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– ¿Os conocéis? -le pregunto con un gesto como de sota de las de dedo en alto al abogado, rendido por mi golpe, sonado.

Claro, el señor era un cliente habitual, pero hace tiempo que no le ve, confiesa demasiado pronto, demasiado alegre, demasiado inconsciente, el bueno de Pablo. A lo mejor es que ahora viene cuando libras de turno, sugiero, ¿a qué horas os frecuentaba antes?

Me sale un tono abrupto, incisivo, y el camarero modelo, tonto pero no tanto, cae en la cuenta de que ha hablado más de la cuenta. Nos mira, primero a mí, luego a él y, egoísta como sólo su juventud le permite serlo, como le aconseja sin pensar la vacuidad de su cerebro, se encoge de hombros con un gesto entre pesaroso y burlón que viene a significar que asume que ya la ha cagado así que ¿para qué seguir callando?, mejor confesar que siempre venía por la noche, y no sé por qué no me sorprende, posiblemente porque tengo a Butragueño catalogado en mi mente como un fornicador clásico, de los de cama y cuarto en penumbra y puerta cerrada, que si no no se le pone dura, de los que llegan con la frente alta pero discretos, de los que traen flores y colonia de regalo pero jamás se dejan ver con la fulana por la avenida cogiditos del brazo. Él querrá explicarme que los tipos de su calaña reservan sus afectos para la intimidad y no andan haciendo arrumacos por las esquinas a sus años pero, por más que me lo repita, no se me va de la mente la imagen del señorito de bigote y pañuelo en el bolsillo y casi hasta bombín que divisa a la hembra al pie de una farola, la requiebra y la galantea y se la lleva a una pensión de las de palangana, orinal bajo la cama, juego de sábanas aparte y una sola, patética y tacaña bombilla medio fundida, desangelada.

En fin, habrá que creerle, y también a Pablo, que me asegura que perdió de vista al truhán hará como tres meses y que solía aparecer solo, excepto, espera…, creo…, no sé… Veo cómo se concentra, cómo pasa por su mente la sombra fugaz de la tentación, de la mentira porque, a fin de cuentas, el señor es un tipo simpático y generoso que dejaba buenas propinas hasta que, finalmente, percibo cómo se despejan las nubes de su frente y se hace paso la luz del recuerdo de quien no puede resistirse a contar la verdad, sentirse protagonista por un día, los quince minutos de fama que a todos nos prometieron en el nido tras nacer y que le hace contar que justo antes de que dejara de verlo se presentó por aquí con un tipo joven, ese que le señalé en una de las fotografías que me mostró el otro día. Sí, ese mismo, el guapito, el altanero, se reafirma mientras yo se las vuelvo a enseñar. Creo que al mediodía, no estoy seguro, era de día, por eso me llamó la atención, como el señor sólo venía de noche… Pablo vuelve a dudar, mis ojos brillan, los de Butragueño se apagan según sigue hablando, según le entierran cada vez más sus palabras. Piensa en callar, lo sé, y mira al abogado dubitativo. Pero hoy Butragueño ha decidido ser bueno, o quizá todas estas muertes le acojonan y no querrá jugarse el pellejo por nadie más, así que con un gesto taxativo de su mandíbula perfectamente cuadrada, genéticamente pura, de semental de raza superior, le indica que continúe, que no tema, que no morirá en el intento. Vía libre para decir la verdad y sí, es él, no hay duda y muchas gracias, Pablo, ahora sé bueno y tráeme mi tila, que la necesito como lluvia de verano, como bebedizo mágico, como agua bendita, y enhorabuena, tienes una memoria estupenda.

Él se esponja y se lo cree sin menor asomo de duda, sin disimular su alegría. Menos de un minuto le ha durado la congoja. Está visto que no hay nada como llamar listo a un modelo para que te abra todas sus puertas. Eso es porque me la entreno, responde. La memoria, digo. Es que para mi profesión hay que tener cerebro aunque muchos crean lo contrario. Porque después, cuando quiera ser actor, tendré que aprenderme los guiones para las pruebas y tal. Por eso empecé a memorizar definiciones del diccionario, para cultivar la agilidad mental, me explica y, gajes del oficio, me obligo a asentir con gesto de arrobo a su absurda perorata mientras no dejo de pensar en qué pasará cuando desaparezca, inocente, feliz y decente, y nos deje a Butragueño y a mí frente a frente.

– Veamos -le resumo-, Mónica Olegar y Olvido fueron compañeras y usted conocía a las dos; también existió una relación demostrada entre esta última y Julio, y ahora descubro que también la había entre ella y Esteban. ¿Ve en qué situación le coloca todo esto? Está en el medio.

Sí, claro que se da cuenta, argumenta, recuperada la locuacidad ahora que Pablo se ha ido, pero no debo sospechar de él, ¿o es que el prestarse a hablar conmigo no demuestra su voluntad de colaborar?

Lo que demuestra, creo yo, es que se lo pasa pipa tonteando. Sé que le pongo, y lo que pienso es que puede estar engañándome, contándome mentiras, jugando al despiste, pero esto forma parte de mi propia paranoia y no se lo digo, no le dejo que me pregunte por qué soy tan desconfiada y, aunque guardo en la recámara la respuesta perfecta -«porque estoy casada con un picapleitos»-, me la como antes de que empiece otra vez con el cuento de que hace falta valor para casarse con alguien como yo. No, lo que yo quiero son verdades, información pura y dura sin salvaguardas ni escaqueos. Que me diga si las conoció al mismo tiempo, si alguna le habló de la otra, si ignoraba que habían trabajado juntas, a quién conoció primero. Cuándo, cómo, dónde, por qué.

Me relata, monocorde, como quien recita una lección que aún no ha aprobado, de repente mustio y apagado, que alguien le presentó a Mónica hace mucho, mucho tiempo, en un pase organizado por Virtudes. A Olvido, en cambio, la conoció hace no más de ocho o diez años, como ya me había contado, un cliente le habló de ella, tenía problemas con su herencia y él la asesoró profesionalmente. Nunca supo de sus tratos con la bicha hasta que un día ella la mentó sin decir su nombre, por supuesto, máxima discreción siempre, máxima discreción ante todo pero, para un putero de pedigrí como él no fue difícil reconocerla por su descripción: una mujer cruel, dijo Olvido, capaz de lo malo y lo peor, falsa como un duro de madera, operada hasta la médula, empeñada en no envejecer, en cambiar de nombre, rango y condición pero tan abyecta como la mismísima Celestina.

En cuanto a cómo llegó a Mónica, nunca vio el book de su promoción porque se la presentaron en carne y en directo y con esas referencias no hizo falta ojear su largo currículo, sólo sus largas piernas. Por eso nunca había contemplado las fotos de Mónica y Olvido juntas, por eso nunca supo que se conocían ni que habían ejercido a la vez la prostitución. Cómo iba a sospecharlo, ninguna le habló jamás de la otra, no pensó que pudieran tener nada en común. Eran mundos distintos, entiéndalo, una pasó a ser una señora, esposa de un cliente y amigo, hortera de tomo y lomo revestida de distinción. Un putón con nombre público en pleno proceso de reconversión.

Olvido, en cambio, vivía en el terreno de lo secreto, de lo oculto. Era una ensoñación para unos pocos, un secreto a voces que no admitía su ostentación.

– Sin embargo -alego-, como usted ha dicho, Mónica es una superviviente maestra en reconvertirse, y para eso hace falta ser más lista que el hambre. Seguro que no se le escapaba ni una y no era ajena a las sospechosas ausencias de su marido todos los miércoles. ¿No cabe la posibilidad de que se planteara investigar con quién se veía él para que no se le acabara el chollo?

– ¿Para qué?, ¿no lo entiende? Mónica se casó tras haber firmado un más que generoso acuerdo prematrimonial que, de parir un hijo, hubiera sido espléndido pero que, con tres hijas en su haber, tampoco estaba nada mal. No temía perder su dinero y no le dolía la infidelidad, ni siquiera se lo planteaba. Le importaba un ovario que no la tocara en la cama, lo único que quería era que no la importunara. Con quién saliera o entrase Julio, sencillamente, le daba igual.