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– Me gusta -confiesa Kodak con tono profesional-. No tiene un físico espectacular, pero esa actitud entre digna y desafiante es más excitante que un par de lolas de la talla cien.

– Ya sé, se da un aire a Olvido, ¿no te parece? -descubre de pronto Virtudes. Pero él no contesta. De pronto parece ausente, distraído-. Quiero más carne -sigue exigiendo la bicha incansable. Y yo, estremecida bajo el eco de su nombre, siento que perdiera el oxígeno.

– Nena -el fotógrafo vuelve en sí y reclama mi atención-, ya lo has oído, venga, sé buena… Y sonríe un poco, que esto no es un entierro.

Pero ninguna de las dos somos capaces de sonreír precisamente porque él ha conjurado con voz nuestros actos. Con sólo asimilar la palabra entierro el semblante de Virtudes muta y sé que acaba de recordar dónde me ha visto y que, sea quien sea, no me llamo Serena en realidad. En cuanto a mí, pese a que me obligo a seguir posando indiferente, por dentro suplico a mis ángeles de la guarda y a todos los santos del firmamento que pase algo, lo que sea, que me permita quitarme de en medio porque no podré aguantar mucho más esta representación, cómo hacerlo ahora que ya no soy una policía interpretando un papel, crecida bajo una personalidad fingida, desinhibida porque no me conocen, envalentonada ante la adversidad, inmolándome por una Reme inocente que no tiene por qué pasar por esto porque nadie le paga por ello ni tiene vocación de mártir ni tres o cuatro deudas con delincuentes muertos que saldar.

No, ahora todo es diferente. Se me han roto los esquemas, se me ha caído la careta y debo recomponerme y ordenar este revoltijo de confusión, miedo y emoción antes de continuar. Qué pinto aquí, me pregunto, por qué arriesgo, por quién. Qué coño hago de rodillas dándome palmadas en el trasero con las bragas al aire y los pezones erectos, en bandeja, reventando dentro del wonderbra.

Me levanto parsimoniosa intentando mantener mi digno ademán, mi rostro vacío porque, si dejo que se vuelva humano, puede empezar a llorar. La estatua que soy se mueve despacio, muy despacio, y ya de pie se da la vuelta y ofrece su espalda a todos, respira hondo y, antes de dejar caer el bolso al suelo, de buscar con falanges temblorosas la cremallera de la falda, recuerda a Olvido y piensa que ahora mismo, en este preciso instante, está obrando exactamente igual que ella, desnudándose ante un público que ni siquiera la ve, mostrando no su culo ni su cara ni sus tetas sino su alma a un gentío incapaz de comprender lo que tiene delante, pero al menos ella sabía por qué lo hacía, por dinero, y yo ni siquiera lo sé. Qué busco, qué demonios pretendo, ¿vengar a los difuntos?, ¿atrapar a su asesino?, ¿ganar ante los compañeros un respeto que me niegan y que en el fondo me la pela? O quizá no, quizá sólo lo haga por mí, por sentirme viva, suicida incluso pero aún viva, sexy pese al bulto en el pecho que ahora nadie, ni siquiera Kodak con sus objetivos poderosos, percibe, deseable también, sí, porque el tener que pagar por algo lo vuelve valioso, poderosa como sé que ella se sentía. Clara, la vengadora de sí misma y de Olvido, y de lo guarra, de lo puta, mucho más puta que nosotras, que es la vida.

– Cariño, ¿estás bien? -pregunta la bicha malparida a mis espaldas, y aunque la letra quiere parecer compasiva, la música no me engaña y me recuerda el tono brutal de una marcha fúnebre mecánica y marcial.

– Por supuesto -respondo-. Me estoy preparando para la traca final.

Me cuadro con la vista fija en la pared, en un punto indefinido del espacio, lejos, y si no hay nada en lontananza se lo inventa, ¿entiende, agente?, decían en la academia, lo importante es mantener la vista al frente, imperturbable, no perdida sino decidida, clavada en algo, como si tuviéramos una diana ante la cual no estuviéramos dispuestos a doblegarnos, así, el cuerpo en tensión, segura de las armas que llevo encima porque aunque éstas no son reglamentarias también imponen, consciente del porte que nos da el uniforme de gala, o la piel descubierta, o el brillo del satén, la blonda sobre mi carne, los tendones al límite demostrando mi disciplina férrea, imbatible, decidida al dejar caer falda y medias, consciente de los tacones y las piernas, ahora abiertas, para mantener la posición, así, muy bien, como nos gritaba el instructor.

¿Qué más me sobra?, me pregunto, qué más puedo quitarme si no tengo nada que perder, si estuve hoy a punto de caer al vacío o tal vez suceda mañana, cuando Ramón se entere de mi secreto, cuando el médico me dé nuevos resultados, cuando la cabrona de Virtudes se decida a preguntarme, vestida o desnuda, ya qué más da, qué hacía ayer en el entierro de un yonqui de mierda, quién soy realmente, de qué conocía a Olvido, por qué actúo como ella.

Como una ráfaga de lucidez, como un fogonazo que no logra conseguir que desvíe mi mirada del punto fijo frente a mí, de la imagen nítida ante mi cara, de su expresión serena sobre la camilla de acero de una morgue sin nombre, nunca bautizada, sin maquillaje, pálida, sincera y desvalida, sé lo que tengo que hacer y me apresto sin dudar, porque así hay que disparar, con la mente clara y la conciencia tranquila, convencidos de cumplir nuestro deber, pensando sólo en el blanco y en que actuamos para mantenernos a salvo, intactos pese a todo, pese al peligro y a la inmundicia que nos rodea o a la gente que contiene la respiración mientras mis dedos buscan doblegar el cierre del sujetador que con un clic perfectamente audible se desabrocha de golpe. Me lo quito con parsimonia, aún de espaldas, y lo lanzo sobre la ropa, junto a mi bolso que reposa tranquilo, ajeno a todo, con mi pistola dormitando en su interior.

Con mis palmas abrigo mis pechos, los calibro y elevo ahora que no tienen nada más para resguardarlos, y no consigo notar mi bulto, como una lenteja, ahí dentro, y me resigno y, lentamente, me giro. Ya no me queda apenas nada para el fogonazo, un par de segundos y Kodak empezará a fotografiar sin cesar a mi nuevo, mi extravagante e inexistente disfraz, y yo mantengo altanera y fiera la mirada de la madame mientras pienso, extrañamente ajena, qué más puede pasar, qué me obligará a hacer y qué podrá salvarme de ello.

La cucaracha.

La cucaracha que no puede caminar porque no tiene, porque le faltan las dos patitas de atrás, inunda con su son la habitación. Es mi móvil, que suena estruendoso, surrealista, absurdo, y llena con su algarabía el opresivo espacio.

– ¿Os importa si paro un segundo? -exijo más que pido en mi nuevo papel de golfa, y me agacho sin pudor y rebusco con mis manos hasta dar con mi bolso consciente de que estoy ofreciendo a la concurrencia una estupenda panorámica de mi soberano culazo. Al fin encuentro el aparato y, como si la situación fuera perfectamente corriente, pregunto con tono absolutamente desenfadado-. ¿Diga?

– Tenéis que salir de ahí -me escupe acelerado Carlos-. Es Santi. Acaban de encontrarlo en su coche, en El Pardo, con una mujer. Ella está muerta y él en coma. Marchaos ahora mismo. Ya.

XX

No puede ser, ¿cómo ha pasado?, ¿qué ha ocurrido?, mil preguntas en mi cabeza, con las llaves en la mano, sentada en mi automóvil sin saber cómo me he vestido y he llegado a él, cómo he podido ser tan convincente para engatusar a Virtudes de que mi padre había sido ingresado en coma en el hospital, quizá porque toda mi sorpresa, mi dolor, eran ciertos y ahora intento abrocharme el cinturón y arrancar con una sola mano y mantengo nerviosa el móvil en la otra y me maldigo por no tener una tercera con que arrearle un bofetón a una convulsa Reme que chilla desaforada a mi lado en plena descarga de adrenalina, preguntando por qué nos hemos ido así, qué le estoy ocultando, quién eres tú para abortar la operación de mi novio, cuando se entere Bores te vas a cagar, te lo juro por mis muertos, SO PUTA, tantos nervios y tanto esfuerzo para que a las primeras de cambio te rajes y salgas huyendo. Pero ¿tú eres policía? ¡Qué vas a serlo si ni siquiera te atreves a bajarte las bragas en público! Tú sólo eres una zorra manipuladora que pone en peligro a los que la rodean y obsesiona a los hombres sin importarle si les destroza la vida, una calientapollas es lo que eres, una jodida estrecha y vale, sí, bonita, lo que tú digas, pero cállate de una maldita vez, que me destrozas el tímpano y tengo cosas mejores que hacer que aguantarte, como llegar al Ramón y Cajal y echarme desconsolada en los brazos de Nacho, a quien tanto añoro y que me lo explicará todo, o intentar mantener una conversación coherente por teléfono mientras te vienes abajo.