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– Tenía cosas que solucionar, asuntos personales.

– ¿Tú te das cuenta de que te van a abrir un expediente como una catedral?

– ¿Por qué, si no he hecho nada? ¿Sólo por faltar dos días?

– Mira, niñato, esto es la Policía, no el instituto del que nunca debiste salir. Aquí cualquier motivo que suene a raro, como desaparecer sin dar una explicación cuando te toca guardia o llevarse el expediente de un sospechoso, es motivo de castigo severo.

– Pero ¿de qué me estás hablando? Yo no me he llevado nada.

– León te vio saliendo del despacho de Santi con él en la mano.

– No sé nada de ningún expediente y jamás he puesto un pie en ese despacho si el jefe no está dentro. ¿Y quién es ese León? -pregunta airado-. Dice que me conoce y yo ni siquiera sé qué cara tiene. ¿Por qué le vais a creer a él?, ¿es que yo no tengo derecho a defenderme?

– ¿Defenderte? ¿Cómo, si desapareces sin más y nadie sabe si estás vivo o muerto? Eres un irresponsable, no vengas ahora exigiendo tus derechos.

– Quiero hablar con Santi. Él me entenderá.

– Pues no va a poder ser, tiene cosas peores que hacer.

– ¿Cosas peores como qué?

– Como yacer en un hospital. Se está muriendo.

– Qué palo -comenta, no sé si desganado o sonado, después de escuchar mi breve relato sobre lo ocurrido-. ¿Y quién va a defenderme a mí ahora?

Clara no puede evitar asombrarse por su desinterés. Es como un adolescente en edad particularmente difícil, ausente para todo lo que no sea él, egoísta, autista reconcentrado para los demás. Se me van las manos, me están entrando ganas de meterle una bofetada bien dada, para que le duela el alma y el susto que hemos pasado mientras él disfrutaba comiéndole las tetas a cualquier gogó de discoteca, pero entonces reparo en su cara, en sus ojeras, en la finísima huella que le ha dejado en un moflete, enrojecido y encostrado, aquel llamativo arañazo de hace una semana, y caigo en la cuenta de que tal vez lo esté pasando mal.

– Dime la verdad -le suelto-. ¿Te has metido en algún lío?

– ¿Y a ti qué más te da? -contesta dolido-. No tengo por qué contártelo, ni siquiera somos amigos.

– Pero sí compañeros. Si estás en algún problema puedes decírmelo.

– ¿Por qué me ofreces tu ayuda?, ¿por qué me pones sobre aviso de todo lo que ha pasado?, ¿estás tratando de engañarme tú también?

– Mira, imbécil, como en esta comisaría se levante una alfombra y aparezca otro poco de mierda, lo primero que van a hacer es ir a por ti, que igual llevas dos días follando o reventándote a beber en un puticlub de carretera, y lo que importa es que el disfraz de cabeza de turco te va a quedar genial, te lo están haciendo a medida. Por ahora ya tienes cursada una falta grave en tu hoja de servicios y de aquí a la expulsión sólo te queda un paso. Como no te inventes una buena excusa que darles te veo de segurata en un aparcamiento subterráneo para los próximos treinta años.

– Joder, Clara, no me asustes -y toquetea el pasamanos como dudando si contármelo o no. Pero pronto se le pasa la tentación, me mira con sus ojos límpidos de angelote a punto de llorar y me promete-: Ahora estoy hecho polvo y confundido. Tengo que pensarlo bien y luego os cuento. Te lo juro. Estoy más limpio que una patena, os lo voy a demostrar.

Se acerca y me planta un beso casto y fugaz en la mejilla, como los de los colegiales buenos que besan a tía Clara, tan amable, tan atenta, antes de irse a dormir con un firme propósito de enmienda en su cabeza llena de pájaros. Lo dejo ir, qué voy a hacer, no puedo detenerlo y meterle en un calabozo por mucho que hace un segundo lo quisiera, y algo más tranquila porque al menos ha dado señales de vida, sin remordimientos por haber cargado en él la tinta de la sospecha, con la certeza de que es por su bien, me voy a casa. Estoy rendida.

*

Creo que necesito un poco de valor para aprender a decir ciertas cosas y, francamente, reconozco que no lo tengo. Durante mucho tiempo me he preguntado qué es lo que me frena a la hora de mostrar eso que duele, que sabes que va a levantar polvareda, que te lleva a la cama sin cenar o se eterniza y se encona en una bronca de pareja. Por qué no me lo has dicho antes, cómo se te ocurrió ocultármelo, cómo pudiste esperar tanto tiempo callada, sabiéndolo, mirándome sin decir nada, teniéndome a tu lado en la más absoluta de las inopias. Tonterías que no sabes asumir en un determinado instante, que dejas para más tarde porque ahora no es el momento, por pereza, por dejarlo pasar, porque ya está bien y te callas a destiempo y luego no eres capaz de soltar y que crecen, crecen, crecen tanto como un bulto en el pecho que te examinas sola y no compartes para no asustar y que ahora resulta que podría ser un tumor y quizá tendrán que operarlo, pequeñas infamias, mentiras piadosas, como que tus amigas van a venir a cenar dentro de una semana y eso se convierte en un acontecimiento que retrasas en anunciar hasta que llaman al timbre con una botella de vino en la mano y tu pareja no se ha enterado y llevas siete días sin dormir porque eres consciente de que no las traga y no sabes cómo se lo va a tomar, un retraso, una falta pequeñita que se convierte en un bombo de nueve meses, ¿te imaginas?, una sospecha que no pasa de leve mosqueo, una contradicción en la frase de un compañero y todo un cúmulo de recelos y cuatro asesinatos que se acumulan sobre sus espaldas porque no hay bemoles para insinuarle un no me lo creo, a ver, explícame eso de que no estabas, de que no descolgaste, de que plantaste a tu novia a la hora de cenar, la puerta de la calle que se abre y recomponer una cara nueva que te haga inocente, el pavor cuando oyes sus pasos que se acercan con la ira del que te ha descubierto, los detalles que no declaras, las excusas que te pones, el ya se lo contaré mañana que nunca llega y, al final, la soledad y el horror de darte cuenta de que eres cobarde, de enfrentarte a ti, sola, y descubrir que, una vez más, te ha vencido el miedo y, cuando quisieras abofetearte a ti misma por tu flaqueza, por tu retraimiento, y te dices que vas a confesarlo todo de golpe, esa pequeña felonía que fue creciendo dentro y ahora es enorme, le oyes silbar por el pasillo, correr detrás de la gata contento con las llaves y la barra de pan bajo el brazo y sientes alivio porque no sospecha, porque no se ha enterado de nada, y el profundo consuelo de quien ha ganado un día más para seguir mintiendo.

Pero hoy no es un día de ésos. Hoy no voy a tener que mentir ni tampoco me sentiré culpable si no digo la verdad. Hoy puedo estar callada sin que eso suponga falsedad por omisión ni silencio doloso ni ocultamiento.

Hoy llego a casa baldada, otra noche más deshabitada sin cena para dos, cama fría con hueco sólo para una, gata atravesándoseme entre las piernas porque está harta de no tener a nadie con quien jugar y Ramón que sigue en Sevilla y quisiera echarlo de menos pero, qué desolador, qué crueldad, lo único que pienso es que agradezco este bálsamo de soledad en el que no voy a fingir que me siento bien, sin tener que pintarme la sonrisa de esposa sana, de perfección absoluta que todo lo controla, que domina sus nervios, que no se deja vencer por el espanto de la improvisación, por la soberanía del desconcierto, por el pánico de la confusión.

Qué a gusto estoy con mi absoluta debilidad, reconociéndome pasiva como soy en realidad, tan falaz, tan timorata, tan poca cosa, tan mentirosa, servil, embustera. Por un momento hasta me tienta la idea de servirme una copa de vino para premiarme ¿por qué?, ¿por haberme librado de un nuevo día? Pero de pronto me doy cuenta de lo absurdo de la situación, de que no tengo motivos para recompensarme como no sea seguir mintiéndome un poco más, hacerme una cena opípara de condenada a muerte que sabe que la van a guillotinar, bailar antes de tiempo sobre mi tumba porque a este paso yo solita me voy a enterrar.

Y entonces callada, a oscuras, una noche más me vuelvo a avergonzar de mí y de mi pavor, ese miedo a que no me quieran que hace que no me quieran a la larga, que me ata con mil cadenas que yo misma me invento, que me acoraza por dentro y me refleja cada vez más frágil ante los demás. Y se me ocurre pasar de la copa de vino al intento de suicidio cuando algo que brilla en la oscuridad capta mi atención y me obliga a respirar y dejarme de bobadas y a nadar por encima del abismo de la autocompasión que no debería consentirme y, sin embargo, me permito. Es el contestador automático, que no deja de parpadear para avisarme de que han dejado varios mensajes y será Ramón, que por fin me habrá llamado, que permanece confiado a pesar de lo que ignora, que no se ha olvidado de mí. Pulso con miedo el botón, temerosa de malas noticias que culminen un día tan tonto, tan absurdo como hoy, pero no oigo su voz que me arrulla ni me mima en la distancia ni me consuela con su calor.