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Silencio infinito. Más que en el cosmos. Entra, golpea sólido, suena en el hueso. En la imaginación resuena el hueso. Vibra entonces suelo, bóveda, cúpula. Vibra hasta la sombra. Gris-blanca, ahumada-negra. Entre los dos, según. No somos uno. No somos dos. Él ya fue. Yo no soy Yo todavía. Siento que el universo se comprime sobre mí envejeciéndome dentro del cráneo. ¡Vamos apúrate!, farfulla el presta-cráneo. ¿O es que vas a empollar ahí du rante una eternidad y un pico de la otra? ¡Ya va, ya va, cálmate! Paso mis manos sobre la calota húmeda. La acaricio, pringado de sudor. Materia embrionaria. Tal vez le sienta crecer el cabello. Por lo menos eso; un signo, un indicio. Los cabellos crecen ¡por fin! Crecen, crecen hasta llenar todo el cuarto-creciente. Me envuelven. Me asfixian. Calor. Obscuridad. Materia viscosa. Un cordón ardiendo en la boca. Cosida la boca. Cosidos los ojos. Una voz de trueno: ¡Lázaro veni fora! ¿No te he ordenado que enterraras ese cráneo? Su mal olor tenerem la casa convertida en muladar. ¡Cabeza podrida de indio! ¡Arrójalo al río! ¡De lo contrario yo mesmo te arrojaré con la calavera!

Salgo otra vez. Retrocedo. La pequeña construcción desaparece. ¡Elévate, escapa! ¡Más rápido! Blanca en la blancura la cúpula asciende. La luz se debilita. Todo se obscurece a un tiempo. Suelo. Muro. Bóveda. La temperatura de la materia en estado de ignición-ebullición está bajando. Rápidamente desciende al mínimo. Alrededor del cero. Instante en que aparece de nuevo lo negro. El punto negro. Crece. Soy yo, gateando. Alucinación. La sombra del mulato paulista o marianense del Río del Janeiro, la obscura silueta del capitán de milicias a horcajadas sobre la calavera que palpita en el temblor blanco de sus últimas contracciones. ¡En qué lío me has metido rapazuelo del demonio! A horcajadas el capitán de milicias sobre un muchachuelo de doce años, que ha envejecido treinta años o trescientos años en el interior de un cráneo, sin haber podido nacer. Lo cual puede parecer extraño si pensamos que las cosas empiezan/acaban; si se piensa que la muerte es el único remedio para el anhelo de inmortalidad al que la puerta del sepulcro cierra el paso. Como la mía ya ha sido cerrada deberá ser reabierta ahora para que el sueño pueda ser explicado. ¿Por quién? Explicado sólo por mí para mí solo. Pero no; tal vez no es así. La vida de uno no acaba. No; tal vez sí. ¿Qué es el pensamiento de un hombre hidalgo o hideputa? Hijo-de-algo tiene que ser. ¿Nace algo de la nada? Nada. ¿Qué es vida/muerte? Qué es este misterio desdoblado en otros infinitos misterios, me estoy preguntando. Colgada de una rama el aya-ramera no puede ya aleccionarme/de-latarme. La razón del misterio es el misterio mismo. Sé que nada hay semejante en cualquier otro sitio a lo que me ha pasado. No hay que soñar con encontrar nuevamente ese punto blanco perdido en la blancura, en lo más profundo de lo negro. La Gran Blancura es inmutable/mutable. No acaba. Vuelve a engendrarse de lo negro.

Metí el cráneo en la caja de fideos. La llevé a ese lugar del futuro para mí ya pasado, adonde otros llevarán la caja con mi cráneo. La casa, la calle, la ciudad entera estaban colmadas de un hedor a tumba. Con paso lento me encaminé hacia las barrancas. Descansé un instante en cuclillas bajo el naranjo recostando la caja contra el tronco. El redondel de vidrio llameaba herido por el sol. No dejaba ver nada en su interior. Continué bajando; mejor dicho, continué andando sin saber si subía o bajaba.

Completo reposo. Dormir. Dormir. Dormir. La voz del protomédico llega hasta mí desde lejos, desde una distancia imprecisable. Por esta vez le hago caso. Aparento dormir. Siento que alguien me espía. Me hago el muerto. Entreabro la puerta de mi sepulcro. Corro el túmulo que se aparta con ruido de granito. Abro los ojos. Ejercito el simulacro de mi resurrección alzándome. Ante mí, El-sin-sueño. El-sin-vejez. El-sin-muerte. Vigilando. Vigilando.

(Circular perpetua)

Me acantoné en mi observatorio de Ybyray. Vi como los políticamente ineptos jefes de Takuary, apandillados ahora en la propia Casa de Gobierno de Asunción por el porteño Somellera, estaban por completar la capitulación entregando todo el Paraguay atado de pies y manos a la Junta de Buenos Aires. Entonces decidí salirles al paso. Don Pedro Alcántara, buen bombero de los pórteños, rebosante de felicidad actuaba febrilmente. Engañados con la idea extravagante de que yo los ayudaría, todos a una me hicieron llamar. Súplicas, de extrema urgencia. Cuando para su mal me apersoné en el cuartel esa mañana del 15 de mayo, Pedro Juan Cavallero me recibió en la puerta: Ya sabrá, amigo doctor, que le hemos echado la capa al toro y que nos resultó muy manso. S. Md. es el único que puede dirigirnos en esta emergencia de aquí en adelante. Mientras cruzábamos el patio le pregunté: ¿Qué se ha dispuesto, qué se hace? Se ha determinado enviar de expreso al naviero José de María en una canoa dando parte a la Junta de Buenos Aires de lo que ha sucedido, contestó el capitán.

En el puesto de guardia estaba Somellera dando los últimos toques al oficio. Se lo arranqué de las manos. Este parte no parte, dije. Si tal se hace sería dar el mayor alegrón a los orgullosos porteños. Nada de eso. Acabamos de salir de un despotismo y débemos andar con cuidado para no caer en otro. No vamos a enviar nuestro tácito reconocimiento a la Junta de Buenos Aires, en el tono de un subordinado a un superior. El Paraguay no necesita mendigar auxilio de nadie. Se basta a sí mismo para rechazar cualquier agresión. Volvíme luego a Somellera que me acechaba, irritado camaleón. Con mucha suavidad le sugerí: Usted ya no hace falta aquí. Más bien le diría que estorba. Es menester que cada uno sirva a su país en su país. La misma canoa que iba a conducir el parte lo transportará a usted sin pérdida de tiempo. Señor, debo llevar a mi familia, y el río enjuto no permite la navegación. Parta usted primero. Su familia partirá después luego que el río esté franco. Profunda desilusión y malestar en el grupo de anexionistas. Cayóseles la cara al suelo quedándoles tan sólo las caretas. Era lo que yo buscaba.

Sólo por ver qué hacía, el capitulador Cavañas fue convocado a presentarse desde su estancia de la Cordillera. Venga, se le mandó decir, a adherirse a la causa de la Patria. Venga a reunírsenos a los patriotas congregados con las tropas en el cuartel. Tuvo la insolencia de responder que vendría sólo si lo llamase el gobernador Velazco. Pero Velazco ya no era gobernador ni tenía velas en su entierro. Poco después irá a parar a la cárcel junto con el obispo Panes y los más conspicuos españoles, que no cesan de conspirar. Los otros jefes de la capitulación de Takuary también se hacen humo: Gracia huye al norte en busca del apoyo portugués, ¡qué Gracia! Gamarra responde que sólo adherirá a la causa con la condición de no ir nunca contra el Soberano. Lo escribe incluso con mayúscula el desfachatado. ¡Soberano idiota! Quería hacer la Revolución sin levantarse contra el soberano: Torta de maíz sin maíz.

El resto de la miliciada, aparentemente fiel, tampoco estaba en el fiel de la balanza. Desde el establecimiento de la Primera Junta Gubernativa buscaron a cada instante hacer temblar al Gobierno para obtener con amenazas no el bien del país sino las pretensiones de su arbitrio. En vez de ocuparse de los negocios públicos pasaban su tiempo jugando, haciendo paradas, fiestas, dedicándose al mero parranderío. Los pompeyos y bayardos de la Junta se enredaban en sus espuelas, en su ineptitud. Currutacos. Bolas sin manija los caballeros de lazo y bola. Fanfarrones, eso sí. Cabromachíos escarapelados, encorsetados en brillantes uniformes. Protopróceres lustrosos de sudor se contemplaban ya ilustres en lo que ellos creían era el espejo de la Historia. Se distribuían grados militares cuyas insignias tomaban, viéndoseles disfrazarse a imitación del ex gobernador, ora de brigadieres, ora de coroneles de dragones españoles. Ya en tiempos de la Colonia se distinguían por estas virtudes castrenses. El procurador Marco de Balde-Vino, inveterado porteñista, dijo de ellos en su Informe a Lázaro de Ribera: Los hechos nos han dejado para eterno monumento las intolerables palizas de los Patriotas que a su peculio sirven las milicias convertidas en la mayor destrucción de la Provincia.

Traficaban en todo para hacer frente a los gastos que les demandaba su pasión desmedida de ostentación, ahora que además de milicios eran gobierno. Así pues, para satisfacer esta ridicula manía, daban libertad a presos del Estado haciéndose pagar gruesas sumas por estas prevaricaciones. Como ellos apenas sabían qué cosa era Independencia nacional, Libertad civil o política, permitían que sus subalternos cometiesen en todas partes mil actos arbitrarios. Particularmente en el campo, principal teatro de sus violencias.

En Ykuamandijú, un capitán de milicias que se había señalado por su celo revolucionario, quiso explicar a los campesinos qué cosa era la Libertad. Les enjaretó un discurso de seis horas hablando de todo sin decir nada. El cura concluyó la arenga diciendo que la Libertad no era más que la Fe, la Esperanza y la Caridad. Baja ron luego los dos y tomados del brazo fueron a emborracharse en la comandancia, de donde salieron órdenes de apresamientos, velámenes, vandalajes los más inicuos, en nombre de las virtudes sobrenaturales que acababan de proclamar.

Administrar era apresar, secuestrar anónimamente a veces haciendo recaer en otros la sospecha del atropello; condenar o liberar según lo exigía, tasado a precio vil, el odio o el interés. Se hablaba de patriotismo; bajo este escudo todo era permitido; podía satisfacer todas las pasiones, los crímenes, todas las salvajadas.

En aquel tiempo de los comienzos la cosa era así. Las tropas casi en su totalidad estaban compuestas por la gente más ignorante, más mala del país. Asesinos, delincuentes reconocidos sacados de las prisiones. Impunes, omnipotentes bajo el uniforme; se creían autorizados a insultar, a humillar de mil maneras a los ciudadanos más pacíficos. Si un paisano se olvidaba de sacarse el sombrero al pasar delante de un soldado, lo tundían a sablazos. Luego se me ha achacado a mí esta indigna costumbre de la salutación por destocación, que en sí misma no es tanto una señal del respeto al superior como una mutilación. Decapitación simbólica del salutante. En esta tierra de veinticuatro soles el sombrero-pirí forma parte del organismo de la persona. No ha habido modo de extirpar este hábito humillante de nuestros conciudadanos empajolados en sus inmensos sombreros.

Peor que el comportamiento de las tropas, el de los oficiales. Sin el menor respeto por sus funciones, por su grado, se mezclaban en las discusiones de los paisanos acabándolas a balazos cuando se terminaban sus argumentos o su paciencia. Como casi todos los oficiales y suboficiales eran parientes de los jefes de la Junta o de los cuarteles principales, éstos les toleraban las más escandalosas iniquidades.