Tengo que aislar el sonido de esa otra voz.
Tengo que averiguar si hay alguien más.
– Carlos, hay que analizar esta cinta. Había alguien más con el Culebra.
– Mucho quieres gastar. Vaya bronca te va a echar Santi cuando se entere.
– No lo creo. ¿Y dónde está? ¿Aún no ha venido?
– Ni flores, pero en su ausencia yo soy tu superior, y vas a explicarme…
– Cuando Santi llegue os lo explico a los dos. Me marcho, necesito pensar.
– Pero tendrás que pedirme permiso para irte porque yo soy…
– Vale, ya lo he oído. Intentaré no tardar.
– Al menos dime adónde vas.
A la puta calle. Fuera. A por aire. A pensar.
– Buenas -digo al entrar.
– Buenas -me responden los parroquianos. Pero llamarlos parroquianos es, ciertamente, una incongruencia, y además, está fuera de lugar porque, que yo sepa, por aquí cerca no hay ninguna parroquia.
Estoy en el bar frente a la casa de Olvido. Y la verdad es que no se parece en nada a Casa Poli, ni a un bar de barrio ni, para ser sinceros, a ningún otro.
Cuando vinimos aquí por primera vez había empezado a oscurecer y no me fijé porque las prisas eran muchas, mi cansancio más que suficiente y los vecinos pululaban como luciérnagas, asomados a las ventanas sobresaltados por nuestras sirenas, deslumbrados. Tanto como para no dejarme ver más que ojos abiertos y caras curiosas, manos crispadas cerrando las solapas de sus batas y ningún local a la vista porque lo tapaba un mar de rostros encendidos.
Y cómo demonios iba a fijarme en él, pienso, si esto no es un bar, es más bien el típico lugar de decoración difusa, indefinida, inexistente, que no se sabe lo que es desde fuera, con cristales tintados que reflejan el exterior, colores neutros que no dicen nada y una puerta que parece acorazada y no deja pasar más que el silencio, que no llama la atención y hace que te sobresaltes si ves que se abre. Pero bueno, dirías sorprendida, si estaba abierto, si había gente dentro.
Los hay tomándose el martini o el café que muchos necesitamos a última hora de la mañana, o eso parece, porque por momentos me da por pensar si no serán maniquíes. Me paro, me fijo, y observo que se mueven: respiran. Vamos por buen camino, si respiran puede que también hablen.
– Buenos días -repito. Y me encamino hacia la barra.
– ¿Qué va a tomar? -me pregunta un fornido camarero de camisa blanca impoluta, manos de platero y ojos de farero.
– Un café con leche -casi susurro mientras ejecuto la imposible tarea de sentarme en un taburete de diseño. Cuando por fin lo consigo me dejo mecer plácidamente por la música ambiente, una melodía chill out de carácter hipnótico que acaba por adormilarme más aún, de modo que cuando colocan ante mí la taza junto con un azucarero de diseño que no sé por dónde abrir, me asusto como una de esas viejas que se quedan traspuestas en el autobús.
– ¿La he molestado? Discúlpeme, por favor -musita amable.
– No, es que estoy un poco cansada -me excuso-. Apenas he dormido.
– ¿Niños?
– Más bien trabajo. Soy policía.
– ¿De verdad? -y el camarero, qué tierno, abre los ojos asombrado y hasta diría que maravillado perdiendo esa compostura chic que sus jefes, estoy segura, le habrán impuesto-. Qué trabajo más interesante, ¿no?
– Según como se mire.
– Yo siempre he querido ser policía, desde pequeñito -confiesa en un impropio arranque de locuacidad-, pero soy de natural pacífico y claro, me daban reparo las armas. Luego pensé que, como también era un trabajo de riesgo, mejor me iba lo de ser bombero, pero al final no pasé las pruebas médicas porque soy miope, pero mucho. Y ahora ya ve, aquí estoy, de modelo, y no se crea, que dicen que la miopía me da una mirada especial, como más intensa.
Por un instante estoy tentada de dejar correr la pregunta que me quema en la garganta, esa que sé que acabaré haciendo, que acabará hundiendo el tenue hilo de confianza tendido entre él y yo. Si algo he aprendido tras años de ardua tarea policial es que la confianza es como una pompa de jabón frágil, inconsistente, huidiza. Cualquier gesto puede romperla, cualquier palabra a destiempo puede dejarla escapar. Por eso me recuerdo que es mejor callar inconveniencias y, como cuando era niña y creía que así conseguiría evitar un estornudo, me hago cosquillas en el paladar con la punta de la lengua para ahuyentar las ganas locas de sacar la cuestión espinosa de turno que arruine este proyecto de interrogatorio disfrazado de conversación distendida.
Sin embargo, lo único que logro ahuyentar con mis dudas y mi silencio es a este pobre chico que, cansado de esperar una frase ingeniosa, coqueta o simplemente amable, parece dispuesto a marcharse al otro extremo de la barra, y es entonces cuando recuerdo a mi madre en plan admonitorio y prudente sentenciando que antes de decir inconveniencias lo mejor es callar, y decido que ya va siendo hora de mandar a la mierda los pocos restos que me quedan de los consejos de mamá y hablar, soltando cualquier cosa, incluso la inconveniencia que antes me empeñaba en abortar, con tal de no dejar escapar a la presa.
– ¿Puedo hacerte una pregunta? Espero que no te parezca mal, pero mi trabajo me ha vuelto muy curiosa. Si eres modelo, ¿qué estás haciendo aquí?
El chico no me insulta, no me pega con una botella en la cabeza, no se da media vuelta y me asola con el peso de su indiferencia, no me manda a hacer gárgaras, ni siquiera parece que se enfade. Simplemente se pone colorado. Mucho. Desde el cuello de su inmaculada camisa hasta las raíces de su cabello, e incluso añadiría que las puntas. Se mira los pies, no sabe qué hacer con las manos y, desde luego, si es una pose le queda cojonuda. Si por el contrario su reacción es auténtica, porque me cabe la duda, entonces tengo que llamar a mis amigas de inmediato, lesbianas o no, y comunicarles que no toda la fe está perdida: aún quedan hombres en este mundo que merezcan una sonrisa.
– Bueno, esto es sólo temporal.
– Claro -asiento ante la vieja trola, la trola universal que uno se cuenta a sí mismo-. Por supuesto.
– Es que he tenido una mala racha últimamente -anda que no he oído yo decir esto a yonquis, putas, camellos y chorizos en los calabozos-, y ahora que estaba a punto de levantar cabeza, he vuelto a caerme. Si es que parezco gafado. Dice mi madre que es por las envidias, como soy tan guapo, ¿sabe usted?
– Sí, es una posibilidad -dictamino-, el mal de ojo nunca es descartable.
– Es que es mucha mala suerte, pero mucha -me asegura convencido-. Mire, se lo voy a contar porque me ha caído bien: una de las clientas de este local, una mujer muy amable, se había ofrecido a ayudarme. Me decía que tenía amigos en las altas esferas del mundo del espectáculo. La verdad es que era bien maja, y van la semana pasada ¡y se la cargan! Todos dicen que fue un suicidio, pero yo estoy convencido de que no fue así. Ella vivía demasiado bien y siempre estaba contenta, nunca le vi una mala cara. Usted, que es policía, ¿cree que una persona así se podría suicidar?
– ¿Cómo te llamas?
– Pablo.
– Oye, Pablo, esa amiga tuya no sería por casualidad Olvido Ugalde.
– ¿Cómo lo ha sabido? -exclama sorprendido.
– Atando cabos, cielo, porque si estoy aquí es para investigar su muerte. Como acabas de decirme que eras amigo suyo, imagino que no tendrás inconveniente en ayudarme y echarle un vistazo a algunas fotografías que he traído -y saco del bolso, sin darle la oportunidad de responder, un sobre del que extraigo algunas instantáneas-. ¿Te suena de algo este hombre?
– Sí. Venía todos los miércoles a verla -responde con seguridad-. Como ella vivía ahí enfrente, él muchas veces hacía aquí el tiempo hasta la hora de su cita. La verdad -se sincera- es que los empleados ya teníamos a su costa un poco de cachondeo. Hasta hicimos una porra para ver si acertábamos cuántos miércoles iba a faltar en tres meses, y ya llevábamos un mazo de pasta acumulada, porque no se perdía ni uno. Llegaba siempre con una bolsa de deporte y más de una vez, con las prisas por subir, se la dejaba olvidada y tenía que bajar luego a recuperarla o, si salía muy tarde y nosotros ya habíamos cerrado, la recogía un mensajero al día siguiente.