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– Usted la conocía.

– Nunca he conocido a esa tal Olvido -niega categórico.

– No me mienta. ¿Por qué lo hace? Es tan incómodo cuando lo intentan y sé que todo lo que declaran son embustes… Me obligan a poner fin a la pantomima y revelar el auténtico curso de los acontecimientos, mostrarles que nuestras pesquisas les contradicen. Y, ¿sabe?, en la mayoría de los casos los acusados lo siguen negando. Es patético.

– Pero a mí no se me acusa de nada.

– Por supuesto. Sólo queremos aclarar cómo murió su padre.

– Entonces ¿por qué pretende implicarme? -dice con voz dolida, como de adolescente al que una novia no regala el beso prometido.

– Porque en el transcurso de la investigación fui al apartamento de la prostituta muerta y mostré a los vecinos las fotografías que Mónica me facilitó y ¿sabe qué?, en algunas de esas tiernas escenas de familia lo identificaron; y declararon que un hombre joven, serio, bien parecido y de gustos selectos, a eso de las cuatro de la tarde del miércoles, cuando su padre aún no había desaparecido y Olvido Ugalde, a quien dice no conocer, estaba viva, la esperó en el bar situado frente a su edificio y, en cuanto la vio llegar por la acera, salió a toda prisa para discutir con ella e incluso agarrarla por el brazo y zarandearla frente al portal. Si quiere puedo seguir…

Esteban no dice nada. Calla y fija su vista en el horizonte de tejados y antenas y, aunque estamos a tanta altura, oigo que en nuestro silencio se entremezclan levemente los cláxones del tráfico. Yo no insisto, le dejo que digiera bien, que mastique sus recuerdos y motivos hasta que regurgite una respuesta aceptable. Y, por qué no reconocerlo, disfruto de esta tregua efímera, me relajo como si mi profesión fuera otra y tuviera al lado a alguien inofensivo junto al cual apreciar las vistas, alguien con quien bajar la guardia, a quien no hubiera acabado de acusar de ningún delito, con quien pudiera enfrentarme sin temor y sin pensar que tengo los codos apoyados en la barandilla, la espalda abierta al vacío y la mano demasiado lejos de la pistola.

– Usted es como si fuera virgen, ¿sabe? -reflexiona pensativo, dulce.

– Siento decepcionarle, pero a estas alturas va a ser que no.

– Al menos lo es para mí. Usted no le conoció. Me refiero a mi padre, al fascinante y maravilloso Julio Olegar. Al César. No tiene con quién compararme.

– No irá a decirme ahora que todas sus peleas y ese enfrentamiento casi enfermizo vienen de un complejo de Edipo mal asumido.

– ¿Por qué no? -reconoce riéndose, y cambia de posición y se planta frente a mí, cerca, demasiado cerca-. A fin de cuentas debo darle una respuesta o al menos una explicación, ¿no es lo que espera? ¿O desea algo más, señora agente?

– Con una respuesta me basta -declaro incómoda.

– Pues bien -y se arrima un poco más todavía y me arrincona con sus brazos en la barandilla obligándome, en esa situación, a mirarle a los ojos mientras hace su confesión-, sí, sabía de la existencia de Olvido. Al poco de asentarme en la ciudad y empezar a trabajar con mi padre me di cuenta de su obsesión por jugar al squash y una vez me atreví a seguirle. Estaba claro que se veía con una mujer, pero no sabía de qué tipo, podía ser una amante, un antiguo amor de juventud… Esa situación me asustaba, lo reconozco, porque esa debilidad ponía en peligro los negocios de la familia y a todos nosotros.

– No veo cómo -le interrumpo.

– Le hacía presa fácil de un chantaje. ¿Recuerda el vídeo de aquel periodista? Yo vivía en constante preocupación, me ponía enfermo cada vez que lo veía salir los miércoles, tan contento, silbando como un adolescente. Estuve muchos meses pensando qué hacer, era obvio que no podía hablar con él, que se negaría a renunciar a esos encuentros. Por eso opté por hablar con la única persona de confianza que con certeza estaría al tanto del asunto: el abogado de la familia, Roberto Butragueño, su tapadera.

– Así que sólo decidió actuar para proteger a su familia -insinúo cínica, aunque sé que se encuentra demasiado encima de mí y no debería estarlo.

– Por supuesto. La vida sexual de mi padre me traía al pairo; el bienestar de mis hermanas, no -me asegura tan vehemente que tengo que desviar la mirada-. En un primer momento Roberto lo negó todo, no confesó hasta que le puse contra la pared. Entonces me informó de que Olvido era una prostituta de lujo con la que se veía desde hacía un tiempo. Le pregunté todo tipo de detalles y él, que también era cliente suyo, me ilustró sobre los servicios que ofrecía y su calidad como persona. Toda esta información me alteró sobremanera: mi padre se veía con una profesional. Hubiera preferido mil veces una querida porque eso implicaría al menos una cierta fidelidad hacia él. Ninguna mantenida muerde la única mano que le da de comer y le paga los caprichos; una puta, por el contrario, es peligrosa e independiente: dispone de otras fuentes de ingresos, de modo que si quisiera extorsionarle o humillarle públicamente no tendría nada que perder y sí mucho que ganar. Por eso decidí afrontar la situación, hablar cara a cara con ella y pedirle, pagándole incluso, que dejara de recibirle.

– Vaya -comento escéptica-, y se le ocurrió hacerlo justo un miércoles.

– La esperé en la cafetería y, en cuanto la vi aparecer, fui hacia ella e intenté hacerle comprender las implicaciones de un escándalo que afectaría sobre todo a mis hermanas. Pero esa mujer… Esa zorra insolente e hiriente me respondió que su negocio también estaba basado en la ley de oferta y demanda y que, como buena profesional, no mezclaba sexo con amor, de modo que si mi padre se había quedado colgado de ella no era problema suyo. Entiéndame, me puse furioso al escucharla recitar con tal sangre fría lo que podía llegar a ser nuestra ruina, por eso perdí los nervios y sí, he de asumirlo, llegué a zarandearla en la calle en un arrebato del que me arrepiento, y más ahora que dice usted que está muerta. Pero todo quedó ahí, créame. La dejé ante su portal y regresé al despacho. Puede preguntárselo a mi secretaria, ella se lo confirmará. Y ahora dígame -inquiere sin cambiar de postura, manteniéndome enclaustrada en el cerco de sus brazos ante el vacío-, ¿está satisfecha?

Durante un brevísimo segundo pienso en largarme, en decirle que sí, que me lo he tragado todo, la comida estaba deliciosa y el paseo ha sido celestial, la conversación escabrosa pero intensa y sus respuestas productivas y satisfactorias. Pero me acuerdo de Olvido con los ojos abiertos, balanceándose de un lado a otro sobre la habitación con gesto de sorpresa y las palomitas enredadas sobre su pecho y entre sus piernas, y me doy cuenta de que ahora también soy su presa, estoy atrapada entre él y el aire a mis espaldas, y me enfado tanto por su osadía, por ese querer seducirme en la distancia corta pensando que si miro sus ojos de fiera tal vez me olvide de mis deberes y mis sospechas, que reacciono, tensa y osada, y sabiendo que estoy cometiendo un error, suicida y temeraria, loca y dispuesta, le confieso que no.

– No, no lo estoy. Creo que me ha mentido, creo que hubo más. Un hombre como usted, tan expeditivo, tan astuto y eficaz, no pudo volver aquí con el rabo entre las piernas dejando que una prostituta se saliera con la suya. Y tampoco creo que sólo la hubiera visto una única vez ni que, casualmente, esa ocasión fuera el miércoles, el mismo día en que su padre desapareció y Olvido falleció. Sé que me oculta algo, que pasaron más cosas, que lo sabe, y que me lo niega.

– No me llame mentiroso… -susurra, y sus rasgos se vuelven peligrosos.

– Sólo digo que su versión me parece incompleta. No aceptaría una derrota con tanta deportividad. Es capaz de más.

– ¿De qué me cree usted capaz, Clara? ¿De buscar a una mujer, mejor dicho, a una puta, que sólo pretende destrozar una familia, y partirle la cara? -y se frena para observarme no ya furioso, sino amenazador, e inquirir con una voz trastocada que no parece suya, que parece más bien el ronquido de un gigante o el silbido de una serpiente de cascabel-. ¿Y cómo dice que la mataron?