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– Encantada -digo sin levantarme y pensando lo bien que le sienta a Cara de Gato su auténtico nombre.

– Es un placer verla de nuevo por aquí -suelta.

– ¿Cómo dice? -me hago la loca.

– Aquella guardia pasando frío a las seis de la mañana -y con sus ojos señala a la ventana-. Nos daba pena. Estuvimos a punto de llevarle un café caliente y un tentempié, pero pensamos que quizá se ofendería.

– Qué detalle -y qué cabrones, nos han mordido-. Aunque no hubiera sido necesario, me traje un termo. Mis compañeros, en cambio, nunca lo han necesitado porque bastante calientes se ponen ya con las chicas que vienen por aquí.

– Ah, las niñas -y el rostro de Vito se torna apacible, bonachón, incluso se diría que se le llenan los ojos de lágrimas-, ¿no son una preciosidad?

– No lo sé, no las he visto. Lo único que me han dicho mis compañeros es que parecen muy jóvenes. Demasiado. Rozando el límite de lo legal.

– Eso no es asunto mío -corta tajante, casi se diría que fastidiado porque le he roto el rollo evocador de la belleza femenina virgen e ideal que me iba a soltar-. De la selección, la edad y su preparación se encarga otra persona más cualificada. Yo sólo las admiro y les ofrezco un futuro mejor, con más salidas y la posibilidad de triunfar en la vida.

– Entiendo, es un esteta -comento con ironía mientras anoto en mi cabeza el dato que relaciona a Virtudes, la mala bicha, como Nacho la describió, con Vito-. No le suponía metido en el negocio de la carne.

– Yo no lo llamaría «negocio de la carne», qué definición más desagradable. En todo caso -matiza-, «negocio del placer».

– Para algunos es lo mismo -sugiero.

– No para mí. Admiro a las mujeres, son los seres más perfectos del planeta. Frágiles y fuertes a la vez, resistentes, supervivientes y, por supuesto, bellas. Son la fuente de donde mana el mundo, el origen de todo -dice mirándome fijamente-. En cuanto a mis negocios… Como sabrá, no poseo historial delictivo, lo cual quiere decir que, como los más dignos ciudadanos, jamás he sido detenido. Ni una multa de tráfico, señorita Deza. Sé que puedo parecerle amoral, pero no carezco de ética y, según las normas que unos pocos han impuesto y otros muchos intentan hacer cumplir, siempre he actuado dentro de la legalidad. Siento un enorme respeto por el ser humano, se lo aseguro. Por eso -y hace una señal a Cara de Gato que éste interpreta a la perfección, haciendo mutis y cerrando la puerta al salir- tenía tanto interés en hablar con usted.

– Creía que sólo deseaba agradecer mis desvelos por su difunto amigo Enrique a quien, por cierto, no sabía que apreciara tanto.

No responde, sólo gira su cabeza de tortuga centenaria para comprobar que su ayudante se ha ido y es cuando, al verle moverse con dificultad, casi se diría que temeroso, su mano temblando ligeramente sobre la superficie pulida del tablero, me viene como un fogonazo el recuerdo de esos viejos solitarios y dementes que se presentan con frecuencia en comisaría a denunciar que la señora de la limpieza le quiere envenenar o que su vecino es en realidad un extraterrestre disfrazado, todos esos recelos alimentados por el desamparo y la sensación de indefensión que otorga la edad, el cuerpo marchito, las fuerzas mermadas y sentir, como cuando vas con muletas, que te faltan manos que te defiendan, que no puedes huir o escapar corriendo del peligro, que estás a merced de la maldad humana. Pero sólo es una sensación pasajera, como un relámpago de sabiduría que dura lo que tarda en posar de nuevo sus ojos en mí. Unos ojos que ya no son tan metálicos, que vuelven a parecer risueños y humanos, hasta sinceros, y que no puedo dejar de mirar, tal es su carisma, mientras le oigo decir.

– Al fin solos, Clara. Porque me permitirá que la llame así. Decir «subinspectora Deza» suena demasiado formal.

– Por supuesto -y advierto cómo me esponjo porque, con sus manchas de edad pintadas en la cara, con sus flores de cementerio en las manos, este señor, Vito, todavía es un galán, caduco pero galán, y sabe imprimir a su voz ese deje de intimidad que sugiere noches mejores y bailes lentos a solas, que consigue, en fin, que a mis años y a los suyos se me suban los colores y me haga responderle, pero no con ese tono condescendiente que usamos con los niños, los tontos y los ancianos, sino con el reconocimiento que se debe a un hombre con tal poder de seducción-. Es lo menos que merece un hombre con su atractivo.

Le ha gustado. Se siente, quizá, como en los tiempos de antaño. Se relame como décadas atrás, cuando descubría a una corderilla apetecible a la que saborear. Me sonríe con educación, hasta diría que con respeto, y me pregunta delicado:

– ¿Le gustan las flores? ¿Cuáles son sus preferidas?

– Las más sencillas. Cornetas, madreselvas, camelias, margaritas…

– A todas las mujeres les gustan las rosas rojas.

– Yo las prefiero amarillas.

– Enrique era jardinero, ¿lo sabía? -me desvela.

– No, no tenía ni idea -contesto mientras mi mente viaja hasta el geranio maltrecho plantado en el culo de una botella de lejía que reposa en mi cocina, aún sin trasplantar.

– Le pagaba una cantidad por cuidar mis rosales tanto en verano como en invierno. Si quiere, luego podemos ir a verlos. Yo adoro mis rosas, y también apreciaba a Enrique. Era casi un hijo para mí. Un hijo desastre que se gastaba todo su sueldo en droga, pero un hijo al fin y al cabo, con ese alijo de peleas y rencores que se acumulan con los años, y culpas compartidas y el temor de no verlo nunca más a pesar de todo -y me observa buscando comprensión-. ¿De veras no está embarazada? Ojalá lo estuviera, así sabría entenderme. Yo una vez tuve un hijo, por eso sé lo que duele perder a uno. A mí me dolía el mío, no la voy a engañar, pero eso no quiere decir que no me duelan los hijos de los demás -hace una pausa cargada de recuerdos-. Sé que usted es capaz de ponerse en mi lugar. Es una mujer abierta, puede comprender las luces y las sombras, los claroscuros de cada uno. La sociedad me considera un enemigo del orden público, y quizá lo sea, pero conservo mi alma, me importa la gente. Enrique era uno de los míos, y por eso quiero que me prometa que va a llegar al esclarecimiento de su muerte.

Y ahora soy yo quien calla y reflexiona antes de reconocer:

– Supuse que tendría sus propios medios para hacer averiguaciones y actuar en consecuencia. Nunca imaginé que acudiese a la Policía.

– La Policía no es de fiar, Clara, bien lo sabe -y percibo con tal intensidad su mirada que, por un momento, me siento dentro del fondo de su ojo, sólo un reflejo en él-. Por eso estoy acudiendo a la única persona con la capacidad moral para llegar a la verdad de este asunto.

– No creo que sea para tanto, me parece que exag…

– No tiene ni idea de dónde está metida, ¿me equivoco? -me reta con dulzura-. Ni siquiera se da cuenta de lo sola que está.

– ¿A qué se refiere?

– Es tan íntegra, tan inocente.

– ¿Debo darle las gracias por sus halagos? -pregunto con escepticismo.

– Le molesta, me doy cuenta, y sin embargo le estoy haciendo un favor. Se lo digo como una advertencia, para que no confíe en nadie. Hágame caso, he comprado a muchos agentes y funcionarios a lo largo de mi carrera. Y no, no me lo agradezca, piense que soy un viejo paranoico que sólo busca manipularla, minar su seguridad, hacerle ver enemigos donde no los hay. Pero si lo consigo y se protege mejor, al menos hasta aclarar esta extraña muerte, me daré por satisfecho. Es como en los cuentos, sólo tiene que empezar a tirar del hilito.

– Si acaba de decir que el Culebra era un…

– Preferiría que no le llamase de esa manera.

– Como quiera. Si Enrique era un desastre, ¿por qué no puede aceptar que haya sufrido una muerte accidental?

– Porque ser drogadicto no es sinónimo de incompetencia. Sabía cuidarse, sólo adquiría material a gente de confianza, no se inyectaría una sobredosis sin querer. Por eso me niego a aceptar la sugerencia de un hipotético suicidio. Aunque nos parezca incomprensible tenía motivos para vivir, créame -y la seguridad con que lo dice me convence-. Hace tiempo prometí a alguien que velaría por él y, como verá, no he podido cumplir mi palabra. No quiero irme con el peso en mi conciencia de, al menos, no haber dado con el causante de su desgracia. Estoy enfermo -admite de pronto con entereza-, no sé cuánto me queda. Querían decírmelo pero no les dejé, es mejor así. En todo caso, hay cosas que quiero dejar listas antes de marcharme -y corta, antes de que pueda pronunciarla, cualquier palabra de conmiseración-. No me diga que lo siente, sólo prométame que dará con quien acabó con nuestro Enrique. Sin excusarse tras sus superiores o culpar a factores que escapen a su alcance. Sé que lo hará. Es algo que también está en su conciencia, y no existe nada que pueda atarla más -y parece como si respirara por fin, hasta que propone-: ¿Qué me dice?, ¿bajamos a ver mis flores?