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– ¿Recuerdas si el miércoles pasado se presentó?

– Muy fácil -responde contento y me guiña un ojo-. Sólo hay que comprobar la porra.

Y se inclina y saca de debajo del mostrador una libreta para pasar parsimonioso sus hojas hasta dar con una lista. Pablo me señala la columna de fechas, todos los miércoles están tachados con cruces rojas. El último también.

– ¿Eso quiere decir que apareció?

– Sí, pero fíjese a la derecha, en las incidencias -efectivamente, hay un apartado con anotaciones como «Se tomó otro café al salir / contentísimo», «Cara de agobio / propinaza» que detallan la actitud de Olegar antes o después de las citas. Busco interesada la última anotación, correspondiente al miércoles 9: «Apareció / no llegó a entrar ni al portal». Para que luego digan algunos que los bares no son un servicio de utilidad pública.

– ¿Tú tenías turno? -le pregunto amable, y como asiente continúo con mi interrogatorio-. ¿Puedes explicarme qué pasó?

– Que ella no le abrió. La llamó muchas veces al portero automático pero no estaba o no cogía. Luego volvió a entrar aquí y realizó una llamada con su móvil. Al salir estuvo un rato mirando hacia arriba, a sus ventanas, y al final se fue.

– ¿Por qué no observas con atención las fotos? Quiero estar segura de que no confundes al hombre de los miércoles con otro.

– Como para no estar seguro después de los meses que llevo aquí, claro que es él. Un momento… -y acerca la foto familiar de los Olegar a sus ojos de cegato-. A éste también lo conozco. Lo he visto varias veces, aunque casi nunca paraba aquí. Sin embargo, ese mismo miércoles vino a primera hora de la tarde y sí que entró. Se tomó un té con cilantro, casi nunca lo pide nadie, por eso lo recuerdo, estuvo un buen rato esperando sin dejar de mirar a la calle hasta que, cuando pasó por la acera, a eso de las cuatro, salió corriendo tras ella y se pusieron a hablar muy acalorados. Parecía que él quería subir a su casa, pero Olvido no le dejaba. Hasta la cogió por el brazo y la zarandeó.

– ¿Y al final subieron?

– No lo sé. Alguien me pidió un café en ese momento y me despisté, luego, cuando volví a mirar por el ventanal, ya no estaban, se habían esfumado. Pero vamos, era él, estoy convencido. Ese aire de chulo es como para no olvidarlo.

– Pablo, ¿estás completamente seguro? Es muy importante.

– Del todo.

– Muchas gracias, me has sido de gran ayuda -y me doy la vuelta cuando recuerdo algo y vuelvo sobre mis pasos-. Una última pregunta, ¿qué vais a hacer con la lista de la porra?, ¿podrías dejármela? Ya no os va a hacer falta.

– Pásese mañana si quiere, porque la vamos a mantener hasta hoy, éste será el último día. No sabemos si el señor de la bolsa de deporte se habrá enterado de lo que le ha pasado a Olvido. Puede que venga porque no sepa nada, que nunca más vuelva a aparecer o incluso que aun sabiendo que ha muerto se presente sólo para recordar que cada miércoles corría hasta aquí para verla. Cualquier cosa puede ocurrir, es cuestión de suerte. ¿Usted también quiere apostar?

Clara sonríe levemente con un deje irónico.

– No, el juego no es lo mío, pero dime, ¿hay mucho dinero acumulado? -y él asiente con efusividad, así que decide hacer la buena acción del día-. Pues mira, hoy esa suerte tuya va a cambiar y te voy a dar una alegría completamente gratis por haber sido tan amable: no vendrá, te lo garantizo, palabra de policía.

XVIII

– Buenos días -le digo a la secretaria que, con sus mechas, sus gafas de sol a modo de diadema y su carita feliz de chica buena dispuesta a rajarte en cuanto te des la vuelta, me sonríe al otro lado de su mesa-. Estoy citada con…

– Sssí, ya me lo ha dicho, pero vas a tener que esperar un poquitooo -me comunica con su mejor tono de buen rollito y un falso acento de tía estupenda, aunque lo más probable es que sea una zorra disfrazada de cordera.

– Cuando quedamos me dijo que si se retrasaba podía esperarle en su despacho -comento, a ver si pica y puedo cotillear algo ahí dentro.

– Ay, pues no, mira, a mí no me ha dicho nada, ¿ssabess?, y yo tengo una comunicación muy estrecha con él -me asegura con sus ojitos azules bien abiertos-. Yo creo que es mejor que te esperes aquí fueraaa -y pese a que intento argumentar que tengo el permiso del amo, ella, educada pero tajante, distante pero serena, me condena con un golpe de melena a la silla incómoda de las salas de espera, y no me queda más remedio que obedecer arrastrando los pies hasta sentarme y contemplar cómo me inspecciona por encima de sus lentes graduadas y por debajo de sus gafas de sol, y me sonríe con sus labios rositas brillando encantadores pero los colmillos relumbrando como un mal presagio, y a falta de algo mejor empiezo a pensar qué demonios me pasará con las secretarias, debe de ser cuestión de hormonas. Sí, eso será, del mismo modo que los perros detectan el miedo, ellas huelen en mí a saber qué extraña aversión. Pero algún día me vengaré, lo haré, y tal vez mi desquite comience en este mismo instante, porque suena su teléfono y percibo cómo se cuadra y aunque no oigo sus respuestas sí acierto a detectar sus temblores mientras escucha a quien sea que esté al otro lado, aunque me jugaría la placa a que es ese jefe con el que mantiene «tan estrecha comunicación». Una vez recibidas las instrucciones, cuelga sumisa y se aproxima para decirme con su mejor sonrisa de empleada del mes que sí, tenía razón, yo no debería estar esperando en el hall y, como soy conocida de la familia, estaré más cómoda en su despacho hasta que él pueda liberarse de sus embarazosos compromisos.

– Gracias -le digo, para demostrarle que no soy rencorosa, y me dirijo salerosa hasta el santuario prohibido seguida por su mirada, ávida, aviesa, de la que estoy deseando librarme cuanto antes.

Una vez a solas me limito a esperar. Sé que en algún momento intentará pillarme por sorpresa entrando con cualquier excusa con la esperanza de encontrarme con las manos en los archivos confidenciales de ese con el que dice llevarse tan bien. Por eso su chasco resulta mayúsculo cuando, en no menos de cinco minutos, súbitamente abre sin llamar y me halla enfrascada en el vertiginoso paisaje que se observa desde la ventana.

– Hooola, sólo quería saber si te apetecería tomar algo mientras esperasss.

– No, gracias -respondo-, lo que me gustaría es estar sola.

Ella entiende a la perfección mi irónica sugerencia, buena chica, perrita buena, y me deja a mi aire entre paredes de cristal y con la firme decisión de disfrutar del momento sin actuar. Para qué si va a ser peor hacerlo, me digo, si no sé cuándo llegará mi cita ni qué buscar aquí, ni cómo, ni dónde, ni por qué. Si tras la conversación descubriera indicios de delito ya me encargaré de pedir una orden de registro con todos los sellos pertinentes, así que ¿para qué molestarse ahora? Con lo bien que se está sin hacer nada en la cómoda butaca de piel y acero cromado de un despacho limpio, frío, aséptico, poco suntuoso pero grandioso, sin diplomas enmarcados ni títulos firmados por Su Majestad El Rey o el Excelentísimo Ministro de Educación, sin fotos familiares ni esposas rubias que sonríen desde marcos de plata ni dibujos infantiles dedicados a papá, con sólo dos carteles antiguos de cine (A pleno sol y Extraños en un tren) y una vista espectacular de los tejados de Madrid.

– ¿Sse puedee? -es la secretaria, que asoma otra vez su naricilla de gnomo y me suelta de un tirón-. Perdona, verás, no quisiera molestarte, pero acaba de llamarme y ha pedido que te diga que te esspera en la terrazaa.