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– Lo dudo. Ella no dejaba de insinuársele y ofrecerse, siempre estaba dispuesta cuando la llamaba, se arrastraba por él. ¿Te parece que aceptaría deportivamente su rechazo y luego se lo tiraría?

– A lo mejor era de las que pensaban que con un polvo podría hacer cambiar a un hombre de idea, o a lo mejor Santi pensaba acostarse con su amante sin decirle que después iba a cortar con ella. Tanto monta, monta tanto.

– No es de ésos. Quería hacer las cosas bien.

– ¿Sí?, ¿y cuántos años llevaba viéndose con ella sin que su mujer lo supiera? No intentes convencerme, los forenses sabemos, vemos muchas cosas, y bien que se revolcó él por la hierba callándose que después la iba a dejar.

Clara se extraña, qué es eso de la hierba, a qué se refiere. Dolores se lo explica con parsimonia, como si fuera una alumna especialmente obtusa, una policía tonta: los dos se habían manchado de verde su ropa y había restos de agujas de pino clavadas en la espalda. Hacía buena noche, lo más probable es que lo hicieran fuera, en la pradera, sobre una pequeña manta, a la luz de la luna. Qué romántico, ¿verdad? Después, al acabar, regresaron al coche, tal vez se pusieron a hablar, una cosa llevó a la otra y lo mismo volvieron a empezar, sólo que ahí ya llevaban un rato respirando el monóxido y perdieron el conocimiento. Las fotos de la escena confirman que tenían la ropa desabrochada y los pantalones bajados, en fin, que seguían en plena faena. Pero cómo, si El Pardo es una zona superpoblada de amantes, no es ninguna playa desierta, es el picadero habitual de las afueras, todo el mundo sabe a lo que va y salir del coche es una imprudencia que un veterano policía como Santi jamás cometería a pesar de que las evidencias proclamen que ambos tenían briznas de hierba en el pelo y bolitas de lana también en todas sus prendas. Las hace el rozamiento y se pegan en la ropa interior de los que retozan semidesnudos sobre una manta que no aparece, que Dolores ha solicitado pero que no le han traído y con la que pretende cotejarlas. ¿Y dónde puede estar la manta? Quizá la tenga Zafrilla en el laboratorio, pero Dolores no va a llamarla para preguntárselo, o puede que se haya traspapelado en un almacén o que a un agente le haya gustado el diseño de sus cuadros escoceses y se la haya llevado al maletero de su monovolumen con la idea de usarla cualquier día de picnic con su mujer. Así funciona el Cuerpo.

– Genial -exclama Clara-. Cuatro muertos en una semana y ahora pruebas que desaparecen y cero comunicación entre Huellas y la forense.

Y muchos sinsentidos también, piensa, porque nada de esto realmente tiene lógica, Santi jamás saldría afuera, no cometería esa imprudencia. Algo falla, como siempre, y yo estoy tan torpe, tan desquiciada, que no soy capaz de ver qué es lo que se me escapa. Me pongo a caminar por el pasillo como un animal enjaulado, arriba y abajo, abajo y arriba, y mientras voy repasando con Lola los detalles de la autopsia, las muestras, las pruebas, los indicios que me da y, según ella, debo poder encajar. Me dice que en la vagina de la farmacéutica sólo se halló semen de Santi, lo que descartaría a cualquier otro amante, pero también restos de espermicida, lo cual es muy raro, concluyo, porque si alguien se acuesta con alguien a pelo y a palo no tendría que aparecer espermicida por ningún lado. Éste se usa como medida anticonceptiva de refuerzo junto con preservativos o con diafragma, pero ella no lo llevaba, Lola me lo confirma. La presencia de espermicida sólo podría explicarse si hubiera tenido relaciones con alguien que usara un condón combinado con esta sustancia, y ese alguien no era Santi, dado que hallamos la suficiente cantidad de su semen como para confirmar que él no se lo puso. Ese otro individuo que sí lo usó sería más bien alguien con quien hubiese querido tomar precauciones, de poca confianza, un polvo esporádico quizá. Pero ¿qué pinta en la noche del encuentro con su amante habitual ver a otro hombre más? ¿Qué pantomima es ésta de ponerle a Santi los tarros con un tercero? ¿Buscarle un repuesto antes de que la abandone, ir por delante?

Según la lógica hubo uno primero con el que se puso condón y luego hubo otro, Santi, con quien no se lo puso y que, si acabó palmándola con él, necesariamente tuvo que ser el último; tenemos semen de Santi, y datos que nos dicen que lo hicieron fuera, sobre una manta de coche que nadie sabe dónde está, y sin embargo del desconocido que se ha acostado con la farmacéutica ni siquiera intuimos el dato más peregrino.

– ¿No ha aparecido un solo vello púbico, algún pelo, un mínimo rastro? -pregunta Clara, con un suicida atisbo de esperanza.

– En el análisis de ella no. Y eso también es bastante raro. En cuanto al condón, si es que su cita también fue allí, encontrarlo sería como dar con la aguja del pajar. El Pardo está sembrado de gomas usadas.

– Nunca resolveré esto, Dolores -y se frota los ojos con la mano, como si le molestara la luz de neón-. Es una pérdida de tiempo, no vale la pena desvivirse por dar con la solución. La mala suerte va por delante de mí. Es mejor admitir que soy incapaz y rendirme. Claudicar ya, ahora mismo.

– No te pongas así -intenta animarla-. Todavía tengo más cosas para ti. ¿Has comido?, ¿te las cuento de camino a la cafetería?

Pasa un brazo por sus hombros, la rodea como quien sujeta a un viejo que no puede andar. Clara se deja llevar. Mientras avanzan despacio, como si midieran sus pasos, como si ella fuera también una enferma sujeta al ritmo de un gotero con sus ruedecillas que chirrían sobre el linóleo, la forense le va contando sus hallazgos con la cadencia de quien cuenta un cuento a un niño enfermo, a un viajero inquieto al que hay que entretener en el trayecto.

– También tenemos las pruebas de ADN que pediste, vas a alucinar.

– No creo -responde, y sabe que Dolores va a interpretar sus palabras como una muestra de su desánimo, pero en el fondo qué más da, para qué sacarla de su error, decirle lo que ya ha averiguado por su cuenta y quitarle mérito a su trabajo, que ya sabe de quién son los cinco dientes, esos cinco azares, las cinco diminutas ferocidades que se clavan en la memoria de los muertos, que se ensañan en su sangre. No, mejor me callo, decide. En el fondo la gente debería empezar a intentar tratar un poco mejor a los demás.

– Los dientes de leche, los que guardaban Olvido y el Culebra en su chabola, son de la misma persona, un niño y, agárrate, es hijo de Olvido.

– Ah.

– ¿Ah? ¿Sólo eso? Entonces déjame que siga, esto sí te va a encantar: como me pediste, comparé también la muestra de ADN mitocondrial con los dientes que escondía el Culebra y, adivina: el niño también comparte carga genética con él.

– ¿Es su hijo? -pregunta Clara, ahora sí atenta-. Dime, ¿lo es? -insiste y, de pronto, ya no está para bromas ni apatías.

– No, no es su hijo, no llegan a unos índices tan elevados de semejanza genética, por eso comparé los datos del Culebra con los de Olvido. Y ahora, nena, sí que vas a flipar: el niño es su sobrino, ellos son hermanos.

– Pero no puede ser, llevan apellidos distintos.

– La gente de su calaña suele adoptar identidades falsas.

– Ella no. Tenemos su pasaporte y su DNI y hasta sus datos de la Seguridad Social y bancarios. ¿Es posible que sean hermanos sólo por parte de madre o de padre?

– Si fueran hermanos sólo de padre o de madre no habría tanta coincidencia entre sus genes. Son hijos de los mismos progenitores.

– ¡Por fin te encuentro! ¿Tú eres consciente de que estás ilocalizable?

A Zafrilla, que llega como un terremoto casi sin mirar, le encanta hacer entradas triunfales, seguro que venía preparando la frase por el camino mientras conducía, al aparcar ya se la sabía de memoria, en el ascensor la repetía sin cesar y no ha sido capaz de cambiar el chip al encontrarme con Lola. Y ahora qué hago en medio de esta situación embarazosa, no me puedo creer la mala suerte que tengo, ¿por qué me tocará siempre estar en medio de todas las guerras civiles?