Coño, pues esta vez la niña tiene razón, derecho a despertar y darse una hostia contra la realidad, a mirar a la cara a un hombre que no lleva ni un año a su lado y verlo con ojos nuevos y asistir de pronto, serena y dolida, al estallido de su ilusión. Exactamente lo mismo me pasó a mí, sólo que tardé bastante más en darme cuenta. Me fastidia tener que reconocerlo, esto se está convirtiendo en una odiosa costumbre, pero su discurso me está llegando al alma.
– Hasta que ayer, en casa de Alejandra -continúa Reme-, cuando me alabó tanto y me dijo que era tan joven y guapa, descubrí que el favor se lo estaba haciendo yo a él. Y es que soy tal y como ella me definió: un diamante en bruto, una joya por descubrir, a punto de brillar. ¿Y qué es él? Un policía que está engordando, que se está quedando calvo, que parece un abuelito contando batallitas de la guerra. Y yo no me veo con fracasados.
Vale, retiro lo dicho.
– ¿Tanto se te ha subido a la cabeza la aventurita? -le pregunto escéptica.
– No. Simplemente he visto mi potencial -afirma rotunda.
– ¿Tu potencial como qué?, ¿como puta de lujo? -y sé que la comparación está de más, que me paso, sí, pero ni puedo ni quiero evitarlo aunque no soy quién para hablar, para meterme en la vida de Carlos, para defenderle como parte damnificada en una historia de amor después de cómo acabó la nuestra, para sentir precisamente yo compasión por él. Y eso mismo debe de pensar también Reme, porque después de digerir mi insulto, contraataca.
– ¿Y tú qué, ahora te has vuelto su defensora después de dejarlo como lo dejaste, tirado como a un perro? ¿Quién te crees que eres para cuestionarme?
Me callo. Me callo porque me ha noqueado, porque vuelve a tener razón, porque no sé qué responderle. Pero entonces comprendo que no quiero aguantarme e, irremediable, embalada, empiezo a rajar para eludir que le debo una contestación.
– ¿Sabes qué pasa cuando te das cuenta de las cosas? ¿En qué consiste una revelación? No, claro, tú qué vas a saber. Te lo voy a explicar: se trata del momento en que alguien comprende una verdad que se muestra de golpe como si se le abrieran las puertas del cielo y le quitaran una venda de los ojos. Eso se llama epifanía y hasta Escarlata O'Hara, para que te hagas una idea, tuvo más de una. Cuando llega es como si el mundo mudara de color y todo a tu alrededor cambiara por completo, ¿lo entiendes? Imagínatela con la zanahoria en la mano poniendo a dios por testigo de que jamás volverá a pasar hambre. Eso tiene un sentido, ahí ella acaba de descubrir que hará lo que sea, matará si es preciso, porque al fin ha comprendido que es una superviviente, una luchadora y eso, lo sabe ahora, se lleva en la sangre.
– Mira, Clara…
– Ni Clara ni hostias. Te preguntas por qué te cuento esto, pero tiene un sentido porque yo, mientras ponías a tu churri a parir, también he tenido una revelación y ¿sabes qué?, de pronto Carlos, como hombre, como pareja, como pasado, me importa un huevo. No es que me dé igual, al contrario: como ya no me duele y acabo de liberarme del odio puedo sentir compasión por él, la misma clase de lástima que si fuera un extraño, y es como si acabaran de contarme la historia de un desconocido, un tipo cualquiera -reconozco serena, disfrutando de la sorpresa que me brinda la indiferencia-, alguien al que su novia quiere dejar tirado porque ha descubierto que se le queda pequeño, porque es un juguete viejo, una falda pasada de moda y yo, en vez de gozar con el dolor ajeno, no puedo evitar pensar que es injusto.
– ¿Injusto? Pero ¿cómo me dices ahora que…?
– A ver, bonita, calla y deja de engañarte: si ya no le quieres, si te cansa, si te hastía, adelante, déjalo, pero no busques excusas absurdas, porque si esto lo haces sólo porque una mala pécora teñida de rojo te ha dicho que nunca ha visto a otra moviendo el culito como tú, si te deslumbra una víbora cuya profesión es mentir y por creerte sus mentiras de que eres una diosa te juegas tu futuro con un hombre, entonces te equivocas. Tal y como eres no vas a encontrar a otro mejor que Carlos, y yo estoy harta de perder el tiempo con vuestras historias, así que te lo voy a poner claro: si con todo esto que te he dicho no te piensas bien las cosas, es que eres gilipollas, niña.
Reme no sale de su confusión, lo noto, y yo lo estoy todavía más. ¿Cómo he podido decir esta sarta de cursiladas? Ni me reconozco, será que estoy sensible, con la guardia baja o echando tanto de menos a Ramón que me parece que tener una pareja, quien sea, es tan esencial para cualquiera como hoy la necesito yo. Qué triste, qué patético, qué alivio, qué cansada estoy.
– Hola, ¿querías algo? -interrumpe Reme el debate dirigiéndose de pronto a alguien que está a mi espalda y a quien no he oído llegar.
– No, yo sólo venía a…
León, plantado como un idiota en medio de la sala, mirándome a través de sus gafas de culo de vaso con esa expresión que siempre me altera los nervios y no sé si es de burla o estupidez o soberana inteligencia o estulticia sin igual, pero oh, sorpresa, resulta que no me contempla a mí sino a Reme, y diría que casi babea en el intento de abarcarla toda con sus cuatro ojos cuyas chiribitas percibo algo desvaídas porque las gafas en su espesor las amortiguan, las desvanecen como estelas fugaces de fuegos artificiales en la noche de San Juan. Su mirada, más allá de la admiración, raya en la codicia, y no sé si siento celos o un asco que va más allá de lo usual. ¿Qué le pasa a éste que siempre viene por aquí a última hora? ¿Es que busca encontrarme sola o, peor, que no esté nadie para poder cotillear nuestros expedientes en una sala desierta?
– ¿Quieres algo? -repito yo también, y sueno borde, lo sé, pero es tal mi rechazo que hasta lo describiría como físico, como si fuéramos dos imanes condenados a repelerse, aceite y vinagre, flor y alérgico al polen, negro y skin.
– Estaba buscando a Javier, ese que llaman el Bebé -duda.
– ¿Al Bebé? Sigue sin aparecer.
– ¿No me vas a presentar a tu amiga?
– Bueno, más que amigas… -salta Reme, siempre dispuesta a puntualizar.
– … somos como hermanas -la interrumpo yo sin saber por qué, es una reacción repentina, egoísta, rapaz. De pronto no me sale de las narices facilitarle información a este parásito policial, este gorrón de vidas ajenas.
– Sí, pero en mi caso se trataría de una hermana bastante menor, ¿no? -continúa Reme riéndose, qué cabrona, y el imbécil éste la secunda. Una vez roto el hielo, en paz y armonía todos, proceden las presentaciones-. Soy Reme.
– Yo León -y en dos zancadas, y para esto sí que es rápido el tío, cruza la sala para coger su mano y plantarle dos besos bien hermosos en la cara-. Es un placer. ¿Es la primera vez que vienes a esta comisaría?
– Sííí -finge la muy embustera, y ahora es cuando yo me mosqueo porque no soy capaz de vislumbrar sus intenciones en la mentira, aunque mucho me temo que tienen que ver con el vacío de su existencia, el convencimiento de que merece hombres mejores y todas esas tonterías que acaba de soltar.
– Si te apetece te la puedo enseñar.
– No, gracias, León, ya lo haré yo más tarde, ¿a que sí, Reme, querida?
– Es muy amable por tu parte, Clara, pero no hace falta que te molestes. Además, ya me iba.