Выбрать главу

– Qué honor que me haya excluido -ironiza Butragueño.

– Usted también va en el saco, pero a las mentiras de los abogados ya me he acostumbrado -devuelve ella el palo.

– ¿Por qué no quedamos para comer?, ya casi es la hora. Acaban de inaugurar en la azotea de un hotel un nuevo restaurante que…

– Preferiría que no, la última vez que pisé una por poco me lanzan al vacío.

– Le prometo que me contendré.

– Lo siento, pero no me fío. De todos modos prefiero que nos veamos en una cafetería a ras de suelo, algo más terrenal.

– Como quiera, ¿conoce alguna?

XXII

En cuanto franqueo la puerta, que parece más que nunca acorazada, Pablo me dedica una sonrisa esplendorosa, de un blanco nuclear, de un sincero que desarma y que desmaya y casi descarna y decido, sin duda con placer, que ha sido una buena idea citar a Butragueño en este pub. Al fin y al cabo es lo que hacen los abogados y él mismo también, sentarse en el trono de un despacho acojonante precisamente para eso, para acojonar al contrario desde una silla unos centímetros más alta que la de sus clientes o contrincantes, situar la ristra de títulos tras él y, si fuera necesario, contratar al mejor decorador que sepa conjugar luces y sombras para que éstas le saquen no el lado más favorecedor ni tampoco el más interesante, sino el más amenazador.

Así las cosas y los casos, no se me podrá echar en cara que busque mi propio entorno para sentirme a gusto ante una -espero- reveladora conversación y, a falta de secretarias adeptas a mi causa, ¿se me reprochará que al menos procure rodearme de un camarero sano, buen mozo y simpaticote que, de paso, puede identificar también al abogado como cliente de Olvido y buscar en su famosa libreta de apuestas o en su mollera cuándo fue la última vez que la visitó?

No espero mucho ante mi taza, alumbrada en la distancia por la sonrisa de mi barman preferido, para divisar a Butragueño apresurado, casi corriendo por la calle como la liebre de marzo porque llega, qué ricura, no media hora, sino treinta y dos minutos tarde. Para que luego digan de una. Hace tanto que un hombre no corre por mí que hasta me enternezco y me asusto pensando que igual, tonta como estoy, me da por soltar una lagrimita. Pero no, me recompongo nada más ver su corbata de ciento veinte euros con motivos ecuestres y logro remedar un mohín justo antes de que se siente frente a mí, no sin antes inclinarse a besar mi mano como un buen caballero educado en digna casa. Sé que es una charada, la representación de un mangante que se finge galante pero, qué diablos, me divierte esta farsa donde ninguno de los dos es lo que parece, en la que nos ilusionamos porque, por un momento, hemos conseguido embaucar al otro. Me gusta tanto esta situación que no me resisto a jugar con él y, antes de que diga nada, le confieso con un guiño travieso cuán enfadada estoy por su retraso y, sobre todo, por escatimarme información. Se hace el loco, se esconde tras sus cejas pobladas y enarcadas como extraños signos de admiración, pero pronto le llega el turno de pasarse a la cara de póquer en cuanto saco las comprometedoras fotografías de una Mónica Olegar mucho más joven y en ropa interior. Butragueño las observa un rato en silencio, las digiere y, por fin, me mira con rostro impenetrable. ¿Era preciosa, verdad?, empiezo. Claro que lo era, y lo sigue siendo, la cirugía es lo que tiene, afirmo con mala baba, pero no se trata de alabar su belleza sino de que me explique cómo es que estas imágenes pertenecen al catálogo de una madame. Porque Mónica era puta, responde sin ambages, y no puedo dejar de admirar, boquiabierta, la cruda simplicidad de su explicación. Ah, era eso, ni lo habría imaginado. ¿Y usted lo sabía? Por supuesto, admite, ¿cómo cree que la conocí?, ¿de dónde piensa que recluté a las participantes para aquel concurso de camisetas mojadas?

Me quedo tan anonadada que no soy capaz de reponerme de su sinceridad, pero reacciono, qué le voy a hacer, para reflexionar en alto sobre el hecho de que no me lo hubiera comentado antes. Ser un truhán es ser un señor y eso, al parecer, se aplica desde siempre a los puteros, por eso reconoce sin empacho que no me ha ocultado nada en realidad. Si repaso nuestras conversaciones, si leo entre líneas, resulta que ya lo dio a entender, y lo de que fue novia suya es rigurosamente cierto. Le he dicho que no miento, insiste, no hay mucha diferencia entre ser modelo de medio pelo y prostituta de altos vuelos.

A Mónica, me cuenta, se la presentó Virtudes, ¿no es una ironía que se llame así? Imagino que ya la habrá conocido, porque las fotos que me ha enseñado pertenecen a las que solía manejar para mover a sus chicas entre la clientela selecta, el posado es inconfundible. A la madame, y mientras hace memoria entrecierra sus ojos de ratón travieso, surcados de arruguillas de las que salen cuando uno se ha reído y disfrutado lo suyo, la trata desde hace mucho, cosa lógica si se tiene en cuenta que es una alcahueta de fuste y él un gran consumidor de sus productos. La historia es como un mal guión cuyas líneas básicas podrías adivinar sólo con ver los dos primeros minutos del telefilme del mismo modo que un editor ojea con desgana un manuscrito en diagonal porque presupone su final. Como un profesor, o más bien como un decano, se repantiga en su silla dispuesto a darme una lección magistral sobre la evolución de la prostitución en la última década y yo, fascinada, me dejo llevar y descubro que lo de los clubes de carretera era demasiado sórdido para una araña tan ambiciosa como Virtudes. Pronto se pasó a casas de masajes, después a pisos en barrios señoriales y más tarde a chalets en urbanizaciones privadas, sin perder de vista, eso sí, las suites de los hoteles de lujo como paso previo a las academias de modelos. El caso es avanzar con los tiempos. También se dedicó durante algunos años a organizar castings para desfiles privados de lencería, procesos de selección de azafatas para congresos, animadoras de cruceros por el Mediterráneo… El caso es dar con la excusa de reunir a hombres pudientes en un mismo local con ínfulas de convertirse en edén. Los ángeles los pone ella y, como uno solo de ellos pique, el business ya está hecho e irá a toda máquina, como un tren porque luego, por el orgullo estúpido de los machos que descubren reses nuevas en la manada, ya se encargan ellos de difundir las novedades y recomendarse las excelencias de su nuevo catálogo que sí, de acuerdo, es un poco como comprar muebles por encargo, pero no parece que haya otra manera menos comprometida de hacerlo.

¿Y Mónica?, le pregunto. Se incorporó al negocio, según me cuenta, en un momento de conversión entre la etapa de los hoteles y la del modeleo, y pronto aprendió a hacer carrera: ejecutivos de multinacionales, famosillos de televisión, empresarios de la construcción…

Y ahí, en esa pausa que da a entender tantas cosas, asumo que ha llegado mi momento. Ahora es cuando me toca atacar, y para hacerlo desenfundo mis armas dispuesta a esgrimirlas como una baraja de espadas y bastos que, espero, se le claven en los ojos, en las encías, en los párpados, y le golpeen en la cabeza hasta acogotarlo. Son las otras fotos, las que no le he enseñado todavía, no las de Mónica sugerente en salto de cama sino las de grupo, y mientras su sonrisa se diluye ante mi rostro como la pintura blanca que goteaba por la frente del mimo fantasma, cayendo lentamente sobre la gabardina de Olvido, resbalando a lo largo del contorno de su hombro, extiendo sobre la mesa dulce, amable, persuasiva, artera, las fotos que anoche amablemente Kodak me dejó en prenda.

Butragueño calla, contempla las instantáneas con ojos vidriosos. Su mano, que parece temblar ligeramente, no se atreve a tocarlas y su sonrisa, congelada, glaciar, colgada en el aire, me mira confusa dudando entre abrirse más o cerrarse por completo hasta su ocaso final.

En este preciso momento mi camarero preferido se acerca. Se ha dado cuenta de que mi contertulio llegó hace un rato y no le ha preguntado qué desea tomar. Al vernos tan serios duda, pero aun así viene con la bandeja y, nada más cuadrarse ante Butragueño, se queda mudo con la boca abierta. Ya se lo había cruzado antes, no es difícil darse cuenta.