– ¿Y a Olvido? Ella sí sabría de quién era Julio marido. Habría visto su boda en las revistas, como usted mismo me contó. ¿A ella también le daba igual?
– Tenía cosas más importantes en que pensar.
– ¿Como el chantaje? Hemos investigado sus cuentas y sabemos que emitía cheques por importes espectaculares.
– Eso no es problema mío.
– Y los pagos desorbitados que le ingresaba a usted sin falta todos los meses, ¿tampoco son problema suyo?
– No era un pago personal para mí, se trataba de una gestión que realizaba en su nombre, nadie sabe que yo lo hacía por ella y nadie debe saberlo.
– Seré una tumba, pero tiene que decirme al menos de qué se trataba.
– No tendría por qué -responde hastiado-, aunque imagino que no le costaría mucho solicitar una orden y obligarme a cantar: son los pagos de un internado. Sí -me mira con desdén-, sé lo que está pensando: Olvido tenía un hijo, y quería protegerlo. Había quienes no le perdonaban que fuera por libre, gente dispuesta a todo por que desvelase los secretos de sus clientes más devotos. Por eso excepto yo nadie sabe lo de Andrés, él hubiera sido el argumento más valioso para hacerle romper su silencio.
– ¿Y ese niño sabe que su madre ha muerto?
– Sólo tiene ocho años. Imagino que tendré que ser yo quien se lo diga.
– ¿Y el padre?, ¿ quién es?
– No es asunto mío -y antes de que la sospecha le señale, se defiende como gato panza arriba-. A mí no me mire, a los veintiocho me hice la vasectomía. No me apetece ir por el mundo dejando butragueñitos por las esquinas. Pertenezco a una dinastía podrida, es mejor asumirlo y evitar perpetuarla -mi seriedad le mosquea, quizá por eso pregunta-: Y usted, ¿quiere tener hijos?
– No lo sé -confieso con sinceridad.
– ¿Y a su abogado qué le parece esa respuesta?
– Tampoco lo sé -repito. Y de pronto reparo en que, con tantos silencios, con tanta indecisión en mi vida, no soy quién para juzgarle, y eso me confunde-. Pero no estamos aquí para hablar de nuestros hijos inexistentes o futuros, sino de los de los otros. ¿Por qué llevó a Esteban a la casa de Olvido?
Se lo pidió él, por supuesto, de otro modo jamás se le habría pasado por la cabeza. Uno no recomienda a un no iniciado a semejante sacerdotisa así como así, un veterano no lleva a cualquiera a un gineceo de los caros. Se trata de un paraíso secreto, algo que sólo debe disfrutar quien lo merezca, quien esté preparado para ello. Esteban es rapaz, es ávido, es cicatero… No, no pensaba dejar el camino abierto, no quería enseñarle su mundo, mostrarle sus debilidades, someterse a sus juicios, plegarse a sus arranques. No se trata de que sea malo, es que es un chico demasiado raro, introvertido, inesperado y nunca se le pasó por la cabeza sacar el tema del sexo con él. No es asunto suyo lo que le guste, no lo sabe ni lo quiere saber. Fue él quien lo abordó y solicitó que le presentara a Olvido. Así, sólo a ella, en concreto. Ya la había investigado con anterioridad. Encargó que siguieran a su padre, incluso él mismo lo hizo algunas veces, me confiesa, y me estremezco pensando en Esteban sentado aquí tarde tras tarde, en esta misma cafetería, cerca del ventanal, más o menos donde ahora estamos nosotros, viendo a su padre entrar y salir, contemplándola a ella ir y venir de sus compras, del gimnasio, de la peluquería. Sí, es muy propio de él, y si acudió a Butragueño no fue por afecto o cercanía, reconoce él mismo, no teníamos ese tipo de confianza pese al tiempo que hace que nos conocemos. Simplemente me necesitaba para pasar el filtro: ella, tan prudente, nunca admitiría a una visita que no viniera recomendada por otro cliente. Jamás.
Esteban, como un déspota moderno, no es que se lo pidiera, más bien se lo exigió. Es su estilo, masculla, y hace una mueca. Se presentó un día en mi despacho y dijo que tenía que conocer a esa tal Olvido. Confesó sin ningún pudor que lo sabía todo, que la había visto, que estaba fascinado y necesitaba, tenía, debía probarla, saborear lo que su padre merendaba todas las semanas.
Si sólo me hubiera dicho eso quizás hubiera valido. Hubiera comprendido su ansia, atisbado incluso gracias a su deseo que es humano y, sabiendo que ése era su motivo, habría aprovechado para hacerle el favor, que me lo debiera y, de paso, tenerlo contento y quitármelo de encima con sus exigencias absurdas, con sus requerimientos intempestivos, siempre déspotas, siempre a destiempo. Pero Esteban se había molestado en pergeñar una serie de patrañas para justificar su avidez. Le habló de sus responsabilidades para con la familia calcadas a las que me contó a mí: que si ella podía chantajear a su padre y destruir el imperio, que tenía que comprobar qué clase de hembra era, saber qué le daba a Julio para tenerlo enganchado, desentrañar la esencia de su poder sobre él… Butragueño la defendió, por supuesto, afirmó hasta el hastío que era una persona íntegra, encantadora, de absoluta confianza, y comprendo ahora que de veras la admiraba, no sé si como cliente o amiga o muñeca sexual preferida. La quería a su modo, un modo adulto, descreído, que le impedía traicionarla por el capricho de ese niñato por muy ahijado suyo que fuera, por más que le jurara que sólo se trataba de rascarse un picor pasajero.
– Pero cedió.
– Sí. El niño empezó a sacar trapos sucios, a hablar de operaciones más o menos oscuras de la época del pelotazo que habíamos llevado a cabo su padre y yo… No hay duda de que sabe hacer los deberes e investigar, rebuscar en los archivos cuando le conviene. Me asusté y les concerté una cita. No le mencioné a ella que se trataba del hijo de Julio, Esteban me lo suplicó, ansiaba que le trataran como a un cliente cualquiera, sin deferencias. Con todo, pensé en avisarla, pero como esa historia me parecía enfermiza preferí retirarme y no airear las miserias de nadie. Después él me llamó para contarme cómo le había ido y, la verdad, casi hubiera preferido no saberlo. El chico tiene un concepto insano del sexo, ideas de degenerado, de tomarlo como un escarnio, como un castigo, como que había estado bien darle su merecido y cosas por el estilo. No me alarmé porque sé por experiencia que este tipo de perros ladradores jamás se atreven a morder. Le haría falta ser un gran canalla para atreverse a hacerle daño, y también un hombre, y Esteban por aquel entonces no lo era.
– ¿Y ahora sí?
– Los recientes acontecimientos por fuerza han tenido que hacerle madurar. Verá, no tiene problemas con sus quehaceres empresariales, pero sí con los sentimientos. No le cuesta asumir riesgos en lo económico, incluso diría que le estimula, ha sido amamantado con leche de caja blindada. No, su auténtico reto es mostrar afecto, saber comprender, perdonar las debilidades de sus seres queridos, asumir que no son tan perfectos, tan pulcros e insensibles como él y por eso yerran y tienen vicios, deudas del corazón, flaquezas pese a las cuales ha de seguir amándolos.
– Le falla la empatía. Como a los psicópatas.
– No es ningún psicópata, es sólo un chico que ha crecido solo en lugares extraños, un desarraigado.
– En mi pueblo diríamos más bien que es un cabrón -sentencia Clara-. En fin, cuénteme qué le pareció a Olvido su cita con Esteban, por favor.
– No dijo mucho. Intenté tirarle de la lengua, pero no se dejó engañar -reprime una sonrisa-, dijo solamente que era un chico con muchas limitaciones, con una actitud poco natural frente al sexo, un chico atormentado, pomposo. No quiso contarme más. Olvido tenía un sexto sentido, un olfato especial para catar a sus clientes. Sabía distinguir el peligro y que éste no estaba a veces en el tipo que se viste de doncella y pide que le azoten con una fusta bajo el liguero sino en el oficinista gris y comedido que sólo quiere hacer con los ojos cerrados el misionero. Instinto de conservación, supongo.