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– Pero ¿tanto le tientan?

– La última vez que lo hicieron, al menos que sepa, yo estaba presente: fuimos a un poblado marginal en el que operaba un gitano que había alijado una importante cantidad para vender, según nos sopló un yonqui al que no quiso fiar más. Intentamos pillarle por sorpresa y registrar su chabola, pero allí no había ni un gramo, todo más limpio que una patena. Más que nada por cumplir con el expediente, por aquello de no montar semejante dispositivo en balde, nos lo trajimos a comisaría para interrogarlo y descubrimos que, como tapadera para blanquear el dinero, tenía unos invernaderos en un pueblo cercano. La verdad es que no era mal plan, así esquivaba la vigilancia policial, centrada exclusivamente en el poblado, y podía justificar sus entradas y salidas con la furgoneta con la excusa de vender la fruta y verdura que, por supuesto, distribuía junto con la droga. En cuanto nos olimos que podría esconder allí la mercancía decidimos presentarnos con rapidez, no fuera su clan a hacerla desaparecer, y solicitamos un perro antidroga a Estupefacientes. No tardaron demasiado en enviarnos uno que parecía más un caniche que otra cosa, pero como menos era nada, y nada era seguro, allá que nos fuimos Santi, León, el de la unidad canina, el gitano, Nacho y yo, que por aquel entonces todavía formábamos pareja. En cuanto llegamos al invernadero el chucho se volvió loco, tenías que verlo, tan pequeñajo y sin embargo los ladridos que pegaba, hasta que nos condujo a una zona de los cultivos que no parecía muy cultivada, valga la redundancia. Nacho y Santi empezaron a cavar mientras León y yo custodiábamos al detenido, el agente aguardaba con su perro, cada vez más enloquecido, y los zetas controlaban los accesos para que nadie se acercara por allí. El final de la historia no es que encontrásemos su otra mercancía, es que había más: el gitano, sin perder la sonrisa en todo momento nos dijo que, ya que estábamos con las palas, caváramos unos metros más a la izquierda, y claro, lo hicimos pensando que estaba jugando al truco de ser bueno y confesarlo todo para que el juez tuviera en cuenta su arrepentimiento. Cuál sería nuestra sorpresa al encontrarnos no más fardos de droga sino una bolsa de dinero como las que en los cómics llevaba el Tío Gilito para un imprevisto. Habría unos veinticuatro millones de los de antes, casi cinco kilitos para cada uno, nos espetó el gitano muy ufano; así que propuso que la coca se quedara en su sitio, él en su casa, nosotros en la nuestra, Dios en la de todos y todos tan contentos. No nos dio tiempo ni a responder antes de que Santi, amablemente, declinara en su nombre y en el nuestro la inusitada oferta. Le leímos sus derechos, cogimos la droga, la pasta y nos volvimos con todo a comisaría. Nadie mencionó su intento de chantaje hasta varios días después, tras las felicitaciones y los falsos parabienes. Fue una tarde en Casa Poli, tomándonos una caña, cuando Nacho comentó que se veía a León jodido, que seguro que se lamentaba de no haber podido meterle mano al dinero. Entonces Santi le preguntó, ¿y tú qué, también te arrepientes?, y antes de que pudiera responder inició su disertación. No quiero saberlo, le dijo a Nacho, no quiero que me digas que tienes una hipoteca como cualquiera de nosotros, que a tu mujer le haría tanta ilusión ese viaje a Cancún, que el dentista del niño os mete un sablazo cada mes por esos hierros en la boca, no me digas cuántas deudas tienes, cuántas goteras podrías tapar. Somos policías, tenemos un deber, hicimos un juramento y sólo quiero que, para cuando yo no esté aquí por lo que sea, por un traslado o un balazo, y os vuelvan a poner ese dinero delante de los ojos, os acordéis de esos yonquis que vemos pasar cada día como zombis en busca de su dosis. Ellos también pensaron que por probarlo una vez no pasaría nada.

– Vaya arenga.

– Y surtió efecto. Nacho y yo lo comentamos pasado algún tiempo. Vaya temple, dijimos, vaya fuerza de voluntad, qué ética, qué moral, qué par de pelotas. Pero ¿sabes?, aquel día éramos demasiados en el ajo y no teníamos confianza los unos en los otros. Estaba el agente del perro, los zetas custodiándonos la entrada y León, que todos sabemos que es una sabandija que puede salimos por cualquier lugar. Pero ahora no hay día en que no deje de pensarlo: ¿y si hubiéramos estado Nacho y yo solos? A lo mejor él, que siempre anda a dos velas, hubiera logrado convencerme. E imagínate si sólo estuviera Santi. Todos los clanes saben que es el jefe, el eslabón de la cadena a corromper, porque si él bajase la guardia tarde o temprano alguno de nosotros caería, incluso puede que ya haya sucedido. Así que si yo fuera un capo y quisiera tener carta blanca, no intentaría comprar a oficiales de poca graduación, sino directamente a él, y no repararía en gastos, treinta, cincuenta, setenta kilos… ¿Tú cuál crees que sería su precio?

– No lo sé, no tengo ni idea. Lo que sí sé es que ya está bien de hablar de él, de gitanos narcotraficantes, de agentes corruptos, de maletines de dinero como los de los presidentes de equipos de fútbol. Lo que ahora quiero es cambiar de tema, que hagamos cosas prohibidas y cenemos tranquilos, o al revés. ¿Qué prefieres?

Pero antes de que Clara pueda responder a su propuesta empieza a sonar el móvil de Ramón y éste debe levantarse de un salto para cogerlo haciéndole gestos con la mano de que no se mueva, no tarda nada y murmura al ver en la pantalla que es su hermano Miguel, qué raro, y a estas horas, y mientras le atiende parece que va a decirle algo indecente para que sonría en su espera pero se calla, escucha con atención y frunce el ceño. Cuando cuelga anuncia que va a salir, pero qué ocurre, por qué tienes que irte a estas horas, dice ella mientras le ayuda a abrocharse la camisa.

– Es mi madre, que no coge el teléfono en casa. Yo tengo un juego de llaves y nos acercaremos a ver si se ha caído o qué.

Y con la chaqueta a medio poner y el pelo despeinado por culpa de mis manos y un rastro de leve inquietud en la mirada comprueba si lleva la cartera, busca las llaves en un cajón, coge las del coche en el aparador y, justo al abrir la puerta, se gira, como si lo hubiera meditado mucho, y con esa voz que reserva para hablar con sus clientes y decirles que las cosas no pintan bien, los testigos no parecen favorecerle, va a ser preferible declararse culpable y pactar una pena menor con el fiscal, le aconseja:

– Clara, te estás liando con la sucesión de los acontecimientos y ni tú entiendes ya nada. Párate un poco y piensa, anda. Creo que tendrás que volver atrás a estudiar mejor las pruebas y empezar por el principio.

*

Vale, otro día que llego tarde, refunfuña, la puta media horita que en la puerta me echará en cara el capullo de siempre antes de decirme que vaya ojeras tengo, a saber qué habré hecho esta noche y con quién, y lo menos grave será gruñirle y mandarle a paseo, cuanto más lejos mejor, porque cómo explicarle, para qué explicarle la nochecita que he tenido.

Vaya nochecita, repite para sus adentros, vaya nochecita la de ayer.

Sin dormir, sin poder leer, sin ser siquiera capaz de concentrarse ante la tele, preocupada y sin saber nada de nadie porque Miguel tenía su móvil fuera de cobertura y el tonto de Ramón, con las prisas, no se llevó el suyo, hay que ver, tanta organización, tanto control y tanto dónde tienes la cabeza, Clara, que siempre te lo dejas todo por ahí para que luego, un día que hace falta, sea él quien se olvide sus cosas y haga imposible la comunicación. Sólo que yo soy comprensiva y no pongo el grito en el cielo ni te llamo inútil porque entiendo que fueron los nervios los que hicieron que lo olvidaras en el bolsillo de la otra chaqueta cuando te cambiaste, explicará luego, mientras que tú nunca dejas de ser Ramón, jamás, y si ocurriera al revés y me lo hubiera olvidado yo ahora mismo estarías pegando gritos enfurecidos porque cómo se me ocurre, ando en la luna y etcétera, y no me mires así, entre avergonzado y acusador, porque sabes que tengo razón y dime, a ver, qué ha pasado, a qué tantos nervios y tanta aprensión si tu madre es perfectamente responsable e independiente y no hacen falta histerias ni misterios porque una noche no esté a su hora ante su mesa camilla con su bolsa de punto de cruz. Puede haber ido al cine.