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Justo en ese momento reparo en que no tengo a nadie detrás haciendo preguntas estúpidas, sorbiéndose los mocos o llorando sin parar.

– No sé… -respondo confundida-. Se habrá quedado con Nacho…

– ¿Llevaba dinero encima? Tendrá que cogerse un taxi -me explica pragmático-, con toda esta movida no puedo salir de aquí para llevarla a casa. Además, mírate, estás hecha polvo. No creo que sea una buena idea dejarte sola.

Joder con los hombres.

– ¿Y a ella sí? -pregunto.

– Es joven, para Reme todo esto no es más que una aventura. Seguro que en cuanto llegue a casa y se calme un poco lo primero que hará será coger el teléfono para contárselo a sus compis del trabajo. Tú, en cambio, pareces destrozada -y vieja, según deduzco-. Tienes a Santi entre la vida y la muerte y hoy han querido matarte. Mejor me quedo contigo.

Y en tres frases, limpiamente, despacha al amor de su vida, a la peluquera que se dispuso a figurar como puta sólo por él, para que la admirara y la respetara y dejara de tomarla por una niña.

– Carlos, no te molestes. Además, Reme no lleva su móvil encima.

– Estoy llamando a Nacho, quiero que la meta en un taxi y luego venga aquí. Tenemos que hablar y decidir qué hacer. Pronto empezarán a aparecer los compañeros y querrán saber, y no hay nada peor que una pandilla de policías elucubrando.

– Dudo mucho que alguno conozca la magnitud real de todo lo que está pasando, ni siquiera Bores o Carahuevo tienen idea, ¿tú la tienes? Tenemos que pararnos a pensar, no dejarnos llevar por la ira, analizar con la cabeza qué está ocurriendo. ¿En qué crees que estamos metidos? -París la mira sorprendido. Es la primera vez en mucho tiempo que le interesa su opinión.

– No sé ni por dónde empezar. Todo es demasiado raro.

– No tanto. Santi estaba liado con esa mujer desde hace años.

– Aun así hay muchos detalles que no me cuadran. Según los dos maricas…, perdón -se corrige so pena de caer fulminado por mi mirada-, los testigos, el coche estaba apartado, no en la carretera que sube al Cristo, la que todas las parejitas conocen, sino en el medio del monte, donde campean los corzos y los jabalíes. Si no tuvieran ese pavor a que sus papás descubriesen lo suyo y no se hubieran internado tan adentro, habrían pasado semanas hasta que alguien diese con sus cuerpos.

– Santi está casado, es lógico que buscara un lugar retirado.

– Mira, Clara, a todos nos cuesta creer que alguien haya querido hacerle daño, pero en este caso…

– Pareces un psicólogo barato, di lo que tengas que decir, pero dilo ya.

– El coche estaba abierto.

– No lo entiendo, Santi no era ningún gilipollas.

– Déjalo, es como si nos hubieran cambiado los papeles y ahora tú fueras la escéptica. ¿Desde cuándo un agente se mete en un coche en un lugar oscuro, apartado, sin visibilidad y potencialmente peligroso y no lo cierra por dentro? Es lo primero que aprendemos en la academia, lo que nos repiten antes de la primera vigilancia; cerrar el coche, proteger la radio, el arma y a nosotros mismos, hacer de él una fortaleza inexpugnable desde fuera -y ante el rostro carente de expresión de ella se exaspera-. Venga, joder, si no hace falta ser policía, si es lo que haría cualquiera, ¿o no cerrábamos tú y yo a cal y canto el cuatro latas de mi padre cuando los sábados por la noche nos escapábamos al pinar a darnos un repaso?

Es involuntario, totalmente involuntario, pero no puedo evitar sonreír al recordarnos temblando, nerviosos, sudorosos y con los pantalones bajados.

– Qué frío hacía -comento cómplice en esta tregua suave y dulce que es más cómoda, debo reconocerlo, que la habitual guerra silenciosa.

– Y mira que le insistía al viejo -sonríe también-: «Papá, ¿por qué no arreglas la calefacción del coche?», y él venga a decirme que no, total, para semejante cacharro y los dos días que le quedaban, y como el único que lo usaba era yo… Sí, pero por la noche y en invierno, cojones.

– Eso precisamente era lo que no le decías -y como me da corte mirarle, acuno lo que queda de tila en la taza y me reflejo en el fondo y le sonrío a los posos con esa mueca sombría y extraña que se nos queda en la cara cuando nos azoran los recuerdos.

París, incómodo también en el pasado, se levanta atolondrado.

– ¿Te pido otra tila? A mí no me vendría mal una caña.

Me quedo triste, sola y descangayada, casi me entran ganas de llorar y tampoco estaría mal si lo hiciera. Por una vez en mi vida no llamaría la atención. A fin de cuentas estoy en la cafetería de un hospital, es lo propio.

– ¿Qué haces? -pregunta Nacho, que llega y se sienta en la banqueta vacía.

– Huyo. Me da reparo ver a las hijas de Santi. No quiero mentirles.

– No te preocupes -comenta disgustado-, ya lo he hecho yo. Y además ahora están rodeadas de compañeros. Las tendrán entretenidas un rato. La noticia ha corrido como la pólvora y han venido casi todos. El único que no ha dado señales de vida aún es Javier el Bebé, pero tampoco conocía tanto a Santi.

– ¿Por qué has tenido que hacerlo tú? ¿No era cosa de los jefes?

– Ésos son unos cabrones que han escurrido el bulto divagando sandeces. Para una puta tarea que les toca y ni siquiera consiguen hacerla bien. No sé qué coño dirían, pero no coló. En cuanto se largaron, la mujer y las hijas me abordaron en el pasillo cuando volvía de acompañar a Reme al taxi y me suplicaron que les contase la verdad. Les dije que hacía una vigilancia y que alguien manipuló su tubo de escape para que se asfixiara dentro del coche.

– Y la presencia de la farmacéutica junto a él ¿cómo la justificaste?

– Agárrate: les solté que era la testigo principal y le acompañaba porque sólo ella era capaz de reconocer a la persona que supuestamente buscábamos, un agresor sexual peligroso. Espero que lo hayan tragado.

– No va a colar, Nacho, ya te lo digo yo. No se chupan el dedo.

– Al menos una de las hijas, la mayor, casi seguro que no. Vaya mierda. Necesito un coñac -confiesa al fin-. Con el recuerdo de la familia llorando en mi hombro me es imposible concentrarme, y buena falta nos hace, porque aquí hay un montón de cosas que no casan, hace un buen rato que lo pienso. Han ido a por él, Clara, y quién sabe cuál de nosotros será el siguiente -concluye agorero.

– No exageres. Vale que tenía mil enemigos, llevaba muchos años en esto y ha metido a tanta calaña entre rejas que cualquiera puede haber querido darle un susto, pero ¿nosotros? Estate tranquilo, somos insignificantes -razona ella.

– No. No se trata de Santi, es por la comisaría. Acuérdate, nos lo dijo el Culebra y mira ahora dónde está, de parque de atracciones para gusanos. Hay algo dentro que huele a podrido. Estamos metidos en demasiados fregaos -y enumera con los dedos-: Vito y su gran cargamento de coca, su camello preferido caído por sobredosis en acto de servicio, una puta colgando del techo, el pez gordo que estaba liado con ella que se revienta la sesera sin motivo, tú colándote en el burdel de una peligrosa proxeneta para averiguar si trata con menores y curra para Vito y vuelta a empezar, todo relacionado siempre con él. Hemos levantado una alfombra que tapa mucha mierda y nos lo quieren hacer pagar.

– ¿Quién nos quiere hacer pagar? -pregunta París, que llega cargado con dos botellines de cerveza y una nueva infusión para mí.

– Vito, o quien sea que haya querido cargarse a Santi. Según Nacho, han ido a por él porque nos hemos metido en casos que nos vienen grandes -explico.

– Y tanto -insiste él-. Va todo muy rápido. Me diréis que una cosa nos está llevando a otra, pero ¿has visto la cara que traes? ¿Es necesario que te expongas tanto? Mira, ya ni recuerdo por qué tuvimos que meterte en esa casa de putas. Por cierto, ¿cómo conseguisteis salir de allí?