– Las corazonadas fallan, Olvido debería haber aprendido a desconfiar.
– Si aceptó que Esteban la siguiera visitando no sería para tanto. No le tenía miedo. Yo le conté que había perdido muy joven a su madre, que ésta se había suicidado, y respondió que eso lo explicaba todo. Y, si ella estaba tranquila, yo también. Nunca volvimos a hablar de él. Ignoro si pasó a su nómina de clientes fijos, los dos eran mayorcitos y sabían cuidarse. ¿Para qué querer saber más?
– ¿Y no se arrepiente? A lo mejor ahora no estaría muerta.
– No me venga con frases baratas -recrimina-. Esteban no es un asesino.
– Lo dice porque es el abogado de su familia.
– Lo digo porque le conozco y no tiene pelotas para eso -insiste-. Además, Olvido no era tonta. Alguien la protegía.
– Pues no hizo nada bien su trabajo. Por otra parte, creía que ella iba por libre.
– Estaba convencida de que podía arreglarlo todo sola, le gustaba controlar su vida, ser independiente. Pero los buenos clientes somos agradecidos e imagino que supo conservar la amistad de algunos de nosotros, los más valiosos.
– Qué triste -se me ocurre-, ¿no tenía a nadie que la quisiera sin relaciones mercantiles de por medio, sólo por lo que era?
– Por supuesto. Estaba su familia.
– Su madre murió y su único hijo residía en un internado, ¿quién queda?
– La familia es más que eso, también están los amigos.
– No siga, un clan. Y Virtudes lo lidera y ejerce de madrina…
– Virtudes no pinta nada, es una mamarracha, la voz de su amo.
– ¿Entonces quién es el amo? ¿También hay un padrino?
– No puedo decir nada -se excusa.
– Entiendo, también es uno de sus clientes -murmuro desencantada.
– Mi bufete lleva más de cuarenta años trabajando para él, es una provechosa colaboración que empezó mi abuelo y todavía perdura. Me sentía en deuda por que siguiera confiando en nosotros, así que acepté el caso de una buena amiga suya que tenía problemas con una herencia, y entonces conocí a Olvido.
– ¿Pretende convencerme de que era como su ángel de la guarda? ¿A quién quiere engañar? Seguro que empezó siendo su proxeneta.
– Ese final no estaba escrito para ella. Era su ojito derecho, una esperanza, una promesa. Pero en todas las familias hay odios y rencores, engaños, rencillas, y Olvido siempre fue muy rebelde. Se negó a pasar por el aro y acabó pagando su libertad con su cuerpo. Él no pudo evitar que llevara esa vida, se alejaron, pero no dejaba de preocuparse por ella, de indagar sobre sus compañías, de vigilarla, de protegerla incluso sin que lo supiera. ¿Qué pasa? -pregunta al ver mi careto teñido de escepticismo-, ¿es que no me cree?
– ¿Cómo voy a hacerlo, señor Butragueño, si me está pintando a Vito Grandal, el mayor capo de Madrid, el tipo más mafioso, el más criminal, como una hermanita de la caridad?
Al próximo que me diga que la vida es una tómbola le meto una hostia. La vida es un marrón, un auténtico marrón grande y gordo que va creciendo a medida que aumentan nuestros años y nuestra ansiedad. Sí, eso es la vida. Y estoy harta, muy harta y aquí, frente a esta mampara de cristal, contemplando a Santi lleno de tubos, empiezo a pensar que, igual que los ricos como los Olegar tienen el dinero por condena, hay otros muchos desgraciados para los que a veces es un alivio una temporadita en una camita blanca de hospital, olvidándose de todo, sedados, dormidos, cansados de llevar la memoria a cuestas.
Pero no, claro, no dejo que este pensamiento derrotista y absurdo me gobierne más de un minuto. Cómo hacerlo. Soy una luchadora, una hormiga atómica, una petarda que no puede parar de trabajar ni siquiera cuando está frente a su amigo medio muerto y sí, lo sé, me pongo derrotista y asumo que esto es como ver la botella medio vacía, haciéndole una visita inútil, mirándole sin hacer nada ni poder parar de pensar.
La entrevista con el abogado ha sido un desastre. Apenas he podido sacarle nada que no supiera o intuyera ya, frases que no llevan a ningún lado, verdades a medias, jugando ambos al despiste como niños perdidos durante tanto tiempo que, cuando llegó la revelación final, no tuvo mérito saber que quien estaba detrás de todo era, cómo no, nuestro gran amigo Vito. Pues vaya. Como si no imaginara que él y sólo él podía estar tras esto, siempre sobrevolándolo todo y a todos, él, que tenía en su cementerio particular el chucho de Olvido, que figuraba en clave en la memoria de su teléfono, que proveía de ropa de segunda mano al Culebra, que tiene a Virtudes -o Alejandra, a estas alturas qué más da- cruzando una y otra vez el arco de su verja. No hacía falta que Butragueño se cagara de miedo para que me diera cuenta, pero fue divertido ver en su cara esa expresión de ladrón robado, de listillo al que han dado una lección. Qué se creía, ¿que yo no poseo también mis propias fuentes de información?
¿Tú qué dices, Santi?, ¿termino de fiarme de él o no?
Sí, lo sé, es listo, más que listo es pillo, un pícaro, un superviviente privilegiado, pero no puede evitar querer fardar a toda costa cuando se le pone delante una mujer y, aunque lo creo legal, no sé hasta dónde es capaz de inventarse una historia sólo por escuchar los ¡ohhs! y los ¡ahhs! de la hembra a quien pretende encelar.
– ¿En qué piensas?
Clara se vuelve. Ahí está Dolores. Me mira seria, muy seria, parece preocupada por mí, no puedo sostener el peso de sus ojos entrecerrados que me analizan, me leen la mente, me escanean por dentro como a un código de barras en el supermercado. No necesita que le explique mucho, sabe que he venido no a ver a Santi sino a pensar, me ha encontrado sin problemas a pesar de que no dije a nadie que vendría aquí, su lógica funciona tan bien para diseccionar cuerpos como para entender el ansia que me domina. No estaba en comisaría, me dice, tampoco en casa, mi móvil apagado, mi furia desatada y las ganas de andar sin rumbo que me consumen cuando estoy desolada y que me llevan siempre a acabar en algún lugar familiar, como el pasillo de este hospital.
– ¿Por qué tienes el móvil apagado? -me pregunta.
– Hay un pesado que no deja de molestarme -respondo, y luego callo. Ninguna de mis razones va a sonar lógica. Tendría que remontarme a mucho tiempo atrás, antes de que Ramón se fuera a Sevilla, antes incluso de conocerle, tal vez cuando no salía con él. Posiblemente entonces me sentía como ahora, igual de cansada, perdida y sola. Pero no va a poder ser, no tengo tiempo para explicárselo y Dolores, supongo, habrá venido para algo.
Acerté. La autopsia de la farmacéutica, la amiga de Santi -que duerme tras el cristal ajeno al detalle de los desagradables sucesos que le llevaron a su actual estado-, ha confirmado la fecha de la muerte: martes noche. ¿Causa? Inhalación de monóxido de carbono. Pero hay más: en el análisis de tóxicos se han hallado restos de opiáceos. Los tomó esa misma noche. Una dosis elevada no mucho antes de morir, muy elevada realmente, elevada hasta para una loca que se va de juerga desenfrenada con su amante pero que no podría ignorar el riesgo que tal cantidad conllevaría. Con todo, no se trata de una ingesta suicida. Podría interpretarse simplemente como que le iba la marcha, lo que corroboran, por otra parte, las leves señales de violencia sexual. La señora era aficionada a los escarceos eróticos «intensos» y lo que sea que pasó fue después, me explica Dolores. Se han tomado muestras de Santi y de ella que confirman que estuvo con él. Hay semen en su vagina y piel bajo las uñas: a esto le llaman algunos forenses rancios «marcas de pasión».
Tras la clarificadora exposición sólo se oye el bip, bip de las máquinas en funcionamiento. De pronto, Clara pregunta:
– ¿Tú te imaginas a Santi en plan sexo salvaje? Me juró antes de acudir a su cita que iba a cortar definitivamente con la farmacéutica. ¿Tú te acostarías con alguien a quien vas a dejar?
– Igual te contó una trola, o igual quisieron darse un polvo de despedida.