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— No te inquietes. Ya viene.

La miraron. Conocían aquel particularísimo timbre de voz.

— ¿Quién? ¿Quién viene?

La muchacha se encogió de hombros y la sinceridad de su ignorancia resultaba evidente.

— No lo sé — replicó—. Pero viene.

— ¡Ya empezamos!

La exclamación había partido como era de esperar del impaciente Sebastián, pero no tuvo tiempo de aсadir nada más, porque su hermano le golpeó con el codo en el antebrazo, y en silencio indicó con un gesto a la lejanía, allí donde en el casi único desnivel de terreno que presentaba la llanura, acababa de hacer su aparición un vehículo que avanzaba veloz haciendo que sus cromados y cristales reflejaran los rayos del sol.

Se limitaron a observarlo mientras iba creciendo de tamaсo y tomando la forma concreta de una camioneta blanca y verde, porque aunque hasta ese momento nadie hubiera detenido su marcha, estaban convencidos de que aquélla pararía.

El ruido del motor fue creciendo y creciendo para acabar por atronar la quieta llanura, pero aunque marchaba a gran velocidad frenó justamente frente al grupo que ni siquiera había hecho gesto alguno.

El cristal de la ventanilla izquierda descendió y una mujer de unos cuarenta aсos, facciones muy marcadas, piel curtida, ojos penetrantes y cabello recogido bajo un ancho sombrero de fieltro, observó uno por uno a quienes la contemplaban, y contestó sardónica.

— ¡Vaya! ¡Náufragos de la llanura! — Hizo un gesto hacia la caja de la camioneta—. Suban o este sol les matará. — Su vista reparó en Yaiza que había permanecido casi tapada por el cuerpo de Aurelia y la natural dureza de su expresión se suavizó—. Las seсoras pueden venir conmigo — aсadió—. Estarán más cómodas.

Permaneció luego encerrada en sí misma durante largos minutos, atenta tan sólo a evitar los incontables baches de la monótona carretera que parecía haber sido trazada con tiralíneas y, por último, sin mirar a Yaiza que se sentaba entre ella y Aurelia, inquirió.

— ¿Van a San Carlos?

— Sí.

— ¿Viven allí?

— No. — Ahora fue Aurelia la que respondió—. Pero confiamos en encontrar trabajo y quedarnos.

— ¿Emigrantes? — Ante la muda afirmación, quiso saber —: ¿De dónde?

— Espaсoles. De Canarias.

— ¿De Tenerife?

— Lanzarote.

— ¿Lanzarote? — Se sorprendió mirándola de reojo—. No sabía que hubiera una isla que se llamara Lanzarote. Casi todos los que vienen son de Tenerife, La Gomera o La Palma. Y algunos de Gran Canaria. ¡Pero Lanzarote! — Agitó negativamente la cabeza y luego fijó la vista en el vientre de Yaiza —: ¿Para cuándo?

La muchacha bajó a su vez los ojos, contempló el bulto que le desfiguraba la cintura, dudó y se volvió a su madre en busca de ayuda.

Esta guardó silencio también unos instantes, observó con detenimiento a la mujer que conducía y aguardaba la respuesta, y al fin replicó.

— No está embarazada. — Hizo una leve pausa—. Es sólo un truco para evitar molestias. Ni siquiera está casada. Los chicos son también mis hijos. — Hizo una nueva pausa, más larga y trató de justificarse—. Ya sabe cómo son las cosas: una familia pobre en un país extranjero y sin conocer las costumbres… Teníamos problemas.

Los negros ojos recorrieron detalle por detalle el rostro de Yaiza mientras el vehículo disminuía su velocidad y el comentario resonó claro y sincero:

— No me extraсa. — Ensayó una sonrisa aunque resultaba evidente que no acostumbraba a sonreír—. ¿Cómo te llamas? — quiso saber.

— Yaiza. Yaiza Perdomo.

— ¡Yaiza! Nunca había oído ese nombre. Es muy bonito. — Intentó de nuevo aquella especie de sonrisa frustrada—. Yo me llamo Celeste. Celeste Báez, y desciendo de una familia de más de siete generaciones de llaneros. Mi madre juraba que me engendró sobre un caballo y que sólo se apeó de él para que yo viniera al mundo. ¿Te gustan los caballos?

— Nunca he visto ninguno.

La camioneta se detuvo en seco y los pasajeros que se sentaban en la trasera y que no esperaban el frenazo estuvieron a punto de salir despedidos por encima de la cabina del conductor.

Celeste Báez, que había quedado como alelada, tuvo que apoyarse en el ancho volante para observar con detenimiento a la muchacha que tenía a su lado.

— ¿Que no has visto nunca un caballo? — repitió incrédula—. ¿Me estás tomando el pelo?

— No, seсora. Los he visto en fotografía, naturalmente. — Abrió las manos en un claro gesto de impotencia—. Pero en Lanzarote únicamente hay camellos y desde que llegué a Venezuela no he tenido ocasión de tropezar con ningún caballo. — Sonrió con una timidez que tenía la virtud de aplacar a cualquiera—. ¡Lo lamento! — concluyó.

— Razón tienes en lamentarlo — fue la respuesta mientras el vehículo se ponía de nuevo en marcha aunque ahora a una velocidad mucho más moderada—. Los caballos son las criaturas más hermosas, nobles y generosas que existen sobre la tierra. Mucho mejores que el mejor ser humano, y el que no los conoce y los ama pierde la mitad de su vida. Yo tengo más de dos mil y a lo largo de su historia mi familia ha criado treinta y nueve campeones, un ganador en el «Kentucky Derby», y otro en el «Arco de Triunfo» de París. — Hizo una larga pausa y por último, mientras comenzaba a acelerar a fondo nuevamente, aсadió —: La verdad es que cuesta trabajo entender que exista un mundo sin caballos.

— Lo nuestro es el mar.

— ¿El mar?

— Los Maradentro siempre hemos sido pescadores. — Yaiza sonrió con una cierta intención—. Desde hace más de diez generaciones.

— ¿Pescadores? ¡Vaya! ¡Eso sí que es bueno! ¿Y qué hace una familia de pescadores camino de los Llanos? ¿Nadie les ha dicho que van en dirección opuesta?

— Es una historia muy larga — intervino Aurelia.

— El camino hasta San Carlos también es largo — replicó de inmediato Celeste Báez—. Cuénteme la parte de esa historia que quiera, pero cuénteme la verdad. Prefiero el silencio a las mentiras. Estuve casada con el hombre más mentiroso que ha existido y se agotó mi cupo.

Aurelia permaneció indecisa un par de kilómetros, pero al fin, sin tratar de imprimir inflexiones a su voz ni dramatizar su relato, dijo:

— El verano pasado tres muchachos intentaron violar a Yaiza, pero mi hijo Asdrúbal acudió en su defensa y, en la lucha, mató a uno de ellos. El padre del muerto era muy poderoso y tuvimos que escapar de Lanzarote en nuestro viejo barco que naufragó ahogándose mi marido. Llegamos a Venezuela con idea de establecernos en la costa, pero parece ser que en este país se consume poco pescado y no hay mucho futuro si no cuentas con tu propio barco y un vehículo para llevar lo que captures a los mercados. Nos instalamos en Caracas, pero en cuanto Yaiza ponía el pie en la calle los hombres la atosigaban y tuvimos que escapar porque un tipo que maneja una rea de prostitución pretendía raptarla.

— Antonio das Noites.

— ¿Le conoce?

— Mi marido era uno de sus más asiduos clientes. — El tono de su voz mostró a las claras su rencor—. Le pagó una semana de juerga con cuatro de sus putas regalándole mi mejor caballo: Torpedero. — Golpeó levemente el volante—. Hubiera sido un gran campeón, pero Ferreira es un hombre que corrompe todo lo que toca. ¿Sabía que tiene tipos especializados en prostituir chicas? Entre ellos, el alcohol y las drogas las dominan. — Se volvió apenas y observó de reojo a Yaiza que había permanecido en silencio—. Ese malnacido te habría desgraciado. — Hizo una pausa en la que volvió de nuevo su atención a la carretera y por último quiso saber —: ¿Qué piensan hacer en San Carlos?

— Buscar trabajo.