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Lo oigo lejano pero nítido cada vez que el Culebra hace una pausa y relleno los puntos suspensivos que antes faltaban en su monólogo que, ahora lo sé, era una charla a dos: Oye… ¿estás ahí? Que se interrumpía con una frase apagada que el ruido de la noche de chabolas no nos permitía distinguir: Qué bonito, tía, los dos a dúo en el contestador, qué delicado: Clara y Ramón, Ramón y Clara… A ver si un día nos hacemos un mensajito así tú y yo, y mientras intentaba averiguar si me encontraba en casa, alguien a su lado quería saber qué ocurría, si por fin descolgaba: Pues no, no debe de estar. Cuando mi confite se daba cuenta de que nadie atendería su llamada y solicitaba un tiempo muerto, que le dejara pensar, lo que en realidad hacía era alejarse del micrófono, el informe pericial del laboratorio lo confirma: «El sujeto aparta su boca del auricular y se vuelve»: Bueno, a ver qué le digo. Déjame pensar… y me hace comprender que el Culebra no hablaba al vacío sino que le comunicaba a ella, a Olvido, me puedo apostar lo que sea, que aguardara hasta que terminase de dejar el mensaje: Oye, gata, que te tengo que ver mañana, hay algo para ti. Cosas para contarte, micha, y una para enseñarte, ja, ja… ¿No quieres?, ese mensaje que debía salvarlo y no atendí aquella madrugada, exhausta y desnuda sobre la cama, con el cuerpo de Ramón entre mis piernas, sin saber que requería mi ayuda: No digas que no. Búscame mañana, ¿me oyes?, que es importante, tronca, en serio, ni después, cuando se disculpaba por haberse burlado de mí: Y oye una cosa, no me tomes a mal lo de antes, que era broma, coño, ya lo sabes, pero búscame, no te olvides, ni en esa pausa más larga, hacia el final, en la que parecía que se marchaba pero que, según el técnico, lo que hace es responder a una voz de mujer que le urge que cuelgue: Que no tardo nada y voy, y es que no se dirigía a mí sino a ella, que seguía insistiendo para que acabara de una maldita vez: Ahora no, luego. Cómo no lo vi, en dónde tenía la cabeza, por qué para percatarme ha tenido que pasar tanto tiempo, han tenido que pasar ante mí tantos muertos: Pues eso, que te acuerdes de mí. Que soy el Culebra, joder.

Después de esto me tiembla el pulso sólo de pensar en dirigir el puntero al icono del otro documento titulado «VOZ DE MUJER». Es un archivo de sonido cargado de silencios, de pausas como desiertos que reproduce sólo la voz de quien estaba aquella noche junto a él. Apenas media docena de frases intercaladas en su monólogo que, elevado su volumen al máximo, depurado hasta donde la técnica es capaz de ofrecer, puedo percibir de manera más diáfana: ¿Ha descolgado?, ¿no está en casa? Y oigo cómo suspira de impaciencia: Si no está déjalo y corta, y más que ordenar suplica con aire de cansada: Olvídate de ella y vámonos, no pierdas el tiempo, se agita y protesta vencida por el miedo y al final, escapada entre alientos de fuelle y hoguera, justo antes de que él, desencantado por mi ausencia, fuera a terminar, consuela: No te preocupes, ya verás como mañana la encuentras.

Ahora sí tengo ganas de llorar a lágrima viva y, sin embargo, algo me impide hacerlo todavía, sólo una pequeña comprobación antes de dejar la vergüenza fluir, de permitirle al arrepentimiento manar: busco en mi ordenador otro archivo de sonido, el que realizó hace unos días Fernando con la grabación del contestador y comparo ambos mensajes, ambos timbres, y no me cabe ninguna duda: Ahora no estoy en casa o quizá, quién sabe, sí estoy, pero no puedo atenderte, la mujer que se declara ocupada y sugerente asegura en vano que si te portas bien, te llamaré luego, la que se ríe con risa cascabelera, alegre y jovial, la que no devolverá las llamadas ya nunca porque la última vez que la vi descansaba en una camilla abierta en canal, custodiada y refrigerada ahora dentro de una caja de metal, es la misma que le suplica a su hermano que cuelgue porque tiene miedo, porque está asustada, y me encantaría detallar este descubrimiento a mis compañeros pero estoy, en esta sala vacía, sola y abandonada. Como los muelles en el alba.

Pero aunque el silencio me cerque, sé que tengo gente fuera.

Busca en su móvil el número de Zafrilla y, justo antes de marcar, se arrepiente, está un poco tonta con eso de cambiar de aires, mejor dejarla tranquila. Piensa en Ramón, tan solo y tan huérfano en Sevilla, claro que si quería reflexionar sobre su vida no será lo más adecuado que le moleste para contarle esta tontería. Ya sé: Lola, aunque le da reparo pasar por el trago de telefonear a una amiga que sabe que está mal, llámalo egoísmo o quizá cobardía. Finalmente, el único número que se anima a telefonear es el de la consulta de su médico, para que la enfermera me dé una nueva cita a la que, se lo prometo y si no que me muera ahora mismo, acudiré, y vale, lo siento, señorita, ya sé que no debo jugar con los dobles sentidos de las frases hechas pero me lo estaba poniendo a huevo, y al colgar me avergüenzo de mí misma tan deshabitada, tan absurda, tan incomunicada. No sé qué me pasa hoy que todo me carga.

La fuerza de voluntad me falla, no obstante, y aunque quisiera dejarme vencer por la inercia, mi mente bulle traviesa y no puedo, qué condena, estarme quieta. Son mis dedos, que deberían permanecer inmóviles, los que se mueven y me llevan por la senda irremediable, irreprochable, de la diligencia, los que vuelven al ordenador y teclean impacientes mi contraseña para abrir el correo y eliminar a golpe de ratón el ofrecimiento de todo tipo de maravillas para solucionar mi salud y mi vida. Acaricio por un momento la idea de encargar un kilo de pastillas para dormir hasta que me topo con un e-mail de Lola, diría que me ha leído el pensamiento, y me pongo de inmediato, lo sabía, a trabajar.

Hay noticias nuevas que sé que te van a animar, promete, y no me decepciona, en realidad no lo hace jamás. Me notifica que ha seguido a ritmo frenético con los análisis de ADN, apurando horas de sueño, saltándose plazos y protocolos, despertando de madrugada a forenses para que empezaran a menear tubos de ensayo, y es que Julio César Olegar tenía por amigos a la mitad de los cargos políticos del Estado, empezando por un ministro y un par de subsecretarios de esos que se animan alegremente a descolgar el teléfono a última hora de la tarde y tocar las narices para saber cómo van las pesquisas, no por descubrir qué pasó, que no importa tanto el modo, sino porque la viuda está desconsolada al no poder disponer del cuerpo de su marido y, compréndelo, Manolo o Antoñín, que es el tono que usan los jefes entre ellos, con esa camaradería como de bar cutre con serrín y cáscaras de gambas por el suelo, y cuanto más chabacano se tratan más colegas son, aunque luego se pongan a parir en corrillos diciendo que a Fulanito le han dado el cargo a dedo y Menganito no sabe ni cuadrar un balance, y no mencionemos a Zutanito, que se ha pasado por la piedra a la mitad de las secretarias del ministerio, y es que así no podemos seguir, tú me entiendes, esperando sin saber hasta cuándo os saldrá de los mismísimos devolver el cadáver a la familia, y mientras ni funeral en la catedral ni pleitesía al finado ni disculpas bien servidas, porque lo que yo necesitaría es que fuera ya, Antoñito o Manolo, te lo digo como lo siento, porque me gustaría encontrarme en el cementerio con Paco, el subdelegado, y ese ceremonial, lo de vernos allí como quien no quiere la cosa entre sepulcros, panteones y cruces de mármol, nos vendría que ni pintado sin levantar sospechas ante los periodistas, los votantes y la oposición de la que más pronto que tarde se armará con mi designación.