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– Los resguardos de tintorerías que encontraste en la chabola del Culebra.

– ¿Has podido mirarlos? Pensé que no te habría dado tiempo.

– ¿Por quién me tomas? -se revuelve-. Claro que los he mirado, a mí me da tiempo a todo. Fui al salir.

– ¿Cuándo? -Clara no puede evitar que salten las alarmas de su suspicacia.

– ¿Qué más te da? Lo hice fuera de mi horario. Tú te vas por ahí con gente de mala muerte y yo no te digo nada. Lo importante es que he conseguido los datos, ¿no es lo que dices tú siempre? Pues eso. Toma los papeles y calla.

– ¿Se puede saber qué te pica?

– Me fastidia que intenten controlarme. En el fondo Reme y tú sois iguales.

– Frena, frena que te embalas. No empieces a comparar que la tenemos, que si te deja no es culpa mía -y se levanta para dar una vuelta, ir al baño, a donde sea, la leche que ha mamado, vaya hijo de puta arisco. Todos los hombres sí que son iguales. Todos-. ¿Y tú qué miras? -le increpa a una agente novata despistada que se seca las manos en una toalla y la observa con asombro, y es que hay que ver estas niñatas, las sacan de la academia, les ponen un uniforme y ya la miran a una como si estuviera pasada de rosca, como si fuera la loca de los cartones. Qué sabrá ésta de la vida, qué sabrá de mi vida y de lo que tengo que aguantar y de lo que a ella le queda por tragar, piensa mientras regresa y se sienta ante un París algo más dócil-. A ver, ¿me cuentas lo de la tintorería?

– Recogió la ropa un tal Winston Márquez. Es legal desde hace tres años. ¿Quién crees que le ha dado de alta en la Seguridad Social? -y hace una pausita retórica de esas odiosas antes de revelar con delectación-: Valentín Malde.

– ¿Cara de Gato?

– El mismo. Y también he logrado averiguar a qué se dedica nuestro amigo Winston, es el chófer de Vito, aunque sigo sin creerme que semejante mafioso tenga dado de alta a un inmigrante en su servicio doméstico.

– Es una manera de conseguir apariencia de legalidad. Vito nunca deja nada al azar, no querrá que le pillen por una tontería como ésa. Yo creo que el que lograran detener a Al Capone por evadir impuestos aún tiene a los capos de hoy en día acojonados -calla y espera que París le ría la gracia, pero se ve que él no está por la labor-. ¿Entonces la ropa es suya?

– Ni idea. Lo único seguro es que su chófer pagó la tintorería. De quién es mejor lo adivinas tú, que para eso te entrevistaste con él.

– Me da que sí. Eran trajes muy caros y la talla, aunque lo vi bastante consumido, podría haberle encajado cuando no estaba tan acabado.

– La pregunta es ¿por qué los tenía el Culebra?

– Quizá Vito le dio los trajes para que los vendiera en algún mercadillo. Le tenía mucho cariño, tal vez ésa era su forma de ayudarle sin humillarlo.

– Pues vaya detalle mandarlo todo antes al tinte. No, yo creo que el yonqui se los pondría para ir a por agua a la fuente o a cenar con los bichos de su chabola: ¡miradme, cucarachas!, ¡admirad mi elegancia, ratas de cloaca!

– Tú tampoco eres gracioso, Carlos. Ni por asomo.

– No intentaba serlo.

– ¿No podría ser posible que, en otro momento, el Culebra tuviera proyectos, planes para el futuro, sueños de encontrar un trabajo al que ir bien vestido?

– Y tú, que tan bien le conocías, ¿por qué crees que querría renacer de sus cenizas y reencarnarse en vendedor de enciclopedias o en un comercial de tres al cuarto? Oye, ¿adónde vas?

– A por el expediente de Malde, acabo de acordarme de algo. ¿Dónde está?

– Sobre la mesa del despacho de Santi. Lo dejé allí antes de… -y se levanta y tarda demasiado en volver porque no quiero hacerlo todavía, no quiero que París acabe la frase que dejó colgada en el aire para explicarme cuánto tiempo lleva aquí aparcado el expediente que Santi nunca llegó a ver, Santi lleno de tubos, Santi en el limbo sordo, ciego y mudo-. ¿Pasa algo?, ¿por qué tardas tanto? -es París, que desde el dintel de la puerta asoma su cabecita curiosa.

– ¿Dónde dices que lo dejaste? No lo veo…

– Sobre la mesa. Mira bien, seguro que habrán puesto cosas encima.

– No, aquí no hay nada.

– No puede ser, lo dejé ahí, es una carpeta marrón con fotos y varias muestras de huellas de fichas antiguas.

– Pues no está -hace un gesto de impotencia-. Ven tú a mirar.

París cruza el cuarto en una zancada y en un abrir y cerrar de ojos está revolviendo con sus manazas los papeles que han ido depositando sobre la mesa.

– Es imposible, te juro que lo puse aquí mismo.

Pero Clara ya no le oye, ha salido con el ceño fruncido y se ha plantado en medio de la sala principal, con los brazos en jarras y mirando fijamente a todos y cada uno de sus compañeros, que la contemplan preguntándose qué demonios le pasará ahora a ésta, qué bicho le habrá picado.

– A ver, falta un expediente y lo necesitamos con urgencia. Carlos lo dejó sobre la mesa de Santi y, por lo que se ve, alguien ha debido de llevárselo confundiéndolo con otro.

– ¿De qué sospechoso se trata? -pregunta Expósito-. A lo mejor lo cogió alguien que tenga otro caso sobre el mismo tipo. Como los delincuentes últimamente no bajan del medio centenar de causas abiertas…

– Bien pensado, pero lo dudo. Se trata de un tal Valentín Malde, y no creo que nadie más pueda quererlo.

Todos callan. París sale a ver qué pasa y, al percibir ese silencio, se queda junto a Clara y contribuye sin querer a que la imagen adquiera un aire amenazador.

– Podrías preguntarle a las de la limpieza -apunta uno, tímidamente-, siempre nos cambian todo de sitio.

– Cómo no se me ha podido ocurrir, seguro que alguna al ir a limpiar dijo: oh, vaya, el expediente de un mafiosillo, qué entretenido, voy a llevármelo a casa y así tendré algo de qué marujear con las vecinas cuando tienda la ropa en el patio -comenta cínica Clara.

– Tampoco te pongas así, era sólo una idea -se defiende otro.

– De ideas andamos sobrados, pero no de respuestas. ¿A nadie se le ocurre dónde puede estar?

De nuevo, silencio. Denso, persistente, hasta que el bolsillo de Clara comienza a vibrar y la obliga a abandonar su pose de interrogadora intransigente para sacar el móvil, berreante, impaciente y escandaloso y apagarlo abochornada antes de que le pierdan el respeto por completo, quitarle la batería si es preciso tras comprobar de un vistazo una vez más que no es Ramón sino ese desconocido pesado que telefonea desde un número privado, y ya van tres en una mañana.

– Vale, vamos a intentarlo de otro modo -interviene París, que sabe aprovechar como nadie las ocasiones en que ella baja la guardia o la deja fuera de combate una llamada inesperada-, ¿quién ha entrado estos días en el despacho? -varios mueven la cabeza negativamente y los demás callan-. ¿Nadie? Bueno, ¿y alguien ha visto entrar a algún otro compañero?

– Carahuevo entró hace unos días, ¿no? -apunta Expósito.

– Sí, pero Carahuevo no cuenta. Nuestro amado comisario no se ha leído un expediente en su vida y no veo por qué va a querer empezar ahora -masculla Clara a pesar de la mirada reprobatoria que sabe que le estará lanzando París.

– Yo… -dice muy bajito una voz, junto a las escaleras-. Yo creo…

– ¿Qué?, ¿qué dices, León? Habla un poco más alto, por favor -pide París con amabilidad-. No se te oye.

– Digo que ayer, o tal vez anteayer, no sé, creo que vi salir a… no me sale cómo se llama…, me refiero al chico nuevo, ese rubito tan guapo.

Varios agentes hacen gestos y se oyen risillas sofocadas, ya te decía yo que éste cojeaba de alguna pata, ¿no ves cómo se ha fijado en el novato? Seguro que ya le ha echado el ojo, hazme caso, que de estas cosas sé lo que hay que saber, yo a los maricones los veo venir de lejos y aquí tenemos a uno como la copa de un pino. Tiene una pluma que no se puede aguantar, no digas que no, y esa manía suya de cambiarse en el vestuario cubriéndose con la puerta de la taquilla… Si es que no se puede ser tan fino. Y claro, como el Bebé es rubito y tiene cara de niño… No, si al final además de sarasa va a ser pederasta.