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Usted y su compañero Longchamp me han convertido en una criba. Ustedes son los que han asesinado con sus mortales pócimas a la mitad de los soldados de mi ejército. ¿No lo han confesado ustedes mismos en el libelo que fabularon y publicaron dos años después que yo los expulsé de aquí? ¿Quisieron difamarme en pago de la hospitalidad y todas las atenciones que ingenuamente les dispensé? Estamparon en ese libélulo que la temperatura tiene mucha influencia sobre mi humor. Cuando empieza a soplar el viento norte, leo, sus accesos se vuelven mucho más frecuentes. Este viento muy húmedo y de un calor sofocante afecta a los que tienen una excesiva sensibilidad o sufren de obstrucción del hígado o de los intestinos del bajo vientre. Cuando este viento sopla sin pausa, en ocasiones por muchos días consecutivos, a la hora de la siesta en los pueblos y en los campos reina un silencio más profundo aún que el de la medianoche. Los animales buscan la sombra de los árboles, la frescura de los manantiales. Los pájaros se esconden en el follaje; se los ve ahuecar las alas y erizar las plumas. Hasta los insectos buscan abrigo entre las hojas. El hombre se vuelve torpe. Pierde el apetito. Transpira aun estando quieto y la piel se le vuelve seca y apergaminada. Añádanse a esto dolores de cabeza y, en tratándose de personas nerviosas, sobrevienen afecciones hipocondríacas. Poseído por ellas, El Supremo se encierra por días enteros sin comunicación ni alimentación alguna, o desahoga su ira con los que le vienen a tiro, sean empleados civiles, oficiales o soldados. Entonces vomita injurias y amenazas contra sus enemigos reales o imaginarios. Ordena arrestos. Inflige crueles castigos. En momentos tan borrascosos sería para él una bagatela el pronunciar una sentencia de muerte. ¡Ah helvéticos bachilleres! ¡Cuánta maligna bufonería! Primero me atribuyen excesiva sensibilidad. Luego perversidad extrema que hace del viento norte mi instigador y cómplice. Por último, faltan a la ética de su profesión divulgando mis enfermedades. ¿Me vieron ustedes fulminar sentencias de muerte en tal estado, infligir crueles castigos, como dicen? Por mentirosos, falsarios y cínicos, ustedes debieron ser ajusticiados. Harto lo merecían. Recibieron en cambio trato amable y bondadoso, aun bajo los peores bochornos del viento norte. Lo mismo bajo el seco y agradable viento del sur que es cuando, según ustedes, canto, bailo, río solo y charlo sin parar con mis fantasmas particulares en un idioma que no es de este mundo.

¡Ah indignos compatriotas de Guillermo Tell! ¿No me aconsejaron que expusiese mi tricornio sobre una pica en la plaza de la República para recibir el cotidiano saludo colectivo? De haberme prestado a tamaña bufonada, inconcebible en este país de ciudadanos dignos y altivos, ustedes habrían sido los primeros en someterse gustosos a semejante ceremonia de sumisión, cuya sola idea les reprobé airadamente. En el caso improbable de haberse negado ustedes, como Guillermo Tell, a tal humillación, jamás hubieran podido flechar la manzana puesta sobre mi cabeza. Mas las vuestras habrían caído ipso facto bajo el hacha del verdugo.

¡Ah hipócritas! Capaces, sí, de poner sus huevos en nido ajeno, Pájaros acuclillados no pueden salir a dar la hora sobre el cuadrante de mi bajo vientre. Dejo de lado el número impar de pildoras que debo ingerir en momentos pares; el señalamiento de ciertos días del año para punciones y sangrías con sanguijuelas y murciélagos amaestrados; las fases lunares para enemas y eméticos. ¡Corno si la luna pudiera gobernar las mareas de mis intestinos!

No exageremos, ilustrados cuclillos. Yo diría más bien que un Pentágono de fuerzas gobierna mi cuerpo y el Estado que tiene en mí su cuerpo materiaclass="underline" Cabeza. Corazón. Vientre. Voluntad. Memoria. Ésta es la magistratura íntegra de mi organismo. Lo que sucede es que no siempre el Pentágono funciona en armonía con las alternativas estaciones de flujo-constipación, lluvia-sequía, que malogran o acrecientan las cosechas. Ni hipocondría ni misantropía, mis estimados meteorólogos. En todo caso, debieron decir accidia, bilis negra. Palabras medievales. Designan mejor mis medioevos males. No voy a perder el tiempo en discusiones estériles.

Vamos a los hechos. ¿Saben ustedes por qué los pájaros y todas las especies animales no enferman y viven normalmente el curso de sus vidas? Los galenos suizos se lanzaron al mismo tiempo a una larga disquisición en francés y en alemán. No, mis estimados esculapios. No lo saben. Vean, escuchen. La primera razón es porque los animales viven en medio de la naturaleza, que no sabe de piedad ni de compasión, fuente de todos los males. Lo segundo, porque no hablan ni escriben al modo de los hombres; sobre todo, porque no escriben calumnias como ustedes. Lo tercero, porque los pájaros y todas las especies animales o animadas hacen sus necesidades en el momento de la necesidad. Un tordo que pasaba en esos instantes a baja altura aplastó sobre la coronilla de Juan Rengger un humeante solideo. Es lo que le digo, dije al helvético. Ha visto usted, ese tordo no ha postergado el momento ni ha elegido el mejor lugar para liberar sus despechos, pero ha obrado lo que tenía que obrar. El hombre, en cambio, debe esperar a que mil necias ocupaciones no perturben, como a mí en estos instantes, el re-gular funcionamiento de sus tripas. Ambos intentaron de nuevo a dúo en sus dos idiomas un balbuceante pedido de excusas. Me instaron con gestos a que no perdiera más tiempo si necesitaba ir al excusado. No, señores; no se preocupen. El Gobierno Supremo también ejerce poder sobre sus intestinos. YO/ÉL tenemos nuestro buen tiempo, nuestro mal tiempo adentro. No dependemos del cambio de los vientos, de las estaciones ni de las fases lunares. Por poco, ilustres mentecatos, no han convertido al Viento Norte en el verdadero Dictador Supremo de este país. Como ésta y muchas otras, inventaron cuantas patrañas se les antojó mi régimen de gobierno que ustedes calificaron de «el más generoso y magnánimo que existe sobre la tierra civilizada», mientras disfrutaron de mis favores. Cuando por fin los expulsé, el mismo régimen se convirtió para ustedes, lejos ya de esta tierra que los cobijó benignamente y más lejos aún de la decencia, en el sombrío Reino del Terror fraguado después por los Robertson en el molde que ustedes armaron con sus diatribas. De estas escorias sé nutren las historias, las novelerías de toda especie, que escriben los tordos-escribas tardíamente. Papeles manchados de infamias mal digeridas.

Usted, Juan Rengo, fue el más mentiroso y ruin. Describió cárceles y tormentos indescriptibles. Latomías subterráneas que llegan con su laberinto de mazmorras hasta el pie de mi propia cámara, copiado del que mandó excavar en la roca viva Dionisio de Siracusa. Se condolió de los condenados a cadena perpetua cuyos suspiros me solazo escuchándolos en el tímpano del laberinto que da a la cabecera de mi lecho; de los condenados a soledad perpetua en el remoto penal del Tevegó, rodeado por el desierto, más infranqueable que los muros de las prisiones subterráneas.

«Las principales miras de su régimen despótico se dirigían sobre la clase acomodada, sin descuidar por esto las clases inferiores. Su espíritu suspicaz buscó víctimas hasta en el populacho. Para aislar mejor a los individuos de esta esfera que le infundían sospechas, fundó una colonia en la orilla izquierda del río Paraguay, a ciento veinte leguas al norte de Asunción, y la pobló en gran parte con mulatos y mujeres de mala vida. Esta colonia penitenciaria, a la que le puso el nombre de Tevegó, es la más septentrional del país.» (Rengger y Longchamp, op. cit.)

«En la Asunción hay dos clases de prisiones: la cárcel pública y la prisión del Estado. La primera, aunque también contiene algunos presos políticos, sirve esencialmente de lugar de detención para los otros condenados y al mismo tiempo de casa de arresto. Es un edificio de cien pies de largo, de techo bajo y muros de casi dos varas de espesor. A imitación de las casas del Paraguay, no tiene más que un piso bajo, distribuido en ocho piezas y un patio de unos doce mil pies cuadrados. En cada pieza se hallan amontonados treinta o cuarenta presos, que no pudiendo acostarse en las tablas, suspenden hamacas en filas unas encima de otras. Hágase ahora ana idea de unas cuarenta personas, encerradas en un cuarto pequeño sin ventanas ni lumbreras; esto en un país donde las tres cuartas panes del año el calor no baja de 40°, y bajo un techo que calienta el sol durante el día a más de 50º. Así sucede que corre el sudor de los presos de hamaca en hamaca hasta el suelo. Si a esto se agrega el mal alimento, la falta de limpieza y la inacción de estos desdichados, se concebirá que es precisa toda la salubridad del clima de que goza el Paraguay, para que no se declaren enfermedades mortales en aquellos calabozos. El patio de la cárcel está lleno de pequeñas chozas, que sirven de aposento para los individuos en estado de prevención, para los condenados por delitos correccionales y para los presos políticos. Se les ha permitido construir estas chozas, porque los cuartos no son bastante capaces. Allí siquiera respiran la frescura de la noche, a pesar de que la falta de limpieza es tan grande como en el interior de la casa. Los condenados a perpetuidad salen todos los días a trabajar en las obras públicas. A este efecto, van encadenados de dos en dos, o llevan solo el grillete, al paso que la mayor parte de los demás presos arrastra otra clase de hierros llamados grillos cuyo peso, a veces de veinticinco libras, apenas les permite andar. El estado suministra un poco de alimento y algunos vestidos a los presos que ocupa en los trabajos públicos; en cuanto a los demás, se mantienen tanto a su costa como por medio de las limosnas que dos o tres de ellos van todos los días a recoger a la ciudad, acompañados de un soldado, o que se les envían sea por caridad, sea para cumplir algún voto.

«Muchas veces hemos visitado estas prisiones horribles, tanto por casos de medicina legal, como por socorrer a algún enfermo. Allí se ven mezclados el indio y el mulato, el blanco y el negro, el amo y el esclavo; allí están confundidos todos los rangos, todas las edades, el delincuente y el inocente, el condenado y el acusado, el ladrón público y el deudor, en fin el asesino y el patriota. Muy a menudo están sujetos a una misma cadena. Pero lo que lleva al colmo este espantoso cuadro, es la desmoralización siempre en aumento de la mayor parte de los presos, y la feroz alegría que manifiestan cuando llega una nueva víctima.