexperta, ¿sabes? No me extrañaría incluso que fuera virgen. Aun así, todo el alivio y hasta el agradecimiento que me supone verla hablar por iniciativa propia se diluye al instante. Dónde está el mérito, si sólo está aquí por su inmadurez absurda de niña que tiene que ser la reina de la fiesta, la más hermosa. El caso es que consigue desviar la atención de mi persona, acosada por el olfato y la lengua bífida de la bicha que, al parecer, gratamente sorprendida por su vocecita de pito y su risita de chica tímida, la estudia con la codicia de una loba ante su cordera favorita.
– Y dime tú, Paula, ¿a qué estás dispuesta? ¿Sabes que los hombres te sobarán, que los niñatos se correrán en tus muslos sin llegar a meterla, que puede que alguno te insulte y otros quieran pagar por golpearte? ¿Estás segura de querer entrar en este mundo y lo que te juegas? -le pregunta con dulzura pero sin ambages, eso sí que es ser directa y lo demás son tonterías.
– Yo…, supongo que sí… -Reme, colorada de repente y consciente de que se ha ruborizado, se muerde los labios tan nerviosa que ambas nos damos cuenta de su azoramiento. Sólo que yo sé que lo hace porque cree que la ha cagado en su prometedora carrera de actriz, mientras la imbécil de la bicha supone, en cambio, que es producto de su pura ingenuidad.