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Sí, la chantajeaban. Alguien amenazó con revelarle su pasado a su marido. Porque Mónica, en su vida anterior, cuando trabajaba para Virtudes como modelo y no se permitía hacerle ascos a ningún cliente lo suficientemente rico como para retirarla de la profesión, se vio obligada por ésta, en más de una ocasión, a grabar con cámara oculta sus escarceos. Nunca quiso hacerlo, me jura por lo más sagrado, pero lo cierto es que lo hizo. No sé cómo tantos años después alguien encontró uno de esos vídeos y pudo reconocerme. Luego se hizo con mi dirección, me envió una copia por mensajero y sólo una hora después un hombre me telefoneó para pedirme dinero, mucho, por la cinta original. Y claro que pagué, me asegura, no soy una imprudente, ¿por quién me toma? Quisiera responderle que posiblemente por idiota, porque sus extorsionadores podrían perfectamente haber hecho un millón de copias tan válidas como la cinta original para arrasar su vida. Pero la cosa no acabó ahí, una vez al mes ese mismo hombre me enviaba más cintas que filmé con otras personas y me pedía una cantidad mayor o de lo contrario amenazaba siempre con contárselo a Julio. Por eso lloro, me explica. ¿Lo entiende? He estado pagando como una imbécil para que no se enterara de en qué trabajé hace tantos años y ahora resulta que todo este tiempo él estaba con una que, para colmo, fue compañera mía.

Vaya jodienda, imagino que pensará, ella pretendiendo aparentar que es una señora y su marido pasándose esa circunstancia por el forro y descendiendo hasta los bajos fondos para comprar, aparte de sexo, quién sabe si algo de cariño y comprensión de una compañera de promoción. Vaya mierda la alta sociedad, podrida e infecta hasta la saciedad, razona Clara ahora que su interrogada se ha esfumado por la puerta bajo el peso de sus lágrimas, que no de su conciencia, y se queda pensando en las ironías del destino y en el curioso modo de chantajearla de ese alguien anónimo que, casi seguro, hacía lo mismo con Olvido.

Mónica hacía los pagos mediante cheques al portador que dejaba en un sobre en las recepciones de varios hoteles del Centro a nombre de diferentes personas, aunque seguro que se trata del mismo perro con distintos collares. Lo cierto, reconoce Clara, es que es un sistema fiable e inteligente de cobrar sin ser visto: el tipo se registra en el establecimiento con una identidad falsa, llama a Mónica, le dicta el número de habitación, fija día y hora y espera a que entreguen la mercancía al recepcionista. Mientras, él vigila la operación disfrazado desde algún lugar cercano al hall por si la Policía ronda el lugar y ya está; a la estafada nunca se le ocurriría indagar, mirar a su alrededor, buscarle en la cafetería o en el ascensor, está demasiado asustada como para plantarle cara o por lo menos sopesarlo. En el fondo no es más que una cobarde empeñada en ocultar al mundo lo que fue sólo por mantener su estatus actual, una falsaria marcada por el peso de su propia interpretación, una desgraciada que pare como una coneja para asegurarse en el testamento su posición, que soporta infidelidades y acepta chantajes sólo para perpetuar su condición.

La viudita le da pena y algo de asco, bastante para ser exactos. Pero de una cosa está segura: ninguna de las muertes ha sido obra suya. Si durante meses no ha tenido valor para subir a la habitación de quien la chantajea y enfrentarse cara a cara, ¿cómo podría asesinar a alguien con premeditación y alevosía?

¿Nunca pensó en avisar a la Policía?, fue mi última pregunta.

Nunca, contestó. No se ofenda, pero me parecen todos unos corruptos. Le sorprendería saber cuántos se aprovecharon de mí en su momento al saber a qué me dedicaba. Si mi intención era ocultar el escándalo, lo último que habría hecho, desde luego, sería confiar en ellos, ¿quién cree si no que da los soplos a los paparazzi cuando un famoso anda metido en líos? Sé que no es su caso, parece una mujer legal, pero hay mucho poli malo suelto. Mucho.

Ya estamos otra vez con el rollo del poli bueno y el poli malo, maldice Clara nada más perder a Mónica de vista. Mira que me revienta el tópico, pero lo que más me molesta no es la repetición del estereotipo sino que, en realidad, si tanta gente me lo dice últimamente, voy a tener que acabar por darles la razón. Y preferiría no llegar a ese extremo.

Tengo que averiguarlo, se dice, tengo que desenmascararlos, no puedo seguir avanzando con esta cuenta pendiente. Hoy es el día. Hoy, que parece que tantas cosas se van resolviendo solas, que apenas hay agentes en la comisaría que me vigilen. Hoy, que no tengo nada más que perder, lo haré. Sin controlar a mi alrededor quién trabaja y quién no, sin que me tiemble la voz ni fallen los dedos al marcar, es algo tan simple como levantar el auricular y hablar. Todo lo demás es cosa del otro: que descuelgue, que me suene su modo de hablar, que no me amenace antes de preguntar…

Clara saca de su cartera la relación de clientes de Olvido escondidos tras un seudónimo, algunos ya desenmascarados, y se encara con los dos nombres que antes la atemorizaban y ahora la arman de valor para destapar al responsable de esta sangría, al malnacido que juega en ambos bandos, que mandó a Santi a cuidados intensivos y que, lo intuyo, lo sé, está tan cerca de mí como para ganarse mi golpe, como para recibir un castigo ejemplar por su felonía.

Mientras piensa en cómo encarar las llamadas, desdobla perezosamente la lista original, redactada a mano de su puño y letra, mucho más cutre pero con los números de teléfono anotados al margen, a diferencia de la que figura en el corcho porque cómo íbamos a ponerla ahí con los números de teléfono, habría sido un suicidio para el esclarecimiento del caso, es información reservada a la que sólo accedemos París y yo, no sea que a alguno de mis compañeros le diese por llamar y pusiera en fuga al culpable o incluso él mismo se viese identificado. Clara alisa sus dobleces con calma y repasa por enésima vez la sucesión de cifras convencida de que algunos números le suenan, pero por qué fiarme de mí si nunca he sido buena en memorizar, si siempre confundo mi documento nacional de identidad con la combinación de la lotería primitiva y no tengo ni idea de los teléfonos de la gente, ni siquiera del de Ramón, porque los llevo todos guardados en la agenda.

Es hora de llamar, decide, y en el cara o cruz mental que se juega en un instante, «Poli Malo» o «Poli Bueno», la lógica de los cobardes se decanta y elige al Malo como primera iniciativa porque no quiere ni pensar quién se esconderá tras el sobrenombre de Bueno, lo más probable es que lo conozca y se siente cerca de mí, demasiado, y yo respirando sin saberlo su aliento fétido.

Se apresta a marcar porque prefiere ampararse tras el auricular de un teléfono que tener que encarar a alguno de sus compañeros, enfrentarse con sus ojos como taladros acusando o defendiendo, en todo caso avergonzados, humillados los suyos también sólo por tener que preguntar. Pero antes, repentina, le asalta una precaución, o quién sabe quizá si no será puro y duro canguelo y contrasta sus números con los que tiene almacenados en su propio móvil.

«Poli Malo» no está en la memoria. Primera decepción. Por el contrario, el número de «Poli Bueno» sí, y Clara siente vértigo al comprobar que es alguien mucho más importante y cercano de lo que le gustaría: Bores, su inspector jefe, ahora mismito al mando de la operación de asalto contra el cargamento de Vito, tan preocupado por quedar bien ante sus subordinados, por no molestar a los mandamases, por actuar conforme a las reglas. ¿Qué significado tiene esto?, se pregunta aturdida: ¿que era cliente de Olvido o que, por el hecho de estar en la lista, es sospechoso de habérsela cargado? No suele facilitar su número personal a nadie, menos aún a un soldado raso, a mí me lo dio Santi en un arranque de nervios meses atrás, cuando un novato de gatillo fácil tiroteó de madrugada a dos sospechosos en un registro que se descontroló y me tocó el marrón de sacarle de la cama porque nadie se atrevía a perturbar sus sueños que, ahora lo sé, debían de ser erótico-festivos y subiditos de tono.