– Podrías llamar a Vito. Siempre está en el meollo de todo.
– No quiero hacerlo ahora, no me apetece.
– Pues te aguantas, soy tu superior y te lo ordeno.
Mientras me levanto empiezo a farfullar excusas aunque sé que no me queda otro remedio, no hay más solución que enfrentarse a él de nuevo sintiéndome tan pequeña y tan sola, tan al margen de todo, tan poco enterada, tan tonta… Es injusto, es como repetir un examen que ya aprobé. No me da la gana. Me niego. No quiero saber nada de esto, destapar más mierda, enseñar el culo o el alma otra vez, ver a Vito en toda su decadencia, al loco de Malde con su podredumbre, esa casa tan brillante que hiede como el oro bañado en sangre. Pero París se va y no me escucha o es que le da igual. Él manda y yo me tengo que callar.
Suena el teléfono de su mesa. Clara descuelga con miedo, como si la sorprendieran leyendo sus pensamientos. Pero no es su voz de oráculo viejo, sólo Zafrilla arrepentida por su huida. Me pide perdón, no por haberme abandonado sino por olvidarse de hablarme de las huellas que tomó en casa de Olvido. Las ha estado cotejando con el Sistema Automático de Identificación Dactilar y ha saltado algún que otro fichado: un tal Valentín Malde; Enrique Blasco alias el Culebra; un futbolista brasileño del Real Madrid que ha encontrado gracias a Extranjería y Julio César Olegar, por supuesto, y su hijo Esteban, que no están fichados pero los documentos de identificación es lo que tienen y no, me responde antes de que haga la pregunta que tengo en mente, no se pueden utilizar esos datos para incriminar a nadie, la Ley no lo permite, es más, ni siquiera tendría que haber podido acceder a ellos, pero una tiene amigos y recursos, así que mejor no decir nada, olvidar cómo lo hemos averiguado y agradecerlo en debida forma, suelta a borbotones sin respirar, como quien quiere quitarse un peso de encima o sacarse un dolor de golpe para decirme a continuación que también siente haberse marchado así del hospital, que está fatal, que se le hacía demasiado violento y, a qué negarlo, sigue muy afectada, y no es sólo por lo de Lola, es más bien porque, lo ha estado meditando, quiere darle una vuelta a su vida.
Se me ocurre preguntarle si esa vuelta no será hacerse lesbiana, pero me callo a tiempo porque, lúcida de pronto, entiendo que no está el horno para bollos. Mientras degusto el sabor agrio del alivio que la invade a una cuando se muerde la lengua a tiempo, Zafrilla sigue con su rollo, que no le gusta cómo es, tan vulnerable, tan ansiosa por conseguir un hombre, que tiene que pensar, marcharse una temporada, pedirse unos días libres y cambiar aunque no sepa aún a qué.
La obligo a prometerme que me llamará en cuanto lo averigüe, tanto si está mal como bien, tanto si se va cerca como lejos, porque me tiene para lo que sea y, antes de colgar, me jura que seré la primera en enterarme, claro, pienso, si soy la única amiga de las buenas que le queda, y me encantaría seguir especulando con qué mosca le habrá picado ahora a ésta para querer irse, pero de golpe viene a mi cabeza el recuerdo de Esteban Olegar que me mintió, como Laura me ha confirmado y como era de esperar, que me dijo que jamás había pisado el apartamento de Olvido, que nunca se había acostado con ella, que sólo la encaró por la calle el día en que murió y a quien, en un solo día, por dos fuentes diferentes, siempre terminan por pillar.
Pero no quiere perder las horas ocupando la mente con su carita de millonario despreciable, con sus maneras insultantes de cortesía cortante, con su perfecto acento de cabrón sabelotodo y engreído. Tengo cosas mejores que hacer y, ensimismada, abre la puerta del archivo y se topa con Reme y París, los dos sentaditos muy juntos, sus cabezas casi chocando como las de dos palomas que se arrullan, dos jugadores de rugby concentrados en una melé o dos chavales traviesos planeando la próxima trastada. Pero no, sólo están viendo fotos, una tras otra caen ante sus ojos las mil expresiones de Virtudes mientras sale de su coche, saluda a los gorilas de la puerta y entra en la mansión de Vito como mamá pata seguida por sus polluelas, putillas novatas o aspirantes a serlo renqueantes en sus tacones, ateridas en sus atuendos.
– Es ella -afirma contundente mirando atenta la cara de la bicha.
– ¿Seguro? -pregunta París.
– ¿Te crees que soy tonta? Que la he tenido delante, chaval, que quería reclutarme, que estaba empeñada en que le contara mi vida sexual y decía que yo tenía mucho potencial. ¿A ti te parece que podría olvidarme de la cara de alguien así? -responde airada.
– Es una pregunta obligada, no hace falta ponerse borde.
– Pues como se la hagas a los testigos con ese tonito más de uno habrá que te mande a la mierda.
– Nadie me ha mandado a la mierda hasta ahora excepto tú. Y es más, me resbalaría, porque se trata de gente que me importa un carajo. Pero que tú, listilla, me trates a patadas sólo por querer hacer bien mi trabajo empieza a reventarme. Me tienes harto.
– ¿De verdad? Entonces ni te cuento hasta dónde estoy yo de ti.
– ¿Sabes qué te digo? Que me tiene aburrido el papel de comparsa y que quieras seguir jugando a ser policía. Ahí tienes la puerta y que pases una buena tarde, bonita -estalla París dando un puñetazo en la mesa.
Y, para mi desconcierto y el de Reme, se pone en pie, ágil y altivo, y se larga con parsimonia dejándonos a las dos boquiabiertas. Ella no es capaz de articular palabra tras el mutis y yo, que ayer o anteayer habría disfrutado enormemente con la pelea conyugal, me siento tan incómoda como un hijo de matrimonio mal avenido que no sabe con quién de sus padres quedarse.
– ¿Tú lo has visto? -me pregunta Reme y, alarmada por el agudo tono de su voz, sondeo su cara, no vaya a ser que se le ocurra echarse a llorar. Pero no, o la niña ha crecido o se ha creído su rol de chica fuerte en su nueva faceta de diva policiaclass="underline" su rostro está perfectamente seco y yo, si cabe, más estupefacta.
– Diría que se ha ido -apunto, pletórica de elocuencia. -Lógico. No soporta que destaque más que él.
– ¿En qué si se puede saber? -¿en hacer permanentes?, pienso yo.
– En qué va a ser -responde resuelta con todo el aire de ir a perder la paciencia de un momento a otro por mi estupidez-, en el caso, en que esté brillando más y vaya por delante de él varias calles; porque aquí él es una mera comparsa, el que se tiene que quedar en el coche esperando, el que no se entera de lo que se cuece ni puede actuar hasta que se lo ordenan…
– ¿Y tú dónde has aprendido a hablar con esa seguridad y decir cosas como «mera comparsa»? Me tienes asombrada.
– ¿Síííí? ¿Lo notas? -y sus ojos se iluminan como los de la niñata que es-. Es que estás ante la nueva Reme. Es que mira, Clara, te voy a ser sincera -vaya por dios, otra que en esta última media hora también ha decidido abrirme su corazón-, yo estaba, la verdad, muy mal, porque me sentía, no sé cómo decirlo… maltratada, sí, ésa es la palabra, y también ignorada; era como un cero a la izquierda para Carlos, me limitaba a aguantar, a decirle siempre que sí y a darle toda mi admiración. A veces esperaba, todo el día si hacía falta, a que me dedicara una sonrisa, a que se diera cuenta de que estaba con él y, de vez en cuando, como hace un par de noches, me quedaba sola en casa, sin hacer nada, hasta que se acordara de aparecer.
– No me lo imagino dándote un plantón, con lo formal que es.
– Pues vaya si me lo dio, había montado un superplán romántico para la noche del martes y al final llegó a las mil y me quedé sin cena, sin película y sin palomitas. Y lo peor es que ni se disculpó. ¿A ti te parece bonito? Y claro, una se acaba cansando.
»Clara, te voy a confesar una cosa -no, de verdad, casi mejor que no, por mí no te molestes-: Yo esto de hacerme pasar por puta y tal lo hice por mi cari, para recuperar su amor, para que viera que yo también era digna de admiración, que valía algo. Era como mi último intento, como mi canto del cisne. ¿Y sabes qué pasó? -a ver, ilumíname-, que he aprendido que yo también soy digna de admiración, pero no de la suya, sino de la mía. Porque valgo mucho, y soy independiente, y tengo mi trabajo en la peluquería y he demostrado mi valor y me ha gustado, y he comprobado que no es tan difícil echarle valentía a la vida y mirarla de frente y descubrir de verdad quiénes somos y con quién nos juntamos. Yo a Carlos lo veía como algo inalcanzable, no me creía que me quisiera, me parecía un sueño. Un hombre tan guapo, tan educado, tan inteligente… Pensaba que me estaba haciendo un regalo al seguir conmigo. No, peor aún, un favor.