Nos dirigimos, agarraditos los dos, hacia un cuco ascensor de anticuario con asiento de brocado rojo y embellecedores dorados en los mandos que han instalado en un lateral del impresionante recibidor, y nos sentamos cómodamente en él mientras el monstruo de las galletas, enfurruñado y ceñudo, cierra las portezuelas, aprieta el botón de ascenso y nos contempla al elevarnos. Con las manitas le decimos adiós muy divertidos mientras se da media vuelta y, como buen asistente, sube por la escalera tan rápido que, cuando llegamos arriba, ya está esperándonos, extendiendo su brazo para que lo use como apoyo el anciano mientras se levanta. Una vez recuperado el equilibrio, éste vuelve a mirarme pinturero y me hace un gesto con la cabeza como insinuando un «allá vamos» y yo, sumisa y rendida, lo cojo de nuevo del brazo y avanzo por la anchísima galería hasta una puerta que el aprendiz de psicokiller abre para nosotros y que da a un majestuoso despacho, sin tanto título como algún otro en un bufete del barrio de Salamanca y mucho más sobrio, un despacho en el que es fácil sentirse a gusto porque lo pueblan fotografías antiguas en blanco y negro vencidas por los años y una lámina ampliada de un carguero partiendo de un muelle en bruma desde el cual mujeres tristes y llorosas agitan pañuelos. Mientras el anciano se dirige despacio a la mesa donde duerme su sueño de escarabajo gigante un teléfono negro de concha pulida y me señala una butaca donde acomodarme, yo me cuestiono levemente confundida que, si éste es el despacho de su padre, cómo será entonces el de Vito. Pero ya no caben más preguntas porque el hombrecillo se sienta y Cara de Gato, de pie tras él, sitúa sus manos a su espalda y el simpático abuelito coloca las suyas bajo su barbilla y fija sus grises ojos en mí y sonríe con esa mueca de galán clásico de Hollywood, bajo su bigote fino, y empiezo a inquietarme de nuevo, y es que en sus pupilas de lluvia en cataratas ya no todo es tan apacible, tan sereno, y me echo para atrás en el respaldo y, plena de tensión y prevención, sólo consigo pensar que al menos no estoy sola, porque al otro lado del micro están París, Santi, Bores y hasta León, compañeros, quiero creer incluso amigos, y no me van a dejar tirada en esta extraña situación.
Y es ahora cuando oigo su voz, ya no graciosa ni tierna, que me avisa:
– Como ésta, señorita Deza, es una visita de carácter estrictamente personal, consideraríamos de mal gusto que abusara de nuestra confianza intentando transmitir nuestra conversación al exterior.
– Qué previsor -apostillo, y cruzo las piernas fingiéndome muy segura, muy tranquila, y me llevo la mano al escote y desabrocho uno, dos botones de la blusa mientras Cara de Gato frunce el ceño como preguntándose qué demonios voy a hacer y ambos me contemplan impasibles hasta que, al ver un esparadrapo pegado a la altura de mi esternón, alzan las cejas sorprendidos por mi gesto osado al arrancarme el micrófono de un tirón -¡hija de puta! estará gritando París como un poseso, ¡hija de la gran puta!
»Una cosa son las órdenes -explico desafiante, porque está empezando a joderme este tono que se gasta de Gran Capo Senil y porque sé que un segundo micrófono, colocado algo más a la izquierda, bajo el sostén, y conectado a una grabadora sujeta a mi espalda y oculta bajo la chaqueta, sigue tomando nota de cada punto y coma de nuestra conversación y, de paso, manteniéndome protegida de las iras de unos y otros, que no sé qué será peor, siempre metida en movidas, Clara, y empeñada en dar la cara, me riño, porque eres la única decente aquí, la única que va a cumplir con su palabra: no estoy transmitiendo nada al exterior porque de qué nos serviría probar a hacerlo si el dichoso inhibidor de frecuencias abortaría el intento, pero mis compañeros podrán escuchar todo el encuentro, como que se lo estoy grabando. Y luego se quejarán-, y otra el pundonor, ese concepto tan anticuado que contra toda lógica algunos mantenemos.
– Sabía que no me decepcionaría, nunca dudé de su integridad.
– Sin embargo debo confesarle que me siento en inferioridad de condiciones. Acabo de mostrarle mi único as escondido, he dejado mi arma en comisaría para no ser descortés con la atenta invitación de su hijo y, sin embargo, Vito aún no se ha presentado y me envía a su padre para entretenerme.
Nada más decirlo advierto una mueca de aprensión, incluso de miedo, en el rostro de Cara de Gato, que contiene el aire por un momento, justo hasta que el abuelo muestra sus dientes de caimán en su cara pecosa antes de decirme:
– Quizá tenga razón, señorita Deza, quizás esté siendo algo maleducado -y los labios se le tensan, se ensanchan tal vez demasiado, rígidos, postizos- porque todavía no me he presentado. Yo soy Vito.
Vale, Clara. Ahora sí que la has cagado.
– ¿Es usted Vito? ¡Qué imperdonable error!, no sé cómo he podido confundirlo, ¿sabrá disculparme?
Ríe brevemente y no acabo de saber si se ha tragado mi pantomima de chica despistada y atolondrada. Yo diría que no, pero da igual porque le hago gracia, lo noto, así que decide dejar correr mi metedura de pata, fingir que no ha pasado nada y continuar, como si tal cosa, con el plan que pensó ejecutar desde que hablamos por teléfono, un esquema que debió de dibujar en el momento en que decidió que quería conocerme y que seguramente pasaba por todas y cada una de las fases que ya he soportado, desde la espera en la planta baja acompañada de su ridículo ayudante al tour por el mundo psicópata, hasta incluir el golpe de efecto final de jugar con el equívoco de hacerme imaginar a un Vito bastante más joven. Por eso, porque todo está transcurriendo por su cauce, según lo previsto por esos ojos fríos, calculadores, que brillan como el casco de acero negro de un grillo, se permite ser condescendiente conmigo, porque es como un gato (mucho más gato que el mismísimo Cara de Gato, acojonado ahí detrás) que acaba de descubrir a una arañita que soy yo, y como sabe que si intenta comerme no le duraré ni medio mordisco, prefiere seguirme por toda la casa con el hocico pegado a mi espalda y las pupilas rayadas fijas en mí viendo cómo me apresuro con la escasa fuerza de mis ocho patitas, cómo busco desesperada una hendidura en el parqué donde esconderme y sentirme a salvo y esperar, con el corazón latiendo a mil, que se haya cansado de atosigarme y se largue. Pero no, me asomo con temor por la ranura y sigue ahí, y mete una garra y hurga para que salga, para que me exponga, porque le da igual si me muero de un infarto o de un pisotón, sólo quiere que le dure un poco más, en su vida de gato doméstico aburrido, esta distracción tan divertida en que me he convertido.
– Por supuesto, subinspectora Deza. Y es que, debo confesarlo, tenía muchas ganas de conocerla -y hace una pausa durante la cual me calibra, hasta que emite su veredicto-. No le pega su nombre. O sí, quién sabe. Tiene una mirada clara, pero con un fondo de agua densa. Para que su nombre fuera el reflejo de su identidad completa, debería llamarse Claraoscura.
– Es posible. Usted tampoco es como me lo esperaba -intento bromear-, le encuentro algo mayor de lo que me habían dicho -hala, Clara, suicídate.
– No sólo es la edad, soy yo, que estoy mal -confiesa con franqueza-. Digamos que estoy tocado, pero aún no hundido. Las malas rachas de salud y personales me han echado años encima. Usted es joven y no entiende de esto, no le duele nada por dentro ni le oprimen los recuerdos hasta no dejarle respirar. En cambio yo, a mis años, sólo vivo en el pasado, y es eso lo que me hace viejo: recordar a los que no están -si se cree que me va a dar pena con esa oda a la vejez va listo-. Aunque, para ser sincero, le diré que la veo pálida. Tiene cara de preñada, con esa falta de color de quién lleva a un niño que le roba la sangre. ¿Tú también te has fijado? Por cierto, no le he presentado a mi ayudante -y se vuelve hacia él-: Valentín Malde.