En resumen, que gracias al amor de Mónica por los actos sociales y las prisas por devolverles el fiambre cuanto antes, sus análisis han sido los más apresurados y efectivos en años y ya tengo su perfil genético, escribe Lola, y mira tú por dónde los ha podido comparar con los de otros muertos recientes relacionados con éste y sus parientes y hete aquí que el azar, inesperado y juguetón, nos revela que tenía con Olvido mucho más que una bella y sufrida historia de amor. Porque además de la pasión, del dolor y las rosas, ambos tenían un hijo en común.
Lo que más me gustaría en este momento sería ponerme a dar saltos en torno a mi mesa, que es algo que siempre pienso aunque luego nunca me anime a hacerlo, pero realmente hoy no es emoción lo que siento. Hay un niño en un internado sin padre y madre porque los dos han sido asesinados en poco más de cuarenta y ocho horas. Eso no es para congratularse y sí para agarrar el teléfono y empezar a tirar de unos cuantos hilos después de que Lola me jure que los datos están contrastados y se pueden esgrimir ante la viuda, el ministro y Nuestro Señor.
Por ejemplo, le cuento a Butragueño que sé quién es el padre de Andrés, pero no me deja que le revele su nombre. No es asunto suyo, reitera, y no consigo averiguar si se está haciendo el loco, lo intuye o prefiere ni oírlo. Es más, me pregunto si lo sabría el propio Olegar o por cuál de los dos progenitores se hubiera inclinado el abogado de mediar una disputa entre ambos. De igual manera, insiste en desentenderse y, en todo caso, no puedo dejar de admirar su fidelidad y su silencio: será un putero y un fresco, pero es un perro fiel. Inquiero sobre el testamento de su cliente y amigo pero aún no ha sido abierto, lo mínimo es esperar a enterrarlo para repartirse el botín, ironiza. Aun así, me revela que el vigente, tras numerosos cambios debidos a los avatares de su existencia -suicidios de esposas, segundas nupcias, hijos e hijas que reclaman su lugar-, data de hace sólo diez meses. No pidió asesoramiento en ningún término de la redacción, no le consultó y no le permitió leerlo, me asegura, y no soy capaz de averiguar en la distancia si me miente o, como siempre, me oculta información. Sólo me dice que le sorprendieron sus ganas de querer cambiarlo, porque tras tantas enmiendas en el anterior no había nuevos motivos que él conociera que sugirieran mejorarlo con respecto al precedente. Quién sabe, confiesa, qué vueltas da la vida de la gente.
Prefiero no responderle, le agradezco su atención, me despido y cuelgo. Yo sí me hago una idea del porqué, pero quién soy, a la postre, para chafarle a nadie una sorpresa que ha guardado agazapada hasta después de su muerte.
Me planteo cómo continuar ahora: ¿llamo al heredero del imperio Olegar o me reservo esta baza para el final? Afortunadamente, el teléfono resuelve mis dudas proclamándose protagonista y resistiéndose a callar hasta que descuelgo. Es, para mi sorpresa, doña Mónica, la viuda. Acaba de elegir las flores, me cuenta, y la música también, y ha comprado vestiditos negros de alta costura para las niñas, no los quieren iguales porque tienen muy definida su propia personalidad, me explica, y ha elegido un sombrero precioso para ella que realzará su rostro sin taparlo y le dará ese aire de belleza etérea y dolida que, por supuesto, quedará arrebatador en las portadas de las revistas del corazón. Esto último no me lo dice, pero por mi instinto como mujer y policía no me cuesta imaginar sus pensamientos mientras me ofrece, con su más exquisita cortesía, la posibilidad de verla, porque ahora mismo está libre y a mi entera disposición. Debe de ser que en el fondo no soy mala, aunque lo intento, porque me contengo y no le digo qué me hace recordar esta frase que en un pasado, lejano pero no olvidado, probablemente tuvo que pronunciar con más frecuencia de lo que hubiera deseado, así que dejo pasar con pesar la ocasión de ejercer mi ironía y la cito para dentro de una hora aquí, en comisaría, aprovechando que estará libre de monos, asnos, gorrinos y demás elementos bulliciosos de la jauría.
Mónica Olegar, revestida de su nueva autoridad, de su reciente condición de viuda, entera y abnegada, hace acto de aparición y, nada más descender por las escaleras, percibo que se siente decepcionada: apenas hay público que la pueda aclamar, sólo un par de novatos de la oficina de Denuncias, algún agente que no asistió a la operación porque tuvo guardia, y yo. Casi hasta me da pena. Llegaba tan bien arreglada, tenía tan planificada su puesta en escena, que no dejo de advertir lo descolocada que se siente ante la escasa audiencia.
Se nota a la legua que piensa que su estatus recién adquirido, que luce como un estandarte, la hace más respetable. En el fondo toda su vida ha sido eso, una carrera desbocada hacia la fama primero y, después, una vez adquirida, hacia la respetabilidad. Pero a mí no me engaña, hay quien cree que una desgracia convierte al damnificado en merecedor de lástima, en receptor de una compasión colectiva que le otorga carta blanca para actuar a su modo o al dictado de sus caprichos. En este caso concreto, si Mónica era ya una mimada, una malcriada, ahora es, directamente, una consentida. Pero en algo se equivoca: los damnificados aquí son los muertos, ella sólo es una mera superviviente, una mantenida que permanece viva alimentándose de los restos que le dejó su marido al palmar, como las cucarachas tras la explosión nuclear.
Con todo, estar aquí no deja de imponer, y dudo mucho que la Mónica católica, apostólica y romana que se planta ante mis ojos, por más que haya visto y vivido escenas con sujetos de todo pelaje que ni un curtido policía se imagina, sea una excepción. A pesar de ello, nunca dejaré de admirar el uso que ella y algunas otras sabias mujeres pueden hacer del maquillaje. Lo lleva como una máscara solemne y excepcional en un baile de carnaval, no una máscara que esconda su dolor, sino que lo realza. Estoy segura de que mañana o pasado o cuando quiera que suceda, ministros y subsecretarios se mearán de gusto al verla y se darán de tortas por salir en la foto a su lado, pasándole una zarpa consoladora por el hombro, tendiéndole su pañuelo, acompañándola en el sentimiento. Pero ella no llorará, se le estropearían sus pinturas de camuflaje. Se mantendrá, como en este momento pretende, hierática y soberana, flanqueada por sus tres deidades rubias que asustan y conmueven, y sabrá sobrellevar con admirada serenidad y decoro el miedo de enfrentarse a su propia soledad, el final de una época en la que todo lo que brillaba era oro.
– ¿Qué será de usted ahora? -me intereso, directa, en cuanto toma asiento.
Finge no entenderme y me obliga a explicarle que preveo que, muerto su marido, su hijastro le dará problemas. No a las niñas, por supuesto, pero a usted sí. No la respeta y debe de estar esperando con ansia el día en que un desliz, un supuesto novio o cualquier portada equívoca puedan invalidar el legado que Julio dejó para garantizar su posición.
No lo hará, me asegura. Esteban es un alma buena, adora a sus hermanas…
– Pero a usted no -matizo incisiva-. Juraría que desea quitársela de encima.
Es entonces cuando Mónica, sin perder las maneras, saca las uñas, primero como advertencia, quizá más tarde como arma, y anoto en mi memoria que están bien afiladas. Me informa de que «su hijo», desde la muerte de su padre, ha demostrado una lealtad conmovedora y después, por si acaso, me asegura que no es tonta, cosa que ni por un instante dudé, y que Julio se avino a firmar un generoso acuerdo prematrimonial en caso de divorcio o defunción, buena prueba, así pues, del demostrado talento de esta dama para vivir del cuento. Finalmente, como si el breve rato que llevase charlando conmigo fuera una soberana pérdida de su caro y ocupadísimo tiempo, me interpela con altivez: