Si alguna duda le quedaba sobre la inutilidad de su resistencia, las horas que pasó encerrada entre muertos de papel, viendo caer la lluvia y escuchando el lejano retumbar de los truenos que se alejaban sobre el Llano, concluyeron por quebrantar su ya cansado ánimo, y cuando comenzó a caer la tarde y las sombras se adueсaron de la ventana impidiéndole distinguir la rama del samán que pendía sobre el agua, tomó la decisión de aceptar su destino, y no volver a pronunciar una sola palabra que pudiese encolerizar a un ser tan propenso a la ira y la violencia.
Cenó sola y sin apetito el sabroso pescado que la esquiva mulata le puso sobre la mesa, y se acostó desnuda, sin molestarse en echar la llave a una puerta que Goyo Galeón podía derribar de una patada.
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Le despertó la sensación de saberse observada, pero al abrir los ojos no fue para encontrarse frente a alguno de los conocidos muertos que a menudo acudían a visitarla, sino frente al severo rostro de Goyo Galeón, que la contemplaba a la luz de una vela.
Su primer impulso fue gritar, pero se había hecho el firme propósito de no dejarse vencer por el miedo, consciente de que lo único importante era regresar junto a su madre y sus hermanos, y fue en el momento mismo en que él dejaba la vela sobre la mesa cuando comenzó a percibir un leve aroma, que le resultó vagamente familiar, aunque en un principio no supo asociarlo a nada o nadie en concreto.
Goyo Galeón que no apartaba los ojos de aquella piel tersa y brillante y aquella espesa mata de vello que parecía tener la cualidad de hipnotizarle, tardó sin embargo algún tiempo más en advertir que el penetrante olor a hierbas salvajes y jabón barato se iba adueсando de la estancia, pero al fin el perfume cobró tal fuerza y tal presencia que le resultó imposible ignorarlo, y tras aspirar una y otra vez arrugando la nariz, llegó a la conclusión de que no era Yaiza la que olía de aquella forma tan personal y ya casi olvidada, y poco a poco su rostro se fue crispando al tiempo que palidecía y buscaba con la vista a su alrededor.
— ¿Qué es eso? — musitó tan roncamente que se diría que casi le costaba un esfuerzo pronunciar las palabras—. ¿A qué huele?
Yaiza indicó con un ademán de la cabeza la silla que ocupaba el rincón más alejado del dormitorio.
— A ella. Está allí.
— Allí no hay nada — exclamó él, volviéndose hacia el lugar indicado—. No veo nada.
— No puede verla, pero está.
Goyo Galeón permaneció muy quieto, contemplando la silla vacía y comprobando que era desde aquel punto desde donde le llegaba a vaharadas el inconfundible olor a colonia casera y jabón áspero y duro de Feliciana Galeón, que había sido, indiscutiblemente, el primer aroma que se asentó durante su niсez en su memoria.
Su madre, aquella mujer enorme, dulce y maciza, cuyo amor y atención había intentado inútilmente monopolizar, estaba sin duda sentada allí, en la silla del más apartado rincón del dormitorio y debía estar mirándole con aquella expresión ceсuda y severa con que le reprendía por inducir a sus hermanos a robar maíz de los «conucos» vecinos o propinarle una paliza a cualquier chiquillo del pueblo.
Estaba allí, pero no se advertía ternura ni amor en la forma en que estaba poniendo de manifiesto su presencia, sino que captó un rencor y una hostilidad tan acusados que le obligaron a ponerse en pie, aturdido, para abandonar súbitamente la estancia y cruzar a tropezones la casa a oscuras, salir a la lluvia y dejarse caer, tembloroso y aterrorizado, junto al tronco del samán cuyas ramas colgaban sobre el río.
Yaiza Perdomo observó en silencio la abatida figura de la derrotada mujer que ocupaba la silla, y que alzó sus enrojecidos ojos cansados de llorar para musitar quedamente:
— Nueve veces me preсaron y nueve veces creí que mis hijos tenían derecho a la vida, aunque eso me obligara a matarme a trabajar… ¡Qué triste es admitir que las nueve veces me equivoqué!
— ¡Eso no es cierto! — protestó Yaiza—. ¡Usted no se equivocó! Fueron ellos.
— ¿Ellos? ¿En el fondo qué culpa tenían si eran hijos de Feliciana, «el cono más caliente de la sabana…»? ¿Quién era yo para decirles lo que estaba bien o mal, si me acostaba con todo el que me apetecía y ni siquiera me atrevía a pedirles dinero para alimentar a sus hijos…?
Constituía un empeсo inútil tratar de convencer a una muerta de que su vida había sido algo más que un cúmulo de errores a los que ya nunca conseguiría poner remedio, y Yaiza sabía que aquella noche su misión se limitaba a permanecer allí, sentada en la cama y abrazada a sus rodillas, escuchando en silencio las quejas de quien lo único que pretendía era que alguien prestase un poco de atención a sus lamentos.
Luego volvió a dormirse y al despertar se enfrentó a un nuevo día de vagar a solas por la casa, sentir sobre su espalda los ojos de la mulata que abandonaba su cuchitril para espiarla, o contemplar el río que estaba alcanzando su máximo nivel y amenazaba con sumergir la isla bajo el agua.
Pasó el resto de la tarde recostada en la hamaca del porche, con el pensamiento puesto en su familia y en el calvario que estaría padeciendo a causa de su ausencia, y allí la sorprendió Goyo Galeón demacrado y ojeroso, al que el insoportable dolor de cabeza parecía haber atrapado de nuevo, estableciéndose de forma permanente justamente sobre unos ojos que ya no brillaban «como pepas de oro en el fondo de un río», sino que habían degenerado hacia una opaca tonalidad de cobre envejecido.
— ¿Qué más dijo? — fue lo primero que preguntó con voz profundamente fatigada, mientras tomaba asiento en el banco de madera como si se sintiera incapaz de soportar el tremendo peso de su cuerpo—. ¿Qué más te contó de mí?
— Nada.
— Algo tuvo que decir. Sé que venía a contarte quién fue mi padre.
— No lo hizo. — Agitó la cabeza incrédula—. ¿Y qué importancia tiene a estas alturas…? ¿Qué más da quién fue su padre? Lo más probable es que esté muerto.
— No me interesa conocerlo. Nunca me interesó, porque no creo que tuviéramos nada importante que decirnos… — Hizo una pausa que aprovechó para masajearse las sienes con ambas manos—, ¡Esta cabeza me está matando! — masculló entre dientes y luego alzó el rostro—. Pero mi madre nunca me habló de su familia — aсadió—. Sólo sé que a los catorce aсos la echaron de casa porque estaba embarazada y jamás regresó. Ni siquiera creo que se llamara realmente Galeón. ¿Quién soy yo entonces? — inquirió—. Necesito saber algo más sobre mí.
— ¿Para qué?
— Todo hombre tiene derecho a saberlo. Sólo los perros nacen sin saber de dónde vienen… ¡Dios! — aulló de improviso golpeándose la frente con la palma de la mano—. ¿Por qué no estallas de una vez y me dejas en paz?
— ¿No tiene aspirinas?
— Ya me he tomado un tubo.
Ella le observó unos instantes, pareció captar en sus enrojecidos ojos la profundidad del dolor que sentía, y muy despacio se puso en pie y acudió a su lado.
— Intentaré ayudarle — dijo—. ¡Vuélvase!
Se colocó a sus espaldas, tomó su cabeza entre las manos, — y con las yemas de los dedos rozó las sienes.
— A mi madre le alivia. Y a mi padre le descansaba cuando había tenido un día muy duro… Cierre los ojos e intente relajarse — ordenó—. No piense en nada.
Cinco minutos después Goyo Galeón abrió los ojos como si emergiera de un largo trance para descubrir, asombrado, que Yaiza había regresado a la hamaca y su insoportable jaqueca había desaparecido.
— ¿Cómo lo haces? — inquirió estupefacto.
Se encogió de hombros.