Выбрать главу

– No exageres, no fue para tanto. Seguro que tus chicas te enseñan hasta la campanilla.

– De eso se trata. No enseñaste nada, pero sugeriste. La anticipación es lo que excita. Ahora todo es demasiado explícito, las mujeres ya no saben seducir.

– Conseguirás que me sonroje -advierto-. ¿Vienes mucho por aquí?

– Casi todas las noches, en busca de alguien que me sepa seducir -reconoce con una sonrisa cómplice-. Parece que hoy es mi día de suerte. A ti, en cambio, no recuerdo haberte visto por estos pagos.

– Llamo mucho a las chicas -le explico-, pero casi nunca las veo. No me gusta salir hasta tarde, mi trabajo en la facultad me exige madrugar y, además, me puede el miedo.

– ¿Miedo?, ¿una mujer como tú, con esa seguridad?

– Sí. De volver a los malos hábitos si frecuento la noche, de dejarme caer una vez más por el sendero de la perdición… -enumero interpretando, con una convicción que para sí querría Meryl Streep, a la mujer descarriada empeñada en enderezar su camino ante un público que no desea en absoluto que lo haga.

– Te entiendo, es muy duro mantenerse limpio trabajando en según qué ambientes -me confiesa, y ridículamente se lleva la mano al corazón para darle más verosimilitud a la escena-. Menos mal que yo tengo mi arte.

– ¿A qué «arte» te refieres? Creí que vivías de Virtudes.

– Sí, claro, como una garrapata más del negocio del siglo, chupando de las sobras de la leche de sus ubres, sacándole fotos a putitas que no saben ni bajarse la cremallera, enseñándoles a perder la vergüenza, a menear las caderas… No, no es lo mío. Saco pasta de Virtudes a ratos y de reportajes de moda a tiempo completo. Modestia aparte, esa víbora no miente cuando asegura que trabaja con los mejores: los peluqueros, los maquilladores, todos jugamos en primera división -asegura mientras se sienta a mi lado, con los codos apoyados en la barra y la boca cerca, avariciosamente cerca de la mía-, y a nadie le viene mal un sobresueldo.

– Entonces, eso de tu arte…

– Es a lo que dedico el sobresueldo, a financiar mis vicios y, entre ellos, por encima de todos, la fotografía artística. Es mi pasión. Ahora precisamente estoy montando una nueva exposición.

– ¿De verdad? -río incrédula-. No sé cómo lo hago que siempre estoy rodeada de artistas.

– Será porque eres una obra de arte, nena -ronronea en mi oído como un lobezno con hambre de caperucitas.

– O una stripper demasiado vieja -y ahora suelto la frase clave, el anzuelo perfecto-. ¿Y de qué van tus fotos «artísticas»?

– ¿Te gustaría verlas? Puedo enseñártelas, vivo aquí al lado.

– Nooo, a otra con esa excusa, cariño. ¿Quieres quedarte conmigo con un truco tan rancio? ¿No ves que no hace falta? Sabes perfectamente a qué quiero dedicarme. No es necesario que me cameles si deseas estar conmigo.

– No, lo digo en serio. Estaría genial follar y todo eso, por supuesto, me pones a mil y, además, estoy hasta los huevos de niñitas con tetas de silicona y boquita de fresa haciéndose las inocentes con sus coletas y piruletas. Tú eres una mujer de verdad y te llevaría a la cama sin dudarlo, pero me caes bien, me recuerdas a una amiga que tuve y, tal vez sea por eso, no quiero aprovecharme de ti y echarte un polvo forzado con la excusa de que tengo mucha mano con Virtudes. Prefiero hablar, enseñarte mis fotos, mis proyectos…

– Al final va a ser que eres un romántico.

– Los artistas somos así -me sonríe-. Qué, ¿te vienes?

Y la intrépida policía que soy se baja de un salto del taburete dispuesta a ir de la guarida de las fieras a la boca del lobo. Total, qué más da, a ver si consigo en un mismo día ponerme en peligro con otro hombre tan inofensivo pero con la misma sonrisa de hiena. Agarro chaqueta y bolso con soltura, como si no llevara la pipa dentro, y les digo adiós con una sonrisa a mis queridas panteras. Rosa levanta los pulgares hacia arriba en signo triunfal y Negra, como una madre sobreprotectora que todo lo quiere controlar, me indica con un gesto que me telefoneará luego, no sé si para que le cuente o para comprobar que llego intacta a casa, quién sabe, no tengo demasiado tiempo para pensarlo porque mi fotógrafo, mi nuevo amigo, pretendiente, amante o incluso asesino, me coge de la mano como un adolescente sacándome del local entre la penumbra exactamente igual que cuando, con quince años, el chaval ansioso por besarte y magrearte te arrastraba lejos de la discoteca donde tus amigas bailan y la música retumba con una furia loca para averiguar el color de tu ropa interior y todas te desean suerte, como ahora, y te despiden con complicidad o envidia, y no sabes bien si eres afortunada o no, si ésa va a ser tu noche de suerte y descubrirás el amor y te tratarán con dulzura o el romeo que tanto te ansia acabará vomitando en tu falda y te hará sentir tonta, pequeña, absurda.

La casa de Kodak es más acogedora de lo que imaginaba. De hecho, y para mi sorpresa, todos los entornos previsiblemente hostiles están resultando estos días más agradables de lo que suponía: las mansiones de los mafiosos esconden cementerios para mascotas, los lupanares ofrecen té con pastas y en los apartamentos de fotógrafos de putas no hay sillones de mimbre cubiertos con chales ni abanicos gigantes en las paredes, ni siquiera un kimono de seda colgando de un respaldo o la inevitable lamparita cubierta con un pañuelo.

Me quito la cazadora y la dejo sobre un sofá de cuero color chocolate, Kodak se dirige a un aparador lacado en rojo del que saca unas copas mientras yo recorro el salón con sosiego, parándome a admirar las maravillosas fotos de Man Ray seleccionadas con esmero, la enorme librería blanca plagada de álbumes de arte, la chaise longue Le Corbusier ante el ventanal y una enorme ampliación granulada de una boca en blanco y negro.

– ¿Es tuya? -pregunto.

– ¿Cómo lo sabes? -se sorprende.

– No me suena, y tampoco es de Man Ray.

– Vaya, sí que sabes de fotografía.

– Paso mucho tiempo en la facultad, algo se me habrá pegado de estar allí todo el día, aunque sea en pelotas. ¿Quién es la modelo?

– Una amiga, ¿te importa si pongo música? -cambia de tercio.

– Debe de ser guapa, ¿no tienes por ahí el resto de su cara? -insisto, me escaman sus ganas de desviar la conversación.

– Era una modelo excepcional, guardo más de mil imágenes suyas -responde esquivo al tiempo que trastea en un estante hasta dar con un cd que introduce en una cadena de música ultraplana y nombre impronunciable. Se acerca hasta mí con una copa en cada mano y comienza a sonar la voz rota de Lola Beltrán deseando que te vaya bonito y te olvides de mí para siempre, que te digan que yo ya no existo y la vida te vista de suerte-. Trabajamos juntos casi una década y le hacía más de cien fotos al año. Por placer, porque me encantaba verla hacerse mujer, crecer, negarse contra toda lógica a envejecer…

– ¿Y qué pasó?

– Que dejó de hacerlo -y choca su copa con la mía con una melancolía que me empuja, me obliga a seguir preguntando. Deformación profesional.

– Explícame eso.

– No -apura su bebida de un trago, la abandona sobre la mesa de cristal y se me arrima, se aferra a mi cintura, apoya su barbilla en mi hombro como en busca de compañía o del consuelo o de calor y le oigo enumerar cuántas cosas dejaste prendidas hasta dentro del fondo de mi alma, cuántas luces dejaste encendidas que no sé cómo voy a apagarlas.

– Estás enamorado de ella -insisto, haciendo equilibrios con su peso, una mano sosteniendo mi copa y la otra en su pelo, comprensiva, acariciadora.

– No.

– Pero la quieres.

– Muchísimo.

– No te preocupes, volverá.

– Lo dudo.

– ¿Cómo se llamaba?

– Mmmm, ¿no te parece preciosa esta canción?

Voy a responderle que sí, me lo parece, pero me gusta más en la versión de Enrique Urquijo, mucho más triste, más rota, y entonces canturrea mi móvil y me escapo de su abrazo para alcanzar mi bolso y abrirlo sin que se me vea la pipa.