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– ¿Y cómo acabó la historia?

– Fatal. Al final sus padres se divorciaron y ella se quedó con su madre. Al parecer a él le gustaban demasiado las jovencitas y un día le pillaron en su bufete con una becaria en el cuarto de las fotocopias. Me fastidió un poco, no voy a negarlo, porque siempre me susurraba que yo era «su única niña». Luego, cuando a los pocos meses apareció muerto en la cama de un hotel, desnudo y…, vaya, que se notaba que le había dado un infarto mientras lo estaba haciendo, mi amiga empezó a preguntarnos en el recreo cuántas de nosotras se habían acostado con su padrastro, cuál lo había matado de un polvo… Pero yo soy inocente, lo juro. Ese finde estaba de puente en Benidorm.

No puedo evitar que se me escape una risilla malévola al escuchar el final de la fábula, y de pronto advierto que tanto Reme como Virtudes me contemplan con esa mezcla de espanto y sorpresa con que se observa a los niños que se carcajean en un funeral o a los borrachos que cantan en una iglesia.

Y es entonces, supongo, cuando la madame decide que Reme ya es de las suyas y ha pasado con nota a su bando, y yo la intrusa a quien poner a prueba.

– ¡Qué charla más entretenida! -exclama poniéndose de pie-. Estaba tan abstraída con las historias de Paula que acabo de percatarme de que no os he mostrado nuestras instalaciones. Vaya anfitriona estoy hecha. ¿Me seguís?

Virtudes le tiende su mano a Reme y ésta, la mar de distendida, se aferra a ella y ambas del bracete se alejan tan contentas de haberse conocido que no puedo evitar sentirme rabiosa. Vale que la niña lo ha bordado, pero me siento como la gorda de la clase a quien nadie quiere en su equipo, el lastre que va detrás, al margen de las bromas de la pandilla, la que todavía tiene que demostrar que merece la pena, que guarda algún que otro tesoro escondido.

Oigo por el interminable pasillo cómo la bicha le pregunta a Reme, en un tono íntimo y confidencial, cuántos años tenía cuando se acostó con el padre de su amiga, si alguna vez le han dado por atrás o hasta dónde estaría dispuesta a chupar, mientras nos guía hasta una de las habitaciones, reconvertida en estudio, en la que un tipo muy delgado, con la cabeza llena de rizos trigueños desmadrados y gafas cuadradas de pasta, no cesa de fotografiar a una muchacha de no más de dieciséis vestida únicamente con un picardías y que posa con una soltura inusitada para alguien de su edad, en absoluto cohibida, o al menos no tanto como nosotras.

– Os presento a Cielo, una de nuestras chicas con más proyección. Saluda, Cielo -presenta Virtudes, y se interrumpe la sesión y ésta se acerca dando saltitos como un conejito y nos besa a ambas, buena chica, mascotita buena-. Ellas son Paula y Serena, y él es Kodak, nuestro genial artista.

– Qué tal, preciosas -y en cuanto veo sus pupilas a través de los cristales sé que está colocado, no hace falta ser poli para pillarlo.

– Kodak, dame tu opinión, ¿qué te parecen mis nuevas amigas? Oye… Se me está ocurriendo una cosa: ¿por qué no les sacas unas cuantas fotos para ver cómo dan ante la cámara? -propone la bicha llevando, ahora sí, la voz cantante, asiendo con mano firme las riendas de la situación, estirándola hasta el extremo mismo de la rotura, del desgarrón.

– ¿A nosotras? -pregunta Reme asustada, y los ojos de Virtudes, ese dechado de las susodichas, brillan con delectación como los de un tigre de circo que ha probado por fin la carne humana y paladea el pánico de su domador.

– Por qué no, cariño. ¿Acaso tienes miedo de enseñarnos ese cuerpo divino que dios te ha dado? Ya sé yo que no después de todo lo que nos has contado.

– No, claro… -pero sí lo tiene. Puede que la historia de su iniciación sexual fuera una trola, quién sabe, pero esto es distinto. Por eso, y porque la veo tiritar y a fin de cuentas yo soy la madera, decido que enseñaré el culo primero.

– ¿Os importa si empiezo yo? Si tengo que enseñaros mi celulitis después de su cuerpecito adolescente me muero.

– Vale, ¿por qué no? -responde Virtudes-, además, tú ya tienes experiencia posando desnuda -y lo dice con tanta frialdad que sé que pretende observar mejor mi rostro bajo los focos hasta descubrir de qué le sueno, si soy quien digo ser o una impostora que viene a aguarle el negocio.

– Ven aquí, preciosa -me indica Kodak, que ya ha olvidado mi nombre. Qué más le da, para él todas somos preciosas-. A ver lo que vales.

Es el momento, no puedo achicarme. Seré dura, descarada, segura, dispuesta a todo con tal de convertirme en puta de lujo y forrarme, alquilar un piso en la Castellana, saltar la Banca, vivir por todo lo alto y después retirarme. Virtudes se ofrece a sostenerme el bolso, pero declino la oferta y lo llevo conmigo hasta el centro del escenario como si acabara de decidir que es parte del atrezo porque, aunque no tengo ni idea de qué hacer con él, sé que sería mi perdición soltarlo con la pipa dentro. Piso fuerte, piso morena, piso con garbo y en mi cabeza suena un pasodoble que marca el ritmo de mis andares mientras me sitúo con los tacones bien clavados al suelo y desabrocho mi chaqueta y un par de botones de la blusa hasta que luzco sujetador de encaje y canalillo. Entonces pongo una mano en mi cintura y con la otra, levemente alzada, comienzo a balancear descarada el bolso, sí, como las putas de toda la vida, las que se apoyan en una farola, las de la copla y películas en cinemascope. Miro a cámara desafiante, sonrío, suena un disparo y no, no estoy muerta.

– Muuuy bien, tía buena -me vitorea Kodak-. Sigue, sigue así…

– Tiene estilo -noto que Virtudes me calibra como si no estuviera presente-. Me recuerda a alguien, ¿a ti no?

– Tú sabrás -contesta éste, esquivo-. ¿Qué más quieres que hagamos?

– Todo. Quiero verla bien. Que se arrodille.

No me gusta que me den órdenes, así que antes de que alguno de los dos se dirija a mí para pedírmelo me subo la falda de tubo por encima de las corvas, me postro en el suelo, me inclino hacia delante ofreciendo un plano espectacular del principio de mi escote, dejo caer la chaqueta y me cuelgo de la boca el bolso, mordiendo la cadena dorada con gesto agresivo y fiero. O al menos lo intento.

– Así, nena, como una gata salvaje -me alienta Kodak retratándome sin cesar. Diría que parece divertido, se encuentra en medio de un duelo de voluntades femeninas en el que, obviamente, si alguien sale ganando es él.

– Que se quite más ropa -ordena la bicha.

Yergo el tronco, termino de desabotonar mi blusa con porte ausente y dejo que se deslice por mis hombros, veo la expresión golosa del único hombre y mantengo la posición uno, dos, tres segundos con la barbilla alzada, la cabeza hacia atrás, un rizo sobre mis ojos, las piernas abiertas dejando asomar mis ligas bajo la falda, ya casi por las caderas, y el delicado sostén que abulta más de lo que realmente esconde, quién me lo iba a decir.