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– Sí -concedo-. Nos parecemos. Tenemos el mismo aire desarraigado.

– Como si no tuvierais a nadie más que a vosotras.

– Quizás. ¿Y quiénes son las otras chicas? -me intereso, y señalo a varias muchachas en ropa interior de aire infantil que ríen junto a Olvido en una foto fresca y alegre de grupo. Si no supiera lo que sé, pasaría por un divertido anuncio de lencería de marca poblado por nínfulas perversas.

– Son mis señoritas de Aviñón del 94. Ésa era su promoción. Virtudes se encargó, como siempre, de la selección. ¿Por qué lo preguntas?

– Una de ellas me suena, pero no sé de qué. ¿No tienes más fotografías suyas? Juraría que la he visto antes en alguna revista, soy tan cotilla…

– Todo esto es confidencial. Si alguna de estas fotos saliese de aquí Virtudes me cortaría las pelotas -advierte, pero entonces hago un puchero y compruebo que mis labios no han perdido el carmín o ese efecto que tan bien me funcionaba cuando, soltera, salía a ligar, hace una eternidad, porque me sonríe pícaro, se levanta de un brinco y va hasta una estantería, rogándome-: Espera un momento, no te muevas. Aquí tienes -me ofrece tras unos intensos minutos de búsqueda que se tornan interminables-. Ya puedes despacharte a gusto. Pero no te asustes con la calidad, son fotos horribles de su primer book. Estaba empezando.

– Kodak, vas a tener que prestarme este álbum. Lo necesito. Soy policía y esto es una prueba en un caso de asesinato.

– Me lo figuraba -confiesa sin parecer cabreado, ni siquiera decepcionado.

– El qué.

– Eso que te dije de Olvido y de ti. Ese aire tuyo de dignidad, esa aura como de mártir. No eres una puta santa, eres una justiciera.

– Lo siento mucho. ¿Te parece mal que te haya mentido?

– Un poco, pero podrías compensarme.

– ¿Cómo?

– Posa para mí. Otra vez. Sin mentiras.

XXI

Dice Esmeralda que quiere una vida nueva, dice Ramón que su mamá se ha fugado y debe ir a buscarla, dice Esteban Olegar que le gustan las alturas, Virtudes que es una señora, Vito un anciano cansado, Kodak un enamorado, Butragueño se jacta de no proferir jamás mentiras, Santi de que pondría punto final con su querida y yo, con la suegra declarada en rebeldía, mi marido embarcado en la búsqueda de su infancia perdida, el aspirante a empresario debatiéndose entre el amor y el odio, la bicha pensando en qué lugar se habrá topado conmigo, el «Padrino» debatiendo si quitarme o no de su camino, el fotógrafo empeñado en que soy la reencarnación de su Julieta, el abogado abusando de su jeta y su tarjeta y mi compañero entubado y medio muerto en una cama de hospital, sólo pienso que estoy de mierda hasta el cuello.

Mierda de mierda de vida, cavilo, y me riño porque, después de la noche de ayer, no tenía que haberme levantado a las 7:00, ni tan siquiera a las 7:33 y sé que estoy llegando tarde, como siempre, las mujeres es que no son capaces ni de madrugar, je, je, dirá el estúpido de la puerta al verme llegar y hola chata se te han pegado las sábanas pues tu puta madre, botijo seboso, y preparo la respuesta que llevo un rato repitiendo en mi cabeza cuando, de sopetón, me topo con un señor sentado en el bordillo de la acera, ante la comisaría, justo delante del gordo gilipuertas que lo mira con enojo, como si la vía pública fuera suya y un cerdo se le hubiera colado en el cercado de margaritas y es que éstas no son formas, un hombre tan elegante, tan encorbatado, tirado por los suelos con los morros apretados, los puños crispados y, sobre todo, ese aire de derrota tan incómodo, tan familiar, tan conocido.

– Señor, ¿está bien?, ¿le ocurre algo? -me intereso saltándome mi propia norma, la que dicta que la primera frase que pronuncie en alto nada más comenzar el día sea para mandar al carajo al mismo de siempre.

– ¡Pregúnteselo a ése y a sus amigos, pregúntele! -me responde iracundo, señalándole, y empiezo a sospechar que no se ha dado cuenta de que yo, aunque de paisano, también soy policía-. ¡Lo que me han hecho! ¡Me han humillado! A mí, que no me meto con nadie, que pago mis impuestos, que respeto a mis clientes y ayudo a los ciegos a cruzar la calle y cedo mi asiento a los lisiados y a los viejos. ¿Es justo esto? Dígame, ¿es justo?

– ¿El qué? -pregunto absurda.

– Que lleve aquí toda la noche, que se hayan reído de mí, que me toreen, que me tomen por tonto y me insulten. Mire usted, he sido avasallado -confiesa casi con vergüenza, como si le hubieran violado-. Y todo por una cartera, la mía, que me la han robado. Y no la he perdido, no, me la han ro-ba-do. A eso de las once y pico, en una cafetería, mientras veía un partido de la Champions. Y estoy seguro, muy seguro, completamente seguro, señor agente. Eso les dije, pero ellos que no, que la habrá perdido, hombre, y no puede asegurar que fueran dos rumanos, no se pase de listillo, que eso es acusar en falso, hace falta ser racista, coño, ¿o no sabe que hay muchos más ladrones de guante blanco con negocios como el suyo que pobres inmigrantes que no se meten con nadie? Eso mismo me dijeron. Me llamaron ladrón y racista porque mencioné a dos jóvenes de Europa del Este muy mal vestidos que se sentaron detrás de mí en la barra y que me comentaron los del bar luego, cuando me vieron tan nervioso tras el robo, que más de una vez los habían tenido que expulsar por meter la mano en los bolsos de las señoras o en las chaquetas de los maridos despistados. Y los policías insistiendo en que no, que se me habrá caído en la calle, que no puedo culpar a nadie más que a mí, que no van a buscar a esos dos porque no puedo demostrar nada y que no me queje tanto, que a fin de cuentas estoy entero y de una pieza.

– Bueno, visto así…

– Lo que tendría que ver alguien, del gobierno o de la prensa o de donde sea es cómo puede ser que llegara a la una de la madrugada y hayan tardado cinco horas en atenderme.

Y eso que sólo había un par de personas delante, todos en el pasillo muertos de frío pensando que habría sucedido algo importante que tendría a los agentes ocupados, un atraco a un banco, una redada contra la mafia y, cuando por fin logro acceder a la oficina de denuncias, me encuentro a una docena de policías bien cómodos y calentitos arrimados a un radiador y haciendo solitarios en el ordenador. No pude menos que recriminárselo, compréndame, ¡y entonces van y se me ponen chulos! Dígame, ¿lo cree usted?

Claro que le creo, quisiera decirle, claro que le han maltratado, abochornado, despreciado, insultado. Pero verá, la culpa es suya por tener mejor sueldo, un horario más cómodo, un empleo bien considerado y, sobre todo, por necesitarnos. No lo entiende, me gustaría explicarle, ha sufrido una venganza, un castigo, un ajusticiamiento que compensa, de algún modo siniestro, la diferencia entre su mundo y el nuestro. Déjeme que le explique que los agentes de cualquier comisaría se sienten tan ninguneados que se han olvidado de que están a su servicio. No asumen que usted, que no se juega la vida, con su reloj de marca y su traje distinguido, sea quien pague sus míseros jornales. La mayoría no tienen carrera, alternan con lo más granado del lumpen, patrullan en barriadas que no figuran ni en los callejeros, trabajan en oficinas sórdidas, oscuras, decrépitas. Ustedes, mientras tanto, son felices. Tan ajenos, tan inconscientes del peligro que corren y del que ellos les salvan que se sienten desdeñados, despreciados. Sí, cierto, sufren delirios de grandeza, sueñan con imposibles, tal vez estén mal de la chaveta y su vida sea tan miserable que necesiten soñar, volar, sentirse poderosos e importantes. Qué culpa tienen si el único momento en que coinciden con ustedes sea en su terreno y los ciudadanos que acuden a ellos se encuentran nerviosos, llorosos, recién atracados, supervivientes, apaleados y arrepentidos de su propia debilidad. Sólo aprovechamos la oportunidad, sólo eso.