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– Tenía que decirte…, bueno, que me ha surgido una cosa y…

– Y qué -pregunta harta de tanto punto suspensivo.

– Pues que no voy a poder ir a comer contigo como quedamos.

– Pero ¿no decías que era importantísimo que habláramos?

– Compréndelo, Clarita, un compromiso es un compromiso.

– Lo entiendo perfectamente, pero el compromiso era conmigo.

– Tienes toda la razón, pero es que sé que tú lo entiendes y en cambio ella…

– ¿«Ella»? No sé por qué pero me da que no estás hablando de tu mujer ni de ninguna de tus hijas -y él se encoge instintivamente y Clara, al advertir su miedo, le mira de hito en hito taladrándole, clavándole sus pupilas en las suyas, huidizas, cobardes, esquivas-. Entiendo. Sigues con ésa.

– No es lo que parece, sólo hemos quedado para…

– Déjalo, no busques más excusas ni prometas que es la última vez y que sólo os vais a devolver las cartas de amor y nunca jamás la volverás a ver. Que no me he caído de un guindo. Cómo no la vas a ver más si trabaja en la farmacia de enfrente. Y además, que la cornuda parezco yo con este rollo que te estoy soltando, es lo que me faltaba, vamos. Pero ¿se puede saber qué te da? No, tampoco me lo cuentes, me imagino perfectamente lo que te puede dar una madurita entrada en carnes, teñida de dios sabe qué color y vestida como una veinteañera recalentada. Poca vergüenza es lo que tienes, Santi, poca vergüenza. Y te irás al monte de El Pardo, como siempre, como dos adolescentes que no tienen casa donde meter. ¿Me puedes decir por qué no te lleva a la suya, ella que no tiene nada que perder? Va a ser que le da más morbo hacerlo en un coche, como cuando era joven, aunque por sus años debería ser en un carro tirado por caballos. Y tú, claro, de pobre diablo tragas con lo que sea con tal de follar. Pero como se entere tu mujer la vas a destrozar. Estoy por decírselo yo.

– ¡Ni se te ocurra! -pero parece más una súplica que una amenaza.

– No seas patético, hombre. No te preocupes, que no lo voy a hacer. Quién soy yo para romper una familia, eso que vaya en tu conciencia, no en la mía. Pero dime, sólo para que me quede tranquila porque no voy a poder dormir esta noche pensando lo que estás haciendo sin una buena explicación: ¿por qué te vas con ella sabiendo que es un putón?

– No lo entenderías. Me hace cosas que no me hacen en casa.

*

¿Laura?, soy Clara, que si os venís a comer y os pongo al día de los casos y así de paso nos vemos las tres.

No, lo de Javier va lento pero seguro.

Ya sé que os llamo a última hora pero…

¡Cómo se te puede ocurrir eso! Para nada sois un segundo plato, lo que pasa es que ha sido una mañana de mucho lío y se me ha hecho tarde para llamaros.

Vale, pues os espero en Casa Poli.

En Casa Poli parece que el tiempo no avance, es como si cada vez que entrases te sumergieras en una zarzuela para la que nunca hubiera caído el telón, en una escena retenida en un bucle del espacio-tiempo en la que permanece atrapada la típica taberna de barrio madrileño con su paella, su pulpito y sus patatas bravas dibujadas en los cristales del escaparate, los bocadillos de calamares rebosando grasa en el mostrador y la vida congelada sobre las mesas con sus botecitos de palillos y los granos de arroz en el salero.

Espero sentada al fondo a Dolores y a Zafrilla -a quienes en cuanto aparezcan tendré que llamar Lola y Laura-, con las manos inquietas manchando de sudor el mantel de papel y oyendo la musiquilla de la tragaperras a la que un chino no da tregua porque sabe cuándo dará el premio por el sonido que se mezcla con la rumba del aspirante a cantante de turno que suena en la radio a todo trapo. Lo dicho, un clasicazo. Le echo un vistazo al menú del día y recuerdo de pronto por qué estoy aquí y no en el oriental o en el kebab de al lado ni en ninguna de las cadenas de comida rápida del centro comercial ni tampoco en alguno de sus restaurantes de la planta alta, mucho más fashion y caros: porque se come de puta madre, como en casa, como cuando mamá sabía que volvías de Madrid y se metía entre fogones y se esmeraba en cocinar para su niña, que hacía mucho que no venía. Y al pensar en ella me acuerdo del bulto del pecho y de que ayer, como siempre en la ducha, creíste notar que había crecido, y del miedo que te invadió, que te atenazó más que meterte en casa de Vito, más que Cara de Gato con sus ojos de psicópata, más que entrar en comisaría sabiendo que te iban a comer viva tus propios compañeros. Y ya llegan las dos, riendo por cualquier cosa, y es fácil fingir que todo va bien y hacer como que se olvidan los males y los temores, y pedir comida con muchas calorías que sepa a gloria y tarta casera de postre y una suerte de ficción de hogar mientras se habla de todo y de nada en un intento de olvidar las penas, los jefes absurdos, los polis incompetentes que cobran más que tú, los comepollas que siempre ascienden, lo duro que es el amor incondicional de una hipoteca o el tiempo que hace que no echan un polvo en condiciones.

– Hablando de polvos -comenta Zafrilla-, acabo de acordarme de ese mechón de pelo que hallaste en la chabola del Culebra. Me ha dado algún problema procesarlo, porque no se trata de pelo arrancado, sino cortado, y no había ni una mísera raíz que echarse a la lente, pero lo he comparado con las muestras de Olvido y es suyo. Completamente segura.

– Qué raro, no recuerdo que tuvieran el mismo color.

– Pues la muestra que yo extraje del cuero cabelludo lo confirma -explica Dolores-. El pelo se oscurece con el paso de los años y su tono puede cambiar por mil motivos que no implican el uso de un tinte: el sol, baños en piscinas demasiado cloradas, excesiva exposición al salitre de la playa…

– Ésta es otra prueba más de que el Culebra y Olvido se conocían -recapitula Clara-. ¿Puedes averiguar hace cuánto que se cortó el mechón?

– El pelo lleva muerto por lo menos diez años -confirma Lola.

– Eso significa que tenían una relación muy estrecha desde hace tiempo, porque una no se corta una trenza y se la da al primero que pasa por la calle.

– Frena, Clara, que tampoco quiere decir que se conocieran hace diez años. Ella pudo habérselo cortado en un momento y regalárselo mucho después.

– Lola, no nos chafes la ilusión. ¿Os imagináis que hubieran sido novios? -elucubra Zafrilla con ojos soñadores y mirada perdida.

– Ya salió la romántica -se burla Clara-. Como ahora lo ves todo rosa…

– ¿El qué? -pregunta Dolores.

– Nada, nada, tonterías suyas -responde Zafrilla colorada cambiando de tema-. Y dinos, ¿qué tal vas con las autopsias?

– Con el varón que me enviasteis el domingo, el del garaje, acabo de empezar, pero de Olvido sí tengo novedades. Además de algunos detalles que os había comentado, como lo de las uñas rotas y las palomitas de maíz introducidas a la fuerza bien sabéis dónde, han aparecido ahora algunas lesiones internas bastante inusuales. La más llamativa es un tímpano roto.

– ¿Son anteriores a la muerte?

– Inmediatamente anteriores. Estimo que se produjeron entre treinta y cuarenta y cinco minutos antes del fallecimiento.

– Hostia -exclama Zafrilla.

– Sí, hostia, pero la que le metieron antes de cargársela. ¿Hay alguna posibilidad de que su tímpano se rompiera por cualquier otra causa que no fuera un bofetón? -pregunta Clara expectante.

– Un tímpano se puede romper por mil motivos, como que si eres un bruto quitándote la cera puedes terminar con el oído perforado, así que no esperes que te diga que sin ningún género de dudas el de Olvido se rompió a raíz de un fuerte golpe. Sin embargo sí hay alguna señal que sugiere que pudo haber violencia. Es un rastro muy leve. Me explico: hasta que no hallé la rotura del tímpano no se me ocurrió fijarme con atención en sus orejas, pero en el lóbulo derecho había un ligerísimo desgarro en el agujero del pendiente que no se veía porque éste, que era muy grande, lo tapaba. Incluso había una gotita de sangre. Podría interpretarse como que Olvido se llevó un bofetón en la zona del oído con tal violencia que se clavó el pendiente y desgarró el lóbulo. Ya sé que está muy traído por los pelos, pero es lo único que se me ocurre. Eso sí, te garantizo que también se produjo poco antes de su muerte.