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No me apetece volver.

Me quedaría en la calle haraganeando, dándole vueltas a los dobles sentidos de las palabras, a las trampas que encierran las trolas y los significados ocultos que no he escuchado por querer mirar a los ojos, me pasaría horas propinándole patadas a un balón medio desinflado, incluso a una lata de refresco, igual que cuando era pequeña, saltando las cuadrículas de las aceras, jugando a la chapa en una rayuela pintada con un trozo de ladrillo que delimitara, qué sencillo, las diversas zonas de la vida y sus motivos.

Pero me estoy pasando, lo sé, como cuando se hacía de noche y tú sabías que la bronca de mamá por llegar tarde te asaltaría nada más cruzar el umbral, como cuando en medio de una persecución o a punto de encontrar un escondite infalible oías que se abría la ventana y calculabas cuánto tardaría en gritar tu nombre en la calle porque la cena está lista y ya va siendo hora de entrar o me saco la zapatilla y verás tú qué azote. Eran exactamente estas mismas horas, cuando después del colegio el otoño aún te prestaba unos haces de luz para jugar, y aunque la tarde se cubriría pronto de noche y la luna empezaría a brillar los deberes aún no apuraban y daba pereza dejarse vencer por las obligaciones, y se retrasaba el momento de asumir el papel de estudiante y dejar de ser veraneante libre y feliz. Exactamente igual que ahora, con octubre que empieza a someter a los adolescentes atontados del garrafón del verano, con el sabor del primer beso en los labios y los libros de texto recién comprados. Quién es tan estúpido como para volver a casa y ponerse a hacer logaritmos y bisectrices, como para querer regresar al trabajo después de haberse fugado a media tarde y reconocer lo perdida que se está, lo saturada que se puede llegar a estar con tantos datos, tanta información que da pereza ordenar. El de la puerta reconvertido en portera me echará en cara una vez más qué horas son éstas y me encontraré con la sala cargada de humo a pesar de que ya no se permite fumar, el aire viciado de delitos y faltas, de recriminaciones y envidias, de telas de araña que trazan los rencores, las recomendaciones, los ascensos mal merecidos, de insectos bullendo bajo la alfombra que apenas se perciben pero que bastan para que sintamos, sin saber por qué, una tenue congoja, una incierta inquietud y sí, qué horas son éstas de llegar, por supuesto que a ti te lo iba a explicar, gordo de mierda.

Cumplo con mi texto como una niña buena, repito las frases consabidas sin saltarme el guión como en una nueva entrega de El Show de Deza, hago debida cuenta de mi papel porque es lo que se espera de mí y cuando llego a la sala sólo sé que sé algo más, pero no he encontrado aún el modo de resolverlo.

Sé que he comido sola porque mis amigas no se hablan, sé que mi marido ignora que existe algo indefinido que me come por dentro, sé que he estado ilocalizable, con el móvil apagado, perdida para mis compañeros y que, tarde o temprano, tendré que dar cuenta de todo lo que he descubierto, también sobre ellos, y en algún momento me obligaré a preguntarles: ¿dónde estabais el martes noche cuando la palmó la farmacéutica?, ¿por qué no ha vuelto el Bebé?, ¿qué me oculta París?, ¿por qué me siento tan obsesiva, tan desconfiada, tan insegura, tan terca?

Me callo las ganas de preguntarme en alto por qué. De pronto no me fío de ninguno de ellos y mi silencio se impone justo antes de toparme con París, frente a mí, mirándome con cara de perro.

– ¿Dónde te metes?

– Salí un rato.

– ¿¿Más de cuatro horas??

– Aproveché para comer.

– ¿¿¿Más de cuatro horas???

Me hastía, me da pereza, la desidia me puede y no tengo ganas de enfrentarme, de plantarme, de poner los brazos en jarras y también gritarle, humillarle, defenderme, reírme de él, proclamar que no me controla, que no es mi jefe por mucho que se empeñe, que no es nada ni nadie ni debo rendirle cuentas porque quién se cree que es. Pero la indiferencia me vence y me lleva rendida a mi silla, me obliga a sentarme y le imprime a mi voz una monotonía tibia, serena, con la que desgrano el rosario de mis pesquisas: que fui al hospital para ver a Santi, que se pasaron por allí Lola y Zafrilla para hablarme de las autopsias y las pruebas, que Olvido y el Culebra son hermanos y que no sé por qué tienen apellidos diferentes.

– Pues habrá que comprobarlo -se propone, activo de pronto, olvidándose de la bronca que me tenía preparada, rebuscando entre las docenas de carpetas que han ido reproduciéndose en los últimos días sobre su mesa.

Yo también me pongo a hacer como que busco, fingiéndome ocupada, dándole gracias por dentro, desde mi pereza, a ese dios pequeño y menor que nos ha permitido cambiar de tema. París encuentra el pasaporte de Olvido, yo la partida de defunción del Culebra. Ella se apellidaba Ugalde Valle y él Blasco Ugalde. ¿Cómo puede ser que sean hermanos de padre y madre? París está confuso. Yo tengo una idea.

– Mira en su partida de nacimiento de quién es hija -le pido.

– De soltera. Padre desconocido -me responde.

– Olvido lleva los apellidos de la madre y el Culebra era mayor. Ahí lo tienes, el desgraciado de su padre sólo quiso reconocer al hijo varón, al primero que nació. Luego no quiso darle los apellidos a la niña, qué cabrón.

Me entra la urgencia de confirmarlo, de dar con algún papel que lo demuestre, pero la partida de nacimiento del Culebra no aparece y en mi montaña de papeles sólo están los documentos que encontré en su chabola, las tarjetas de abogados de medio pelo, la de Butragueño, su cutre-agenda de cartulina… Con ella en las manos se me enciende una bombilla que hace rato parpadeaba en mi cabeza a punto de fundirse pero que ahora refulge como el foco que alumbra a una starlette. Conmovida por la inspiración hojeo algunas de sus páginas, marcadas con post-its allí donde encontré las anotaciones más extrañas. Aquí está: «CUMPLEAÑOS NENA, 27 de noviembre».

– ¿Qué día nació Olvido? -le pregunto a París.

– 27 de noviembre, ¿por qué?

La bombilla estalla en una llamarada de luz que me deja anonadada, se expande en miles de centellas como pequeñas bombas nucleares o chispas de conocimiento: por eso el Culebra tenía una tarjeta del abogado, porque ella se la dio, porque era quien llevaba los papeles de su hermana, el que tuvo que resolver los problemas que surgieron a la hora de dividir la herencia de su madre, y es que ahora lo entiendo: ¿cómo le vas a dar a un yonqui tanto dinero? La cantidad que Olvido le pasaba mes tras mes a su hermano era en realidad su propio legado, se lo ingresaba poco a poco para que no lo dilapidara en una noche sin fin, en una fiesta sin descanso. Olvido cuidaba de él, le amparaba hasta en detalles tan tontos como no revelar su parentesco en la lista de nombres en clave de su teléfono. La madre preocupada, la Olvido previsora llena de miedo por su hijo y su hermano, tanto, que prefería llamarlo «Chico de los Recados». El Culebra era un incapaz y ella era su tutora, y yo sigo atando cabos embalada, fascinada con mi propia reconstrucción de su pasado. Eran hermanos, se apoyaban, si él descubriera algo lo primero que pensaría sería en acudir a ella, su protectora, la única en quien confiar. ¿Qué harías si fueras un yonqui callejero y te enteraras de un oscuro secreto? El Culebra merodeaba por el barrio, en ocasiones hacía favores y en otras era miserable, pero en resumidas cuentas, y a pesar de estar acabado, manejaba información. Le gustaba jugar a ser confidente más que nada por el riesgo que conllevaba, para sentirse importante, un motivo más por el que continuar malviviendo en su chabola destartalada, en Villa Desolación. Si por casualidad diera en alguno de sus tejemanejes con algo que pudiera ponerle en peligro a él o a alguien que conociera, lo más probable es que buscara a Olvido para contárselo, porque a pesar de ser tan piltrafilla, tan matao, era hermano de una de las prostitutas más selectas de la capital y se codeaba con el insigne Vito Grandal, quien me confesó sentir un gran cariño por ambos. ¿Y si de verdad fuera sólo su padrino y no el «Padrino»?, ¿y si los conociera desde niños? Por eso consiguieron hacer carrera fuera de lo legal, porque contaban con su protección. Las fotos de Olvido apenas adolescente abrazada a Virtudes, los trajes caros de Vito en la chabola del Culebra, todo cobra sentido. ¿Y si fuera él quien los inició? Si de pronto el Culebra se enterara de algo que tuviera relación con su amo, como el soplo que nos dio a medias y del que seguro conocía todos los detalles, lo más lógico es que corriera a contárselo a su hermana, que a su vez también morirá al día siguiente y es más, posiblemente fue quien lo encontró sin vida en su chabola, como prueba su huella en la medalla.