»Las mujeres detenidas, que por fortuna son muy pocas, habitan una sala y una cerca de empalizadas; encerradas en el patio grande, donde pueden comunicarse más o menos con los presos. Algunas mujeres de cierto rango, que se han atraído el odio del Dictador, se ven mezcladas allí con las prostitutas y criminales, y expuestas a todos los insultos de los hombres. Llevan los grillos como éstos y ni aun la preñez alivia su condición.
»Los detenidos en la cárcel pública, como pueden comunicarse con sus familiares y recibir socorros, se creen aún muy dichosos cuando comparan su suerte a la de los desdichados que ocupan las prisiones del Estado. Éstas se hallan en los diferentes cuarteles, y consisten en pequeñas celdas sin ventanas y en subterráneos húmedos, en donde no se puede estar de pie, sino en medio de la bóveda. Allí los presos sufren una reclusión solitaria, particularmente los designados como objeto de la venganza del Dictador; los otros están encerrados de dos a cuatro por celda. Todos están sin comunicación y engrillados, con un centinela de vista. No se les permite tener luz encendida, ni ocuparse en nada. Habiendo conseguido un preso conocido mío domesticar los ratones que visitaban su prisión, los persiguió su centinela para matarlos. Les crece la barba, el pelo y las uñas, sin poder obtener nunca el permiso de cortárselas. No se permite a sus familias enviarles la comida, sino dos veces al día; y esta comida no debe componerse más que de alimentos reputados como los más viles del país, carne y raíces de mandioca. Los soldados, que los reciben a la entrada del cuartel, los registran con sus bayonetas para ver si hay dentro papeles o algunos instrumentos, y muchas veces los guardan para ellos, o los arrojan por tierra. Cuando cae enfermo algún prisionero, no se le concede ningún socorro, sino alguna que otra vez en sus últimos momentos, y no puede visitárseles como no sea de día. De noche se cierra la puerta. El moribundo queda abandonado a sus dolores. Aun en la agonía no se les quitan los grillos. He visto al doctor Zabala, a quien por un singular favor del Dictador pude visitar en los últimos días de su enfermedad, morir con los grillos en los pies y sin permitírsele recibir los sacramentos. Los comandantes de los cuarteles han hecho este tratamiento de los presos más inhumano todavía, buscando por este medio de complacer a su jefe.» (Ibid.)
Por las mismas razones de ruindad y malevolencia, nada han escrito sobre el castigo que mejor define la esencia justiciera del régimen penal en este país: La condena a remo perpetuo. Cobardía, robo, traición, crímenes capitales, son sometidos a ella. No se envía al culpable a la muerte. Simplemente se lo aparta de la vida.
Cumple su objeto porque aisla al culpable de la sociedad contra la cual delinquió. Nada tiene de opuesto a la naturaleza; lo que hace es devolverlo a ella. La descripción del criminal es enviada a todos los pueblos, villorrios, a los lugares más remotos donde exista el menor rastro humano. Estricta prohibición de recibirlo. Se lo mete engrillado en una canoa en la que se ponen víveres para un mes. Se le indica los lugares donde podrá encontrar más bastimentos mientras pueda seguir bogando. Se le da la orden de alejarse, de no volver a pisar jamás tierra firme. A partir de ese momento, únicamente a él le incumbe su suerte. Libro a la sociedad de su presencia y no tengo que reprocharme su muerte. Todo lo que está por debajo de la línea de flotación de esa canoa, no vale la sangre de un ciudadano. Me guardo pues de derramarla. El culpable irá bogando de orilla a orilla, remontando o bajando el ancho río de la Patria, librado a su entera voluntad-libertad. Prefiero corregir y no imponer un castigo que no sea ejemplarizador. Lo primero conserva al hombre y, si él mismo se empeña, lo mejora. Lo segundo lo elimina, sin que el castigo le sirva de escarmiento a él ni a los demás. El amor propio es el sentimiento más vivo y activo en el hombre. Culpable o inocente.
Un autor de nuestros días ha tejido una leyenda sobre esta condena del destinado que va bogando sin término y encuentra al fin la tercera orilla del río. Yo mismo, para establecerla aquí, me inspiré en una historia narrada por un libertino en la Bastilla, que solía repetirme un prisionero francés en las siestas del tórrido verano paraguayo. Yo tomo lo bueno donde lo encuentro. A veces, los más depravados libertinos cumplen sin quererlo una función de higiene pública. Este noble degenerado, preso en la Bastilla, reflejó en su utopía de la imaginaria isla de Tamoraé la isla revolucionaria del Paraguay, ejemplar realidad que ustedes calumniaron.
Sin duda El Supremo alude a la narración sadiana La isla de Tamoé, conocida en el Paraguay, un siglo antes de ser publicada en la propia Francia y en el resto del mundo, mediante la versión oral del memorioso Charles Andreu-Legard, compañero del marqués en la Bastilla y en la Sección de Picas; después prisionero del Dictador Perpetuo, durante los primeros años de la Dictadura, según consta en los comienzos de estos Apuntes.
La alteración del nombre de la isla imaginaria Tamoé por el de Tamoraé, es un error de El Supremo, inconsciente, o quizás deliberado. El vocablo tamoraé significa, en guaraní, aproximadamente: ojalá-así-sea. En sentido figurado: Isla o Tierra de la Promesa. (N. del C.)
En los días de su época, poco antes de su expulsión, los cuclillos suizos se llamaron a total silencio y humildad. Mandé llamar a Rengger. Vea usted, don Juan Rengo, con sus hierbas ha hecho de mí un león herbívoro. ¿Qué debo hacer con usted? Debo premiarlo con la destitución. Desde hoy deja de ser mi médico de cámara. Limítese a no seguir envenenando a mis soldados y prisioneros. Ayer murieron treinta húsares más a causa de sus purgantes. A este paso me va a dejar usted sin ejército. Le he pedido que en las autopsias buscara usted en la región de la nuca algún hueso oculto en su anatomía. Quiero saber por qué mis compatriotas no pueden levantar la cabeza. ¿Qué hay de eso? No hay ningún hueso, me dice usted. Debe haber entonces algo peor; algún peso que les voltea la cabeza sobre el pecho. ¡Búsquelo, encuéntrelo, señor mío! Por lo menos con el mismo cuidado que pone en buscar las más extrañas especies de plantas e insectos.
En cuanto a la mariposa fúlgida que lo tiene a usted alucinado, la hija de Antonio Recalde, déjela donde está. Usted sabe muy bien que aquí a los extranjeros europeos, no solamente a los españoles, les está absolutamente prohibido casarse con mujer blanca del país. No se admiten demandas de esponsales ni aun alegando estupro. La ley es una para todos y no puede haber excepciones. Me dice que usted desea abandonar el país, lo mismo que su compañero Longchamp. Me pide usted autorización para la boda y luego para la partida. ¡Imposible, don Juan! Alega usted apuro. La prisa no es buena consejera. Lo sé por experiencia. Aun en el caso de que no rigiera esta prohibición, no sería bueno casar a la niña Retardación con el doctor Apuro. Alega usted que esta prohibición es absurda y significa la muerte civil de los europeos. No se suicide, pues, mi señor don Juan Rengo, que no resucitará usted civilmente por más médico que sea. Búsquese usted una de las tantas hermosas mulatas o indias que son el orgullo de este país. Despósela usted. Saldrá ganando dos veces, se lo asegura uno que bien conoce el paño que corta. Vea, seré indiscreto. Le pregunto: ¿Cuántas veces ha visitado usted a la hija de don Antonio Recalde?
No me conteste. Lo sé. Muchas. Casi todas las noches desde hace tres años. Este prolongado noviazgo, romance, amartelamiento, o como quiera llamarlo, demuestra la firmeza de sus sentimientos. Prueba también que, si en verdad el caballero Juan Rengo tiene apuro, este apuro se ha tomado su tiempo no en vanos galanteos, supongo. Me he de permitir hacerle, no obstante, otra pregunta. ¿Ha llegado usted por ventura a conocer la más notoria particularidad de esa hermosa muchacha? No; claro que no. Salvo que su amor es realmente tan grande que pase por alto el pequeño detalle. Y si es así, yo estaría inclinado a otorgar a usted la dispensa. Imagino sus encuentros. La encantadora hija de Antonio Recalde ha recibido siempre a usted, sentada mesa por medio, el espeso tapete cubriéndole las extremidades, ¿eh? ¿Ha llegado a saber usted, tal vez alguien se lo ha murmurado, cuál es el apodo de la bella Recalde? No, no lo sabe, me doy cuenta de ello. Yo se lo diré: La apodan la Patona. Inmensos pies. Casi una vara de longitud y media de ancho. Probablemente, los pies más grandes que doncella alguna gaste en el mundo de la realidad y de la fábula. Y lo mejor es que siguen creciendo. No paran de crecer. Si usted, don Juan, está dispuesto a llevarse en su colección estas plantas en cuarto crecien-re, firmaréle la dispensa. Vayase. Piénselo. Venga luego a comunicarme su decisión. No volvió. Pocos días después los dos suizos se embarcaban rumbo a Buenos Aires. La hija de Recalde malogró su boda; el país ganó dos maulas menos.
Mala persona no es el protomédico. Corazón irreprochable. No anda en perversidad de boca. Incapaz de decir una media mentira; mas tampoco la mitad de una verdad en momento oportuno. Incapaz de doblez se dobla de puro blando de modo que cualquiera puede blandir su ingenua voluntad sobornándolo por astucia aunque no con oro. Hombrecito-cacharro trasuda por todos los poros el agua de su inconmensurable simpleza. Lejos de calmar mi sed la agrava. Cuando me encuentro en tal estado ni a este viejo-niño soporto. Me encarnizo con mi propio mal. Abandono mi cuerpo a sus muchos sufrimientos. Pues si bien el dolor sufrido es igual al que se teme sufrir, cuanto más el hombre se deja dominar por el dolor, más éste lo atormenta. El sufrimiento físico no me atormenta. Puedo dominarlo, sacármelo de encima, más fácilmente que la camisa. Me atormenta lo que pasó en aquella tormenta. Dolor de otra especie. Partióme de un mandoblazo; me hizo doble empequeñeciéndome a menos de la mitad: la que va decreciendo rápidamente. Dentro de poco no quedará más que esta mano tiranosauria, que continuará escribiendo, escribiendo, escribiendo, aun fósil, una escritura fósil. Vuelan sus escamas. Se despelleja. Sigue escribiendo.
Estoy sudando hasta debajo de las uñas. La lengua seca entre los dientes. Un va-y-viene-errante, el ataque. Me espía, me acecha.
El herbolario me observa fijamente. La cabeza gacha por ese hueso clandestino de la nuca que impide a los paraguayos mantenerla erguida. Calcula que se está cumpliendo el avance de la demolición. ¡Completo reposo! ¡Dormir! ¡Dormir, Señor! Usted sabe que no duermo, Estigarribia. El sueño es la concentración del calor interior. El mío ya no produce evaporación. Mi pensamiento es el que sueña despierto una materia cabellosa, corpórea. Visiones más reales que la propia realidad. ¡Tal vez ha llegado el momento de elegir un sucesor, nombrar un designatario! ¿Es todo lo que se le ocurre? ¿Es éste el postrero homenaje que viene a rendir a su joven enfermo? Sólo tengo veintiséis años de enferma-edad.