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– Clara, Clarita, atiende un poco porque esto no tiene sentido -implora éste-. ¿Quién es ese tipo del que me tengo que proteger?

– Dime una cosa -pregunta con voz ausente, haciéndose la tonta que, suavemente, le intenta sonsacar-, ¿tuviste guardia el martes por la noche?

– Sí, pero no me estás respondiendo.

– Ahora te cuento, ¿quién fue tu compañero esa noche? Aquí pone que León. Qué raro, él siempre inventa pretextos para no salir de comisaría.

– Pues se tuvo que joder. Los turnos están para cumplirlos.

– Así que estuvo de guardia contigo, ¿toda la noche?

– Toda. ¿Por qué lo preguntas? -y Nacho que empieza a mosquearse.

– Venga, dime la verdad, ¿no os separasteis ni un segundo?, ¿no te fugaste media horita a comprarte un bocata de calamares por ahí?

– Que no, joder, qué pesada, estuvimos juntos, no nos movimos del coche, hora tras hora con ese friki a mi lado sin hablar de nada, mirando por la ventanilla y encima ahora tú dando la brasa con estas chorradas, ¿no tenías tanta prisa por ir a auxiliar a Reme? ¿Me quieres contar a qué viene todo esto, quién es ese tipo que te tiene acojonada y al que ni siquiera sé si conozco?

– Claro que le conoces. Es León -confiesa sin mirarle, cogiendo una segunda pistola de su cajón, saliendo ya por la puerta a zancadas, con el corazón en un puño y una firme determinación.

XXV

– Perdona, ¿podrías decirme cuál es el domicilio del agente León Cortés? Pertenece al grupo judicial -solicita Clara con una sonrisa obligada a la encargada de administración, conteniendo su respiración, fingiéndose calmada.

– ¿Motivo? -cuestiona ésta sin alterar el gesto.

– Acaban de avisar del hospital de que su madre se ha caído en la calle y es probable que se haya roto la cadera. Le han estado llamando al móvil toda la mañana pero lo tiene apagado y en su casa el fijo comunica. Me preguntan si alguien podría trasladarse hasta allí y avisarle -como ve que la agente duda, compone su expresión más compasiva para suplicar un poco de humanidad, un mínimo de comprensión-. Se me parte el alma al pensar en la pobre anciana tan sola en urgencias, tan desvalida…

– Se te partirá por ella, supongo, porque el hijo es un mamón.

– Cierto, pero su madre no tiene la culpa de que él se hubiera tirado de la cuna cuando era pequeño.

La oficial se sorprende pero sonríe, teclea el nombre y parece satisfecha cuando en pantalla aparecen los datos. Instantes después señala con su barbilla el folio que la impresora vomita mientras le guiña a Clara un ojo:

– Ahí lo tienes. Utilízalo como quieras. No me importa si lo de su madre es verdad o una trola que te acabas de inventar porque quieres ir a su edificio a prenderle fuego. Todo lo que se te ocurra me parecerá poco.

Clara agarra la hoja antes de que la máquina termine de escupirla, tan agitada que parece que arrancara un hueso de las fauces de un perro hambriento. Nerviosa, atolondrada, se vuelve para excusarse por su impaciencia y agradecer la ayuda, pero la oficial la frena.

– No me des las gracias. Nosotras no hemos hablado y yo no te he dado esa dirección. ¿Entendido?

– Gracias -balbucea Clara de todos modos mientras se marcha.

– ¡Y dale duro! -grita la oficial de lejos con el pulgar en alto.

*

León vive en el Centro, no demasiado lejos de comisaría, en realidad a no más de veinte minutos andando que se convierten, tal y como está Madrid, en cuarenta en coche, pero incluso este lapso se me hace eterno porque me come la impaciencia y siento que no aguanto más. Necesito saber qué ocurre, localizar a todos en general y a uno en particular, averiguar qué trama León, por qué miente París, qué calla Bores y por qué, a ver, tengo que ir sola a casa de un sospechoso sin saber qué me espera, qué voy a encontrarme, por qué no me atrevo a contar con nadie ni a pedir un poco de apoyo y ahora, conduciendo lo más rápido que puedo en esta gymkhana de socavones y túneles que es mi ciudad, me da por rebobinar y no acierto a entender cómo puede ser que León estuviera de guardia la noche del martes frente a la mansión de Vito, porque entonces no pudo ser él quien intentó cargarse a Santi en El Pardo y ya no sé de quién fiarme y de quién no, porque vamos a ver, por qué iba a engañarme Nacho, no tiene sentido, si es un colega, alguien que te ha cubierto las espaldas durante años, que nunca me mentiría, que jamás me falló. Será eso, nada más que una fea casualidad, una falsa alarma, hay mucho degenerado suelto pero no todos tienen por qué ser asesinos, que a alguien le guste el sado no significa por narices que tenga manchadas de sangre las manos. Llegaré a su guarida y comprobaré que es desagradable, tenebrosa, propia de un pirado apocado que, obsesionado, robó la idea de la escena del ahorcamiento de Olvido y, en uno de sus juegos morbosos, quiso representarlo.

Pero llego y saco más detalles sobre León: sus vecinos no se fían de él y la portera lo tiene atravesado. Aquí ninguno sabe a qué se dedica y, aunque ha comentado que es policía, creen que va de farol y nadie se lo ha tragado. Demasiado raro para ir armado, ¿no les hacen exámenes psicológicos antes de ingresar en la academia? Tendría que reconocerles que sí, pero dudo que entonces creyeran que cualquiera de mis compañeros y yo misma pertenecemos al Cuerpo. Lo más curioso, con todo, es que ni siquiera hizo falta sonsacar al personal, como habría sido lo habitual. Si conoces los mecanismos básicos para camelar, la probabilidad de que el juego de ganzúas duerma el sueño de los justos en el bolsillo de la chaqueta es alta, pero en este caso, y para mi sorpresa, ni siquiera fue necesario, las cotillas me lo resolvieron todo. En cuanto pisé la entrada del inmueble, la portera quiso saber sin disimulo a qué piso me dirigía; tercero c, respondí, y el grito que lanzó fue de antología: ¡Mariiiiiiii, una chica ha venío a ver al zumbao! De inmediato, una cabeza sembrada de rulos asomó curiosa desde el hueco de la escalera y, al final, la interrogada acabé siendo yo: que de qué le conocía, que ahora no está porque lo vio salir temprano cuando fregaba la escalera, que le dejó una copia de la llave para cuando se presenta el del contador y que hay que ver, una chavala tan fina que viene a su casa para darle una sorpresa por su cumpleaños sin que le paguen, no como a las otras.

El comentario no me asombra demasiado, pero ya dentro no puedo evitar, pese a todo lo que imaginé que encontraría, que la realidad me impresione. De un dueño tan maniático, tan meticuloso, tan remilgado, esperaba un orden milimetrado y, al contrario, nada más entrar me doy de bruces con una fantasía barroca y asimétrica de colorido abigarrado, la morada de alguien obsesionado por el coleccionismo de kiosco. Parece ser que le gusta atesorar objetos, pero sin el gusto de Terence Stamp en sus mejores tiempos, y es que el mundo está plagado de acaparadores frustrados: expositores con falsos huevos Fabergé, miniaturas de coches antiguos y plumas estilográficas de tienda de todo a cien, un juego de réplicas de dedales del siglo diecinueve, máscaras venecianas en doscientas veinte entregas, otras trescientas cuarenta semanas colgado de los mejores diseñadores de zapatos y, en lo que parece ser su despacho, un armario empotrado cerrado a cal y canto. Lo abro, a ver para qué estoy aquí si no, y lo encuentro repleto de ropa de mujer de estilo siniestro y desfasado. Recuerdo de golpe mi sueño, aquel en que me veía en medio de una mascarada, como en un baile de disfraces macabro precisamente con León riendo desencajado. Voy pasando con cuidado las perchas y admiro la pedrería de los trajes de época, el imponente cuero de los corsés, la excepcional elaboración de los encajes de la ropa interior. No me cuesta imaginarlo echándole una ojeada aquella noche al vestidor de Olvido en su apartamento. Que es un fetichista está claro, pero no me basta, yo he venido a comprobar si es capaz de cometer un asesinato.